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¿Puede ser legítimo el terrorismo?

Imagina que vives en un país aislado del resto. Hay cámaras en cada esquina de la calle, una única emisora informando de lo que el Gobierno quiere y toque de queda por las noches.

Imagina que se persiguen la homosexualidad y cualquier credo diferente del oficial. Imagina que no hay debates ni acuerdos, sólo un partido único con un líder reverenciado que impone su ley. ¿Sería legítima la resistencia, la acción, la rebelión contra el poder para acabar con una situación opresora? ¿Incluso aunque la acción fuera violenta?

Ese escenario y ese debate es el que propusieron Alan Moore y David Lloyd en 1982 al lanzar ‘V de Vendetta’, una serie de cómics que en 2005 se convirtieron en película. Aquel futuro ficticio ofrece muchos puntos para la reflexión sobre la sociedad actual, desgraciadamente no tan diferente en algunos puntos del presente que conocemos. Quizá por eso movimientos de resistencia como Annonymous adoptaron como símbolo la careta que V, el protagonista de la historia, tenía por rostro.

La historia transcurre en un Reino Unido que ha roto toda conexión con el exterior, un mundo que agoniza tras una larga guerra que ha diezmado la población mundial y ha llenado el planeta de miseria y enfermedades. Sólo dentro del país, y bajo esa férrea vigilancia y control, se puede garantizar la supervivencia de ese ‘estado del bienestar’ dictatorial que ha creado el Ejecutivo. Y de pronto aparece él, un extraño personaje llamado V que se enfrenta a la autoridad para defender a Evey, una joven que trabaja en la televisión oficial del Gobierno. Ella le pregunta quién es y él le responde señalando «la paradoja de preguntar a un hombre enmascarado quién es» antes de lanzar su primer discurso, una aliteración usando la letra que le da nombre:

¡Voilà! A primera vista un humilde veterano de vodevil en el papel de víctima y villano por Vicisitudes del destino, este ‘visage’, ya no más velo de vanidad, es un vestigio de la vox populi, ahora vacua, desvanecida. Sin embargo, esta valerosa visión de una extinta vejación se siente revivida, y ha hecho voto de vencer el vil veneno de estas víboras en avanzada que vela por los violentos viciosos y por la violación de la voluntad. El único veredicto es venganza, vendetta, como voto, y no en vano, pues la valía y veracidad de ésta un día vindicará al vigilante y al virtuoso

 

La apariencia de V no es casual. La máscara pertenece a Guy Fawkes, un terrorista católico que intentó volar el Parlamento británico con el Rey dentro para protestar contra la persecución que los leales al Papa sufrían en el país. Esa es la primera seria contracción que plantea la historia: el personaje en el que se inspira el protagonista dista mucho de ser un héroe. Era un integrista que buscó, mediante la violencia, derrocar a un rey protestante para que llegara otro católico que, previsiblemente, hubiera ejercido una persecución similar contra los no católicos. De hecho, aún hoy se celebra el fracaso del atentado en todos los territorios británicos, de fuerte arraigo protestante.

La contradicción es doble. Fawkes no era un héroe, sino un ultra. Y V también. Es un terrorista según la definición de la palabra, es decir, quien busca atentar contra el poder establecido mediante la violencia. ¿Es legítimo el terrorismo? En un sentido democrático y legal no, porque la violencia nunca es justificable en un contexto de orden y convivencia. Pero ¿qué sucede si no existe ni democracia ni ley? ¿Es entonces justificable y entendible la violencia?

El plan de V para lograrlo es volar el Parlamento a imagen de Guy Fawkes, aunque sea como un mero simbolismo de que en la historia es un mero edificio vacío de poder. Y el primer paso para lograrlo es poner en conocimiento de la sociedad, aislada y alienada, sus planes. ¿Cómo? Atacando el canal único de comunicación, pirateando su señal y difundiendo su mensaje. Algo que, trazando un paralelismo con la sociedad actual, algunas campañas virales han logrado (sin la parte del pirateo de la señal oficial) y algunos hackers han intentado en portales oficiales.

«Hay personas que no quieren que hablemos. Sospecho que estarán en este momento dando órdenes por teléfono, y que hombres armados ya vienen de camino. ¿Por qué? Porque mientras pueda utilizarse la fuerza, para qué el diálogo. Sin embargo, las palabras siempre conservarán su poder (…) Crueldad e injusticia, intolerancia y opresión. Antes teníais libertad para objetar, para pensar y para decir lo que pensábais, ahora tenéis censores y sistemas de vigilancia que os coartan para que os conforméis (…)

Si estáis buscando el culpable sólo tenéis que miraros al espejo. Sé por qué lo hicisteis, sé que teníais miedo, y quién no. Guerras, terror, enfermedades, había una plaga de problemas que conspiraron para corromper vuestros sentidos y sorberos el sentido común. El temor pudo con vosotros y, presas del pánico, acudísteis al actual líder. Os prometió orden, os prometió paz, y todo lo que os pidió a cambio fue vuestra silenciosa y obediente sumisión (…) Si veis lo que yo veo, si sentís lo que yo siento y si perseguís lo que yo persigo, entonces os pido que os unáis a mí»

 

El discurso de V es una llamada a la desobediencia civil, a la rebelión. Lo que critica realmente no es sólo el Estado ficticio en el que se enmarca la historia, sino la construcción de los Estados en general, cuyo origen viene de siglos atrás. Lo que critica es el acuerdo entre ciudadanos que renuncian a su capacidad de defenderse a sí mismos para someterse a un señor feudal que será quien les proteja. Pero hay más, una crítica válida contra la clase política contemporánea, la que no admite preguntas de la prensa, la que no da explicaciones, la que entra en contradicciones e incumple promesas. Y también contra la ciudadanía acrítica, la que permite que los políticos hagan lo que hacen.

Pero el proceso de dar el paso, de entender el otro lado, no es fácil. El protagonista de la historia somete a su acompañante a algo similar a lo que le haría pasar el Gobierno opresor si la capturara. Finge su detención, la secuestra, la tortura, la interroga y la condena a muerte. La reconversión no tiene que ver con un síndrome de Estocolmo, sino con la historia que narra una supuesta presa que deja su testamento escrito en un papel escondido en su celda. Es la historia de Valerie, quizá la del propio V, una lesbiana que supuestamente habría muerto en aquella celda tras ser apresada y torturada por su condición sexual.

«Recuerdo cómo empezó a cambiar el significado de las palabras. Palabras con las que no estábamos familiarizados, como colateral y entrega, empezaron a dar miedo(…) Recuerdo que ‘diferente’ empezó a significar ‘peligroso’. Aún no lo entiendo, ¿por qué nos odian tanto?

 

El ‘despertar’ de Evey llega cuando deja de tener miedo. En ese momento, cuando ya la han condenado a muerte y van a ejecutarla, sus captores ficticios reconocen que si ya no tiene miedo no hay nada que puedan hacer contra ella. Y es entonces cuando ella descubre la verdad sobre su cautiverio y entiende lo que V ha ido haciendo durante el año de tiempo que dio a la sociedad británica para unirse a su rebelión: asesinar uno a uno a todos los responsables del Gobierno, desde su altavoz en la televisión única hasta al obispo pedófilo que imparte la única religión. Acepta que la vía terrorista es la única posible.

 

 

Al final de la película se descubren los motivos de V, más allá de acabar con la opresión. Él mismo fue parte de una serie de experimentos químicos secretos con los que el líder, entonces el subsecretario de Defensa del Gobierno conservador, atacó a la población fingiendo ataques terroristas. Fue su arma para que el miedo se apoderara de la población y le apoyara masivamente. En las elecciones siguientes, laboristas y conservadores fueron barridos por su nuevo partido y él proclamado líder único de ese nuevo Estado dictatorial. Fue el propio Estado el que usó el miedo para autolegitimarse y perpetuarse, algo que algunos Gobiernos reales han intentado hacer con el terrorismo islámico como amenaza global.

Pero la gente, en la historia, ni siquiera sabe la naturaleza corrupta de ese Estado creado sobre el terrorismo. La gente en la historia nunca llega a saber que fueron víctimas de un engaño masivo, que toda la legitimidad que dieron con los votos al líder y su régimen ni siquiera existió entonces porque les engañó. La gente, sencillamente, acabó simpatizando con V y rebelándose contra el poder establecido.

 

El contexto en el que apareció el cómic fue el Gobierno de la conservadora Margaret Thatcher. Era un momento de reconversiones industriales, de protestas obreras, de disolución del bloque comunista y final de una Guerra Fría que había monopolizado la inversión económica y las alianzas políticas y comerciales.

La obra se inspira en el ‘1984’ que George Orwell vaticinó tras la Segunda Guerra Mundial: un Estado que actúa como un Gran Hermano vigilante, con un dirigente llamado ‘líder’ que es venerado por la sociedad y cuyas apariciones no son en persona, sino a través de pantallas de escala megalómana, y cuyos órganos de Gobierno son partes del cuerpo como los Dedos, sus agentes de seguridad, Oreja, sus servicios de espionaje, o la Voz, su comunicador frente a la televisión única.

Un futuro inexistente, exagerado, que hace pensar que hay futuros peores que el presente que nos ha tocado vivir. Pero cambia el miedo al terrorismo por la crisis, el paro, el descontento social. Piensa en los partidos radicales que han emergido en la Europa obrera y desencantada. Piensa en las fuerzas soberanistas que proliferan en las zonas ricas. Piensa en el desencanto ciudadano con las fuerzas políticas, a años luz de sus votantes y aún más lejos de la creciente masa que no les vota porque no se sienten representados.

Cambia la respuesta violenta que propone V por una protesta global, sin bandera ni color, contra un sistema que a la luz de la crisis parece hacer agua. Y ahora piensa en que en algunos países, como el nuestro, la resistencia pasiva, la protesta no violenta, quiere convertirse en un delito. Entonces reformula la pregunta. No te preguntes cuándo el terrorismo puede ser legítimo, sino cuándo la protesta, aunque ilegal, puede serlo.

Imagen: iPott

Por Borja Ventura

Periodista de política y cosas digitales. Profesor universitario. He pasado por mil redacciones, alguna institución y unas cuantas universidades. Tengo un doctorado y un libro titulado 'Guztiak'. Después ya veremos.

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