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‘Las hijas de Antonio López’: un libro sobre la violencia infantil

—El texto de tu libro Las hijas de Antonio López es impresionante.

—¿Sí? ¿En serio? Si yo no hablo mucho. Me encanta resumirlo todo con guay y súper —contesta. Rebeca Khamlichi está sentada en una cafetería del centro de Madrid. En su espera ha pedido una bebida de naranja y un bizcocho de trufa.

—¿Te gustan los pasteles? —pregunta, radiante, con los ojos muy abiertos—. Aquí están riquísimos.

Ha salido un momento de su estudio de pintura, impecable, bellísima, como si una de las pinturas fuera ella misma. Tiene sus bucles rubios tan bien colocados que es difícil imaginarla en un lugar lleno de churretes. Pero ahí lleva todo el día y ahí volverá, después de esta entrevista, cuando hasta el sol se haya ido a descansar.

Khamlichi acaba de publicar su primer libro. Es un relato, dibujado y escrito, sobre el alcohol, el fanatismo religioso, el desamparo y «la luz al final del túnel». Es una historia de violencia contada en imágenes penetrantes y las palabras justas. Ni una más, ni una menos. Las palabras precisas para que el lector sienta los mismos miedos, la misma orfandad que la niña protagonista de esta obra.

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Las hijas de Antonio López, de la editorial Bridge, no tiene forma de estadística de violencia de género. No tiene aspecto de noticia de violencia infantil. Es el testimonio más nítido, más humano, de este tipo de agresiones. Es la violencia por dentro, contada con lápices, pinceles y frases de una belleza deslumbrante. «Seguía teniendo esos ojos tenebrosos donde cabía, tranquila y espaciosamente, todo el mal del mundo», escribe.

Khamlichi es artista y pintora. Por eso asombran tanto sus textos. Dice que es lo primero que ha escrito en su vida. Para caerse de culo entonces. ¿De dónde ha sacado esta mujer esas imágenes que impactan más que un cuadro de pared?

—La compañera de piso con la que vivía a los 20 años dice que lo único que recuerda de mí es que no paraba de leer y siempre estaba rodeada de libros —comenta, con modestia, buscando una justificación racional—. Me gustaba mucho leer pero nunca había sentido la necesidad de contar nada más allá de la pintura. En cambio, con este libro, por primera vez, la pintura me quedaba corta. Es un libro que no está escrito. Está vomitado.

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La historia de Las hijas de Antonio López se ha ido escribiendo, sin que nadie lo supiera, durante más de 30 años. Empezó el día en que nació Samira (la protagonista del libro y la niña que es hoy Rebeca Khamlichi) y terminó el día en que la obra fue a imprenta. Estaba dentro, muy dentro, contenido en algún lugar silencioso en el interior de la autora. Por eso, cuando llegó el debido momento, salió en ímpetus volcánicos. «Iba por la calle mandándome mails a mí misma con las frases del libro. No tuve que reescribir ni corregir nada. Fue saliendo tal cual está publicado», detalla.

Escribía e ilustraba. Todo a la vez. Como si la historia se volcara sola en el libro. Dibujaba a lápiz, usaba acrílicos, componía en ordenador. Lo que le iba apeteciendo en cada instante.

—Para mí lo fácil es dibujar. Iban apareciendo imágenes y después escribía para completar la información que el dibujo no da. Surgían como fotogramas. Mi hermana se quedó impactada. Me decía que muchas ilustraciones eran tal y como las recordaba. Es un ejemplo de minería, de rescatar cosas del pasado que están ahí.

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El libro empezó a revolverse dentro de Khamlichi hace algo más de un año. Justo cuando cumplió los 30.

—HIce balance y me di cuenta de que apenas había hablado de esto con nadie. Me empezó a entrar una tristeza muy grande y pensé que la forma de no asentarme en esa sensación era mostrarla como si no fuera mía. Quería transformarla en un proyecto artístico. Y eso me ha ayudado a tomar distancias. Me ha servido de terapia —ríe y sonríe, tranquila, satisfecha.

No lo habló antes porque sentía que no servía de nada. Al principio, dice, me escuchaban por curiosidad. Pero después, conforme la historia ahondaba en el dolor, el que escuchaba se iba agobiando y apartando. «Me cerré como una ostra», recuerda. «Creo que solo contamos las cosas buenas. Por eso decidí escribir este libro. Porque hay muchas personas que lo pasan mal y no lo pueden contar. Quiero que sepan que hay luz al final del túnel. Que peleen por lo que desean».

Khamlichi ha dibujado la tragedia porque piensa que hay que romper el tabú. Hay que derribar el silencio que la envuelve. Ella la ha escondido durante toda su vida. Porque no basta con ser víctima. Lo peor es que a menudo uno se avergüenza de ello.

—Hasta hace muy poco los niños no se consideraban víctimas de la violencia —lamenta—. La primera vez que se vio a una mujer como víctima de la violencia de género fue porque lo contó. Es necesario visibilizarlo porque si sumamos muchas voces, los niños se sentirán con más entereza para hablar de lo que les ocurre y lo que sienten. La sociedad avanza a medida que superamos los tabúes.

El suyo no fue un caso aislado. «Hay muchas personas de mi generación que tuvieron padres enganchados a la heroína. Ahora ya se ve como un problema de salud mental pero antes los trataban como unos apestados», comenta.

Que sus textos y sus dibujos no sean solo una historia que convierte el horror en belleza. La artista quiere que el libro sirva de mucho más. Que de su pasado se aprendan cosas: «Mi caso fue un fallo de todos los sistemas de protección: de los profesores, los médicos, los vecinos…». La primera vez que en el edificio oyeron las marimorenas que se armaban a media noche llamaron a la policía. No sirvió de mucho. Volvieron las marimorenas, volvieron los avisos a los agentes, pero nada cambiaba. Los vecinos se resignaron entonces a dar golpes en la pared para que el sufrimiento al otro lado del tabique no les despertara.

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Al empezar el libro sintió pena. Mutó después a rabia. Pronto entendió que tenía que quitarse esos dos sentimientos pegajosos de encima y surgió la liberación: «Me he quitado un peso de encima». Mucho dolor escupido.

—En el libro eres medio niña medio mono. ¿Qué te hace ser un mono?

—Siempre me he visto diferente. Es una forma de explicar lo que me hacía distinta. Me sentía como un animal enjaulado. No veía salida. Era como un animalito sin esperanza en el zoo. Y todavía hay días en los que sigo siendo un mono pero intento que no se note —ríe.

—Algunas de tus frases se enroscan en la cabeza y no puedes dejar de darle vueltas. Ocurre, por ejemplo, con esta: «Dicen que el destino está escrito pero que todos nacemos con una goma de borrar en la mano».

—Las primeras frases que me mandé por mail fueron «Siempre he pensado que la expresión “venimos al mundo solos” no tienen mucho sentido» y la de la goma de borrar. Es curioso: muchas personas me envían ahora fotos de gomas de borrar. He pasado de la vergüenza de contarlo a recibir un amor abrumador.

Al llegar a la página 166 de Las hijas de Antonio López a uno le entra la misma ansiedad que provoca el final del último capítulo de la temporada de una serie. En picado. Al vacío. Quieres más. Te asolan las preguntas. Añoras al personaje. Y el único remedio es volver a empezar por la página 1 y mirar todos los detalles que te has perdido en la ferocidad de haberlo devorado antes.

rebeca khamlichi

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