Algunas de las criaturas de Cristina Iglesias pueden tener orejas puntiagudas, nariz de cerdito y cola de sirena. Casi todas nacen niñas, pero se pueden transformar en niños sin traumas familiares ni titulares en los periódicos. Algunas son exactamente como sus padres los desean y otras pueden llegar a serlo con unos pocos retoques a precios razonables.
«Si quieren ojos muy realistas de cristal hechos a mano por nosotros, valen 150 euros; si no, van incluidos unos que compramos fuera. La piel puede ser de cualquier color. El pelo que les aplicamos no es humano, sino de alpaca muy suave. Un modelo es capaz de beber y hacer pis gracias a un mecanismo que inventamos y llamamos ‘drink and wet’; cuesta 260 euros adicionales», indica. «Las manos nacen cerradas, con los puñitos típicos de cuando los pequeños se frotan los ojos por el sueño, pero se pueden modificar y dejar abiertas. La mayoría pide sexo femenino, supongo que porque la ropa es más bonita y se les puede poner pendientes».
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Fotos: Mirko Cecchi
Cristina Iglesias habla de sus criaturas como un médico hablaría de una enfermedad rara o un astronauta, de la Tierra vista desde la Luna: de una forma muy natural, espontánea, casi fría, sin darse cuenta aparentemente de que lo que realiza puede resultar, como mínimo, curioso, si no impresionante, para alguien ajeno a su mundo.
[pullquote]La mayoría pide sexo femenino, supongo que porque la ropa es más bonita y se les puede poner pendientes[/pullquote]
Pero en el taller de Leioa, en las afueras de Bilbao, donde creó su empresa Clon Factory en 2014, que los bebés nazcan de un molde y tengan piel de silicona es un un hecho cierto, mucho más que los cuentos de lactantes entregados por cigüeñas o nacidos bajo las coles que nos intentaron vender en la infancia.
En ello trabajan ocho personas fijas y dos pasantes encargados de las diferentes etapas de fabricación de esas muñecas hiperrealistas conocidas como ‘reborn dolls’.
La gestación de una reborn dura unas horas, sin náuseas ni crisis hormonales. Lo primero que se hace es una escultura del cuerpo: el positivo de la matriz que luego se llena de silicona y se deja secar. Una vez listo, se abre, se saca con mucho cuidado, como si saliera de una barriga, y empieza la fase de personalización y embellecimiento. Al nacer, las muñecas pesan entre 2,4 y 4 kilos y miden entre 46 y 51 centímetros. Con unas tijeras pequeñas se elimina el exceso de material y se cumplen las peticiones específicas de la orden del cliente que suena a carné de identidad: piel clara, manos abiertas, pene, ojos verdes, pelo negro. Por último, se visten, se les pone un chip que garantiza su autenticidad y se les acuestan en una caja, envueltas en una mantita y acompañadas por un chupete y un biberón, listas para enviarlas a sus futuras casas.
«Empecé a hacerlas a finales del 2013 porque un día vino a mi antiguo laboratorio una chica que se dedicaba a pintarlas y me sugirió la idea. Al principio dije que no, pero después acepté el desafío». En esa época, Iglesias, una chica morena de 30 años, con el pelo largo y originaria de Cataluña, se dedicaba al oficio que había estudiado, primero en Barcelona y después en Madrid: los efectos especiales.
«La primera me salió muy mal y la segunda también», recuerda. «Era bonita, pero en el cine las cosas no se tocan. Estas tenían que ser más elásticas y poder moverse». Después de unos intentos, sus reborn comenzaron a nacer exactamente como los clientes las querían y el negocio salió adelante.
Foto: Mirko Cecchi
Hoy Clon Factory produce entre 30 y 35 muñecas al mes y en poco menos de dos años la fantasía de Iglesias ha sido capaz de dar a luz 13 modelos diferentes. Los llama con nombres de ciudades como Havana, Lyon o Berlín: «Depende de las características. Havana, por ejemplo, es mulata. Berlín tiene rasgos dulces y dimensiones pequeñas».
De cada modelo, la autora saca 100 ejemplares y el primero lo pone a subasta en internet. «En general, mis precios no son muy altos. Un Berlín, un Kyoto o un Miami valen 1.200 euros. Un Yala y un Sidney, 1.490 euros, pero en subasta un Sidney llegó a 2.900». Entre sus experimentos con más éxito está el muñeco animatrónico, que respira y succiona el chupete mediante un botón situado detrás de la espalda. Cuesta 4.000 euros, pero de momento solamente han sacado una edición limitada.
[pullquote]En el pasado se ha hablado mucho de las reborn. Decían que aliviaba el dolor de muchas mujeres que abortan o pierden a sus niños muy pequeños[/pullquote]
Entre sus compradores hay coleccionistas de arte y de muñecas o padres que quieren hacer regalos a sus hijos. «Una de mis clientas más excéntricas es una mujer iraní que vive en Estados Unidos. Colecciona arte contemporáneo e invierte en bolsa. Me manda fotos de las muñecas que compra para enseñarme dónde las pone y le encantan los prototipos extraños, como el niño avatar del que sólo hay 50 copias».
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El 60% de las ventas de Clon Factory se produce en EEUU y Canadá; un 20%, en España, y el otro 20%, en Europa, Australia, Japón y Emiratos Árabes. «Me gustaría ampliar las relaciones con los países árabes porque hay muchos coleccionistas ricos, pero creo que todavía no hemos encontrado las técnicas de comunicación adecuadas para llegar a ellos», admite Iglesias.
Exportar su negocio también le ha traído algún malentendido cultural. «Tengo una clienta japonesa que, después de comprar un Lyon, me comentó que le encantaría tener una muñeca con rasgos japoneses. Me documenté sobre las facciones de los niños asiáticos y le mandé un prototipo. Pasaba el tiempo y no me decía nada, hasta que un día explotó: “Este no es japonés. ¡Es chino!”. Fui a buscar en Google y me di cuenta de que hay muchas diferencias. Los bebés japoneses nacen delgados, con los labios finos, los ojos redondos, mientras que los chinos son gorditos, sus ojos son como líneas y sus caras planas». Pero gracias a este incidente diplomático surgieron Kyoto, Yala y sus hermanos y hermanas.
En el taller de Iglesias no se encuentran sólo referencias a un mundo de pañales, primeros pasos y leche liofilizada. Al lado de criaturas indefensas e inocentes, hay cadáveres, monstruos y animales. «Los efectos especiales siguen siendo mi pasión. Este año formé parte del equipo que trabajó en Nadie quiere la noche, ganadora de cuatro Goyas, y justo ahora estamos creando unos perros para un parque de atracciones en Panamá», cuenta Iglesias.
«Quiero diseñar elementos funcionales como prótesis y senos capaces de dar leche. Y también quiero meterme en el negocio de las muñecas sexuales porque llegan a precios increíbles», continúa. «Pero para que tenga sentido, necesito diseñar algo que sea mejor de lo que ya existe. Si no, será un fracaso. Igual que con las reborn, necesito captar lo que el cliente quiere y lo que va a hacer con ellas. Al principio me costó porque no pensaba que las fueran a usar para jugar o que, por ejemplo, las bañarían».
En el pasado se ha hablado mucho de las reborn. Decían que aliviaba el dolor de muchas mujeres que abortan o pierden a sus niños muy pequeños. Iglesias cuenta que no conoce a ningún cliente que busque consuelo en sus muñecas y que tampoco le importa lo que harán los hombres con las mujeres exuberantes que pueda crear en el futuro. Lo que hace ella es dar forma a su material, la silicona, para transformarla en algo que está en su mente, desdibujando cada vez más el límite entre fantasía y realidad. No es su responsabilidad si alguien llega a rebasarlo.
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