Isabel, la protagonista de Calle Mayor, la película de 1956 de Juan Antonio Bardem, vive atrapada en una pequeña ciudad española, una en la que todo el mundo se conoce y en el que todos analizan con detalle la vida de los demás. La de Isabel, al menos ese es el consenso de sus vecinos, es bastante triste.
Anda por los treinta y tantos y no se ha casado. No tiene ni un triste pretendiente —al menos hasta que el protagonista masculino de la historia arranque el motor de la trama, en la que finge estar enamorado de ella para ganar una apuesta— y por eso no logrará llegar al matrimonio. Y ese era el objetivo que se esperaba de toda mujer de su época: casarse y tener hijos.
En la España de la posguerra, las mujeres no sentían deseo sexual. O eso era lo que señalaba el modelo de cómo debía ser una mujer que propiciaba la dictadura franquista. De hecho, lo que le venden para ganar la apuesta a la propia Isabel de Calle Mayor es la promesa del matrimonio, no una abrumadora pasión.
El sexo solo debía servir para la maternidad y cualquier cosa que no encajase con ese objetivo final debía llevar a un sentimiento de culpa. «La mujer debía mantener una actitud de recato y, como decía un editorial de la revista Medina, controlar el fervor», explicaba hace unas semanas la historiadora María Victoria Martins en las jornadas Individuas de dudosa moral, que se celebraron en Pontevedra y que abordaban, justamente, esa relación entre sexualidad y realidad femenina en la España de la dictadura. «Los desvíos por la senda del pecado nos llevarán a acabar en el fango», señalaba, parafraseando las ideas del momento.
El deseo por los hombres no se podía permitir y para el poder el lesbianismo, como apuntaba en esas mismas jornadas Nanina Santos, historiadora y cofundadora de la Asociación Gallega de la Mujer, no existía (las leyes de represión contra la homosexualidad, explica Santos, se centraban en los hombres: a las mujeres se las internaba en psiquiátricos y todo quedaba en algo invisible porque «lo que no está, no se habla»).
Pero, por supuesto, una cosa es lo que las autoridades de la España de los años 40, 50, 60 y 70 pensaban que debía ser y otra muy diferente lo que era. Puede que el psiquiatra de cabecera de aquellos años, Juan Antonio Vallejo-Nágera, como apuntaban las ponentes de Individuas de dudosa moral, asegurase que las mujeres no sentían deseo sexual, pero la realidad era otra.
Y ahí es donde entra Ramón Serrano Vicéns, un médico de cabecera que en esos años de posguerra se planteó el descubrir no lo que se esperaba que fuese, sino lo que era. Serrano Vicéns fue el Kinsey español; recopiló testimonios de mujeres reales de la España que va de mediados de los años 30 a mediados de los años 60 para descubrir cómo era su vida sexual, eliminando mitos y tabúes. En los 70, publicó sus conclusiones y dejó claro que, como le decía a una periodista de El País en 1977, «de los resultados de mi investigación se deduce que la conducta sexual de la mujer no corresponde a la idea común que se tiene de ella».
Aunque los libros que publicó —La sexualidad femenina primero e Informe sexual de la mujer española después— sí fueron reconocidos en los años 70, Serrano Vicéns es ahora una de esas figuras que se han quedado medio olvidadas. En espacios especializados —suele aparecer en notas al pie de página y en menciones en libros especializados sobre historia de las mujeres, y fue un nombre citado en varias ocasiones en las jornadas Individuas de dudosa moral— se convierte en una referencia, pero para la cultura popular, Serrano Vicéns (nos) resulta un enigma. De hecho, el capítulo que Vicent Climent i Ferrando le decida a su biografía en Biografies mèdiques, sanitat municipal, educació sanitària i epidèmies en la Ribera del Xúquer durant el segle XX termina hablando de un «olvido inmerecido» de su figura.
Serrano Vicéns nació en 1908 en Zaragoza (morirá en Valencia en 1978), en una familia acomodada e intelectual, según los datos de este biógrafo. Estudia Medicina y, tras acabar la carrera en 1931, empieza una trayectoria de médico por diferentes poblaciones en varias provincias peninsulares.
Durante esos años trabajando en diferentes puntos de España es cuando recopila los testimonios de las 1.300 mujeres cuyas experiencias serán la base de su estudio sobre la vida sexual femenina española de la posguerra. En los 50, Serrano Vicéns había estado en contacto con el propio Alfred C. Kinsey, que consideró ya entonces la obra del médico español el «mayor trabajo europeo en su género». El primer libro sale primero en el exilio, publicado por Ruedo Ibérico en París a principios de los 70, pero a lo largo de esa década se irán publicando diferentes ediciones en España.
CÓMO SE GANABA SU CONFIANZA
Pero ¿cómo conseguía Serrano Vicéns que las mujeres españolas hablasen con él de forma franca sobre su vida sexual? Puede que el sexo fuese tabú, pero eso no quitaba que las mujeres españolas tuviesen muchas dudas sobre la cuestión. Las cartas al célebre consultorio de Elena Francis, como se puede descubrir leyendo el libro que las analiza y que se publicó hace unos años, estaban llenas de preguntas sobre el tema. No eran cuestiones que pudiesen salir en antena, pero las redactoras que se encargaban de las respuestas repetían por carta las consignas del momento a sus atribuladas interlocutoras y remitían, en todo caso, a hablar con el sacerdote de la parroquia.
Serrano Vicéns tenía a las pacientes de su consulta, que acababan llegando con sus problemas y cuestiones hasta él. «Durante varios decenios, he intentado despejar el desconocimiento existente sore la actividad sexual femenina huyendo, para ello, de los habituales interrogatorios directos, en un consultorio o despacho», escribe uno de los dos libros que publicó.
El médico creaba un entorno de confianza, en el que las mujeres sentían que podían contarle todo, desde sus relaciones extramatrimoniales hasta sus fantasías. Así, la que la sociedad de su momento había convertido en una vida secreta se convirtió en un testimonio abierto para el investigador.
Quizás, ahora nos preguntaríamos un poco por la ética, porque las mujeres que sirvieron como base estadística para su estudio no sabían que lo eran (el médico les explicaba que «las preguntas iban encaminadas a un conocimiento psicosomático de ellas y en su propio bien y, sobre todo, la seguridad del secreto médico»). Serrano Vicéns, por lo que escribe y por lo que las mujeres le contaban, era, eso sí, un oyente bastante empático. No juzga a las mujeres que le cuentan su vida sexual y, en sus conclusiones, insiste en defender una posición completamente diferente a la de la época en la que le tocó vivir.
«Es preciso que el hombre deje de ver alternativamente a la mujer como ángel o como demonio, sino como su igual», escribe en Informe sexual de la mujer española. Incluso, lamenta el efecto que la moral de esas décadas tuvo en las mujeres, cargándolas de culpas e ideas de pecado, del que —y escribe esto el médico ya a finales de los 70— ni siquiera las mujeres más liberadas logran escapar por completo.
Más allá de lo que implica respetar la libertad ajena, escribe en sus conclusiones, la vida sexual de cada una es cosa suya. Convertir el deseo sexual de las mujeres en una patología psicológica —como se llegaba a hacer en esos años— es algo que directamente crítica.
Serrano Vicéns habló con mujeres solteras, casadas y viudas (hasta con cuatro monjas) y descubrió que la mayoría se masturbaba (a pesar de que en la época se insistía en que era una práctica nefasta), que un 32,5% de las mujeres no esperaba al matrimonio para mantener relaciones sexuales con hombres o que un 35,8% había mantenido relaciones sexuales con otras mujeres.