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¿Qué tiene él que no tenga yo?

Un niño grita de manera desgarradora. Otra paciente que espera en la hilera de butacas de enfrente me mira con compasión. Yo siento el impulso de huir, de pedir otra cita o de acudir a un dentista privado. El grito vuelve a producirse, y después su autor es amonestado con una voz ronca y extraña. No logro entender las palabras, es como si chillaran en chino.

Por fin se abre la puerta de mi consulta y de ella sale, efectivamente, una familia china. Los padres, muy jóvenes, podrían ser mis hijos. Pero el niño no podría ser mi nieto.

Doctor, soy un cobarde —confieso ya en el sillón de tortura— No me haga daño. Mi umbral del dolor es terriblemente bajo.

La primera inyección de anestesia no surte el efecto deseado y cuando comienza a tirar de mi muela veo las estrellas, siento convulsiones y, si no grito como el niño chino, es porque ya soy mayorcito, pero me encantaría hacerlo.

Vaya, parece que estás un poco tenso… me dice el dentista con sorna mal disimulada— Tendremos que doblar la dosis. ¡Abre la boca!

La aguja penetra una y otra vez, y parece que el doctor le coge gusto diciendo cosas como:

Esto ya no te duele, ¿a que no? ¡Ya van cuatro!

Y ríe de manera enigmática mientras desecha las agujas y toma nuevos viales de una neverita muy mona con pegatinas de hadas y pequeños ponys que me dan muy mal rollo.

Yo apenas acierto a levantar el pulgar para decirle que no me duele, pero es que ya no siento ni la cara ni el cerebro. Comienzo a pensar en chino o eso creo en mi delirio.

Cuando las cinco o seis dosis de anestesia surten efecto finalmente y mi muela es extraída, además de sentir dormida la mitad de la cara, percibo en el corazón un inesperado bienestar que creía olvidado.

Los celos, ese animal que roe la confianza y destruye el ánimo, me devoran desde que sé que la mujer a quien amo y a quien he dedicado todas mis atenciones durante estos años ha preferido guarecerse en los brazos y en la cuenta corriente de otro hombre.

Al salir de la consulta con una muela menos y el rostro acartonado por la novocaína, por primera vez en mucho tiempo no siento angustia. Ni desánimo. No siento celos, en definitiva.

[bctt tweet=»«Me anestesian generosamente. Y entonces mi corazón deja de sufrir».» username=»YorokobuMag»]

Desde entonces acudo con regularidad, fingiendo que me atormenta el dolor de esta o aquella otra pieza dental, que requiere su extracción inmediata. En una clínica privada me recomendarían reconstrucciones, implantes, coronas, endodoncias… Pero es la Seguridad Social y me libran del marfil que yo señalo, sin hacer preguntas. Y me anestesian generosamente. Y entonces mi corazón deja de sufrir.

Ya casi no me quedan molares, ni premolares, ni caninos, ni incisivos… El problema es ¿qué haré cuando no tenga nada que ofrecer al doctor? ¿Volverán los celos? Ya sólo me alimento de jarabes, papillas, smoothies, gazpachos, compotas, zumos y purés. A veces también chupo un poco de fuet, que tiene proteínas.

Pero respondiendo a la pregunta que da título a este relato: «¿qué tiene él que no tenga yo?». A estas alturas la respuesta es obvia:

Dientes.

Una respuesta a «¿Qué tiene él que no tenga yo?»

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