Cristina Arcenegui no se considera artista. Ella, explica, no tiene ninguna formación artística y considera que su sentido de la proporción y la perspectiva es nulo. ¿Dibujar? Bueno, sí, pero a su manera, huyendo de lo realista y dejando que su imaginación vuele para plasmar su propia visión de las cosas. Pero lo que ella no sabe es que la creatividad no se estudia en ninguna universidad. Y de eso sí tiene en abundancia.
Esta sevillana tiene un negocio de acolchado a máquina que es lo que le da de comer. Paralelamente, su gran afición y por lo que empezó ese negocio en 2005 son las colchas de patchwork y los quilts, en especial estos últimos.
El patchwork le hizo tilín hace ya unos cuantos años, cuando vio la película Donde reside el amor (How to make an American quilt, en su título original), pero no se decidió a hacer su primera colcha hasta que se quedó embarazada de su hijo. ¿Y si le hago algo para la cuna? Y ahí empezó todo.
Sus trabajos más llamativos son los quilts que hace con el único fin de presentarlos a concursos. Su intención es abrirse paso en el mercado norteamericano y esas competiciones son un fantástico pasaporte para darse a conocer.
Seis meses tarda en acabar uno de esos quilts basados en las ilustraciones de otras personas como Johanna Basford, Daria Song, Rita Berman y Sveta Dorosheva, entre otras. Cualquier ilustración que refleje el universo infantil, su tema favorito, ya tiene todos los puntos para convertirse en un tapiz. Pero tienen que ser dibujos que hablen de una infancia real, de niños curiosos que se manchan, juegan y descubren, no los que reflejan los cuentos ñoños. Las de Dorosheva, por ejemplo, están extraídas de un libro de la ilustradora ucraniana titulado 22 maneras de criar a un niño.
Arcenegui escanea esos dibujos y los adapta según lo que necesita porque, explica, no todo lo que funciona en papel puede funcionar en tela. La ventaja del papel es que el autor puede jugar con las sombras, con los tonos, con las tintas. Pero al llevarlo a una tela, puede ocurrir que lo que parece claro y mágico en un lienzo parezca un borrón en un tapiz. Así que imprime en grande la ilustración que ha escogido, la escanea con su iPad, la retoca digitalmente quitando aquello que no le vale o cambiándolo por otros motivos que sí pueden quedar bien en formato textil, lo calca de nuevo sobre la tela y empieza a darle forma.
«Hay muchos motivos que elimino. En el acolchado, lo principal es que puedas hacer un dibujo continuo, algo parecido a dibujar sin levantar el lápiz», explica. Tampoco le valen dibujos que tenga demasiados detalles, que muestren demasiada información. Esas ilustraciones podrían servir si se les diera color, pero ella no quería hacerlo con sus quilts. «Solo doy algunas pinceladas de color en algunos detalles, como el bañador de la niña, las hojas, el vestido…».
Durante la cuarentena se atrevió a experimentar con sus viejos cuadernos y las acuarelas que había comprado mucho tiempo atrás, pero que nunca se había decidido a utilizar. Quería probar a hacer diseños que fueran realmente suyos y «empecé a tontear», se ríe mientras lo explica. «Empecé a hacer acuarelas, pero con la base de mis dibujos de acolchado. Y esos sí son completamente míos».
Lo siguiente que planea hacer con esos diseños es imprimirlos sobre tela, a modo de capricho, en alguna empresa que se dedica a ese tipo de impresión personalizada. «El patchwork tradicional no me tira, aunque lo admiro. Me tira olvidarme de proporciones y hacer lo que tengo en la cabeza», explica con cierto pudor, ese que le lleva a decir que no es artista. «Y como no los voy a vender ni nada de eso, pues no tengo que rendirle cuentas a nadie».