«Sé firme como una torre».
Dante Alighieri.
Nos vamos a otro planeta. Nos vamos a colonizar Marte. O al menos eso es lo que propone el proyecto privado Mars One: un viaje al planeta rojo para establecer un asentamiento humano permanente. La empresa tiene previsto su primer viaje no tripulado para una fecha tan cercana como 2018, con el objetivo de llevar a los primeros colonos dentro de apenas nueve años. Pero, pese a la ilusionante ingenuidad de la idea, las cosas no son tan fáciles y el plan de Mars One está lleno de controversias.
Por un lado, el medio de transporte –la nave espacial que recorrerá los más de 225 millones de kilómetros que nos separan de Marte- aún no está completamente desarrollado; por otro lado, los candidatos a astronautas pagarán una morterada para ser aceptados en el programa; y además, la financiación necesaria no viene de ninguna compañía pública estatal o transnacional, sino que debería salir de los ingresos generados por un reality show televisivo creado al efecto. En definitiva, que todo es bastante distinto a las extremadamente precisas y transparentes condiciones que habitualmente envuelven cualquier proyecto aeroespacial.
Sin embargo, la característica que más cejas levanta del programa Mars One reside en la propia naturaleza del viaje: el trayecto será solo de ida. Esto es, que los viajeros interplanetarios llegarán a Marte para pasar allí el resto de su vida. Toda enterita. Y por tanto, como la terraformación está aún muy lejos de nuestro alcance, la colonia que construyan deberá ser completamente autoabastecida, para que así sus habitantes puedan comer, trabajar, distraerse y, eventualmente, engendrar futuros colonos que se convertirían en los primeros terráqueos nacidos fuera de La Tierra. O sea, lo primeros marcianos. Y de ahí a la conquista de la Galaxia no hay más que un paso, ya te lo digo yo.
En realidad, la idea de una comunidad viviendo aislada dentro de una construcción más o menos autosuficiente no es especialmente novedosa. La propia Estación Espacial Internacional no deja de ser algo parecido, como lo es la estación experimental Halley VI en la Antártida o el proyecto Biosfera 2 de mediados de los 80.
Ya en los años 50, Frank Lloyd Wright había proyectado el Illinois, un rascacielos de una milla de altura y casi un millón de metros cuadrados de superficie total, que incluiría oficinas, residencias, hoteles, restaurantes, comercios y prácticamente cualquier otro servicio que permitiese la vida sin salir del edificio. El Illinois se propuso para Chicago pero nunca llegó a construirse, sin embargo, los modernos rascacielos como el Burj Khalifa de Dubai o el moscovita proyecto Crystal Island de Norman Foster han recogido esa idea de comunidad inscrita en una construcción. Prácticamente una ciudad autónoma dentro de un único edificio.
De hecho, los modernos cruceros, llenos de suites, restaurantes y casinos, pero también con auditorios, piscinas, parques y hasta rocódromos parecen adscribirse a ese mismo concepto, aunque de una manera más extrema: la ciudad flotante y aislada.
Pero no todos los casos de población que vive en un solo edificio son tan megalómanos en tamaño o en idea generadora. Hay un ejemplo mucho más modesto y también más interesante. Para ello tendremos que viajar unos 10.000 kilómetros. Hasta el pequeño pueblo de Whittier, Alaska.
Cuando pensamos en un pueblo de Alaska, es muy posible que imaginemos algo parecido a Cicely, centro de las peripecias de Joel Fleishmann y los demás protagonistas de la serie televisiva Northern Exposure. Con sus casitas, su despoblada calle principal, sus bosques, sus lagos y sus montañas. Lo curioso es que Doctor en Alaska –título con el que se conoció en España- no se rodó en Alaska, sino en la localidad de Roslyn, estado de Washington; pero vamos, nos hacemos una idea.
Ahora bien, si queremos ser más precisos, Anaktuvuk es un municipio real de la Alaska real y sus apenas 335 habitantes viven desperdigados por la tundra pre-ártica en viviendas unifamiliares entre carreteras nevadas y antenas de recepción de satélite (la tele por cable aún no se aventura por esos parajes).
Whittier también es un pueblecito real de la Alaska real. Y también tiene muy pocos habitantes: 222 según el censo de 2013. Pero no viven en casitas de colores ni comen carne de alce en pintorescos restaurantes rústicos. Los 222 viven en un único edificio de catorce plantas.
En realidad, Whittier cuenta con un animado puerto deportivo que, en los meses de verano, se llena de pequeños veleros, embarcaciones de pesca y hasta ferrys de línea, multiplicando hasta por diez la población estacional que disfruta no solo de las mansas aguas de la ría Prince William, sino también de los 52 km2 de extensión boscosa que conforman el término municipal.
El problema aparece cuando llega el invierno, las temperaturas medias son inferiores a 0 grados –con mínimas de -20º- y la nieve se acumula durante días y días por encima del metro de espesor. Además, el único acceso terrestre a Whittier se realiza a través del túnel Anton Anderson, un trayecto mixto rodado-ferroviario de cuatro kilómetros que se cierra todas las noches, dejando al pueblo efectivamente aislado.
Si al citado aislamiento se le une la climatología no especialmente benigna, a los habitantes de Whittier parece que no les ha quedado más remedio que arrejuntarse para combatir mejor el frío, la nieve y los frecuentes vientos helados de más de 90 km/h. Y eso han hecho. Viven todos en Begich Towers.
Como cuenta el estupendo reportaje fotográfico de Erin Sheehy y Reed Young para el California Sunday Magazine, el edificio se construyó en 1956 como instalación militar. Con el tiempo, y una vez el ejército dejó de considerar al pueblo como un puesto de relevancia geoestratégica, las Begich Towers se convirtieron en residencia habitual de los lugareños, muchos de ellos descendientes de los militares que las habían ocupado al principio.
Tras varias rehabilitaciones a lo largo de los años, la construcción actual es un moderno edificio de apartamentos compuesto esencialmente por las viviendas de todos los ciudadanos de Whittier, pero entre sus muros, sus pasillos, escaleras y ascensores también nos encontramos con las oficinas administrativas locales, la comisaría, el despacho de correos, la iglesia, el centro de salud, un pequeño supermercado, un hotel bed & breakfast, una cafetería, un videoclub, una lavandería y hasta la puerta de la escuela municipal.
Porque aunque el colegio está solo a unos metros, al otro lado de la calle, las cancelas exteriores se cierran en invierno y la entrada se realiza exclusivamente por un túnel subterráneo entre el centro docente y las Begich Towers. Al fin y al cabo, no hay ningún niño que vaya a llegar por otro sitio. De hecho, el clima es tan áspero que el propio patio de recreo de la escuela también es interior.
«Coincidimos en los pasillos, en los rellanos y en los ascensores. Nos conocemos tanto y desde hace tanto tiempo, que los niños a menudo me llaman “mamá”», dice Erika Thompson, la maestra de Whittier desde hace casi seis años. «Al fin y al cabo, más que un pueblo, somos una comunidad de vecinos».
La economía municipal es esencialmente pública, aunque también se sustenta en los servicios portuarios y el mantenimiento y control del túnel terrestre. «Los doscientos habitantes tienen doscientas historias: de cómo llegaron aquí y de cómo viven aquí. De cómo compartimos todos el mismo techo», afirma Thompson. Además, las Begich Towers son una construcción más sostenible energéticamente de lo que podría parecer en un principio. Porque un edificio de viviendas en altura supone disminuir las pérdidas de calor a niveles mucho más reducidos que los que se producirían en un pueblo tradicional con viviendas unifamiliares tradicionales. Cuanta menos superficie de fachadas y de cubiertas, mayor ahorro en calefacción. Y eso es especialmente relevante en un clima tan extremo como el de Alaska.
Es posible que el ser humano conquiste la Galaxia en el futuro. Es posible que se necesiten astronautas extremadamente preparados y colonos capacitados para convivir en condiciones de aislamiento y autosuficiencia, pero quizás no haya que buscarlos en programas espaciales de la NASA ni en reality shows televisivos ni en ambiciosos proyectos de supervivencia. A lo mejor solo hay que entrar en un edificio de catorce plantas en un apartado rincón de la apartada Alaska.
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