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¿Quién se ha comido la cola de la sardina?: La estrecha relación entre el arte y la comunicación

El historiador y crítico de arte Ernest H. Gombrich negaba la existencia del arte en una de sus obras más famosas afirmando que «tan solo hay artistas. Estos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra colorada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte […]. Hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del Metro».

La comparación es muy eficaz cuando en una sociedad tan avanzada tecnológicamente como la nuestra tratamos de entender los procesos persuasivos y convincentes a los que la comunicación social presta su apoyo. La influencia nace del ejemplo y la convicción del contagio. Pero el tamaño y dimensión del contagio no alcanzarían la dimensión social actual si no existieran tantas tierras coloradas con las que pintar los muros de la influencia pública.

A pesar de la tecnologización —o quizá gracias a ella—, los procesos de comunicación que empujan las empresas, las instituciones y las organizaciones sociales beben del arte de la creatividad y del talento de sus profesionales. Hay muchas obras que inspirarían el trabajo profesional de los que, desde el taller de la persuasión, diseñan, componen y difunden los mensajes con los que los actores de una sociedad moderna quieren generar convicción. Las huellas del arte son infinitas y las de la comunicación, efímeras. Pero ambas requieren talento para que el recuerdo no se pierda. O, aun cuando esté condenado a desaparecer, su impacto permanezca en nuestra cabeza, en nuestros ojos o en nuestras manos.

Cuando los profesionales de la comunicación armamos nuestras estrategias de convencimiento y persuasión, reproducimos a través del lenguaje escrito y audiovisual conceptos que impactan como los carteles del metro en la sociedad. No hay cánones.

El profesor norteamericano Harold Bloom no aceptaría establecer una analogía entre la condición efímera de la comunicación persuasiva (el mensaje, los canales de comunicación, los transmisores y legitimadores…) y la búsqueda de transcendencia que ambiciona el arte y sus creadores. Sin embargo, hay algo común entre los que nos enfrentamos a nuestros proyectos de comunicación y arte, y es la aspiración a ocupar la memoria de todos aquellos a los que conseguimos impactar. «La memoria es siempre un arte», decía Bloom.

El escultor italiano Peter Demetz es capaz, a través de sus esculturas, de llevar la mirada de los espectadores a un escenario que, a fuerza de darle la espalda, lo conmueven. La comunicación, para ser convincente, exige de sus profesionales talento para hacerse creíble. Lo que hace memorable el relato de las compañías o de las instituciones es que no sean iguales. Pero la revolución de lo inmediato —la condición efímera de casi todo lo que nos rodea— lo hace cada vez más difícil.

Sigmund Freud definía la ansiedad como la inquietud por el porvenir. A esa pulsión responde nuestra condición humana, tanto como comunicadores como receptores y difusores. Los artistas descomponen el mundo a base de talento e inquietud. Los comunicadores despedazamos la persuasión mediante la empatía hacia los receptores y la mirada crítica hacia aquello que comunicamos. Ningún consultor especializado en comunicación de crisis podría encarar una estrategia sin entender que por encima de todo lo que se comunica hay un propósito: la credibilidad, la legitimidad, la respetabilidad…

Hace ya unos cuantos años un gran amigo dramaturgo me dijo que nuestra industria fabricaba armas de persuasión masiva. Yo le dije que era cierto, pero que el convencimiento nunca se sostendría en el tiempo si su hilo argumental y narrativo no respondían a una verdad. El talento en la comunicación —como la fiesta en París— no se acaba nunca. Pero el crédito sí. Ese es quizá uno de los cánones a los que las empresas y las instituciones nos enfrentamos cada día.

En una de sus publicaciones, el escritor e intelectual gallego Miguel-Anxo Murado advertía de cuántas veces el arte había condicionado el aprendizaje de la historia con sus retratos. Con su brillantez habitual, Murado ponía ejemplos para quizá demostrar una vez más cuánto de esquiva puede ser la realidad. El mundo es complejo y a los que a nuestro alrededor tratamos de comunicar intereses e interpretaciones de lo que nos sucede, la prueba del tiempo suele acabar imponiéndose implacablemente.

El arte urbano actual es la forma más radical y evidente de demostrar los tiempos que vivimos y su condición efímera. El tiempo es una marea que no tiene freno. La calle tampoco. El arte urbano es y nace para ser consumido, pero no trascendido. Su contemporaneidad rechaza los cánones del pasado y, honestamente, le da la espalda al presente.

Banksy, Momo, Keith Haring, Srger (Sergio Gómez) o Muelle construyen la visión más radical de la realidad a través de su visión del mundo y de la calle. Su composición aporta al arte una forma menos conciliadora con el espectador y con los convencionalismos. Construye diversidad y pluralidad. Aire fresco. La comunicación, para ser persuasiva, exige conversación, controversia, contradicción y consistencia. Sin todo eso, la comunicación es impositiva. Para eso no se requiere talento, solo propósito de dominación.

Emmanuel Carrère, en su novela autobiográfica Yoga, se preguntaba: «Todo el mundo sabe que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta. Pero ¿y el más largo?». Ese es el lugar de encuentro en el que arte y comunicación adquieren una dimensión mayor: el arte de la persuasión. La sardina es un manjar muy concurrido en la pintura holandesa del siglo XVI. En sus retratos, los autores holandeses dibujaban con el color su cabeza y el brillo de su cuerpo. Viéndolos siempre me pregunté quién se ha comida la cola de las sardinas.

Alberte Santos Ledo es CEO de evercom (agencia creativa de comunicación y marketing)

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