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El coche de nuestra vida

He oído tantas veces la historia del día que mi padre fue a comprar un Clio… Llegamos en autobús. No recuerdo si fue el año que tiraron el Muro de Berlín o después. Yo era una renacuaja de seis años que jugaba con un yoyó mientras mi padre hacía preguntas al vendedor junto al coche:

—¿Este coche sube las cuestas?

—Sí, claro, sin problemas —dijo el vendedor.

—¿Y no se va para atrás?

—El abuelo dice que los coches suben solos —intervine—, ahora no hay que empujarlos.

Mi padre sonrió apurado, mientras el vendedor contenía una risa. 

—Con el Clio podrá subir las cuestas, aunque vaya con toda la familia y cargado hasta arriba —dijo el vendedor—. Está hecho para que pueda darle un buen tute.

—Y es más chulo que un ocho —dije con mi cabeza dentro del coche.

—Tendré que darle a su hija una parte de la comisión —dijo el vendedor.

—Cuidado, aprende rápido. 

El vendedor asintió. 

—Tengo otra duda… No se para en los charcos, ¿verdad?

—Puede pasar por encima de los charcos sin problema.

Miré a mi padre, esperando otra pregunta sobre sus temores al conducir, pero no la hizo. Tres o cuatro días después, recogimos el Clio del concesionario. Era color azul noche. 

—Papá, un poquito más rápido —dije desde atrás. 

—No quiero que le pase nada el primer día.

En el anuncio sale un erizo y el coche se para solo.

Recogimos a mamá de su trabajo en la peluquería, con su pelo frito y un peto vaquero. 

—Me encanta —dijo mi madre—. ¿Le habéis puesto nombre?

—Azulito —propuse.

—¿Azulito? —dijo mi padre.

—¡Si es que se ve! —protesté.

—Claro que sí —intervino mi madre—, si a tu padre le da igual.

—¿Nos acercamos al videoclub? —dije—. Con el coche está cerca.

  

*********

 

Esa tarde, mi padre telefoneó a su padre y a sus hermanos. 

—¿Todo sigue igual? ¿No hay obras?

Cuando colgó, dijo aliviado a mamá: 

—Iremos por donde siempre. 

—Qué bien —dijo mi madre con falso entusiasmo—. Seis horas de viaje cuando podrían ser cuatro. 

—Prefiero ir seguro.

—No sea que nos caigamos por un precipicio…

Era la única niña de la guardería que conocía la palabra «precipicio». Mi madre dice que la aprendí antes que «huevo», pero no tenía claro qué significaba. Para mi madre, un precipicio era un tobogán gigante de tierra; para mi padre, un precipicio tenía medio brazo de largo.

Pero entonces, los conductores no recibían información de la ruta actualizada al momento, y justo pocos días antes, habían comenzado las obras de mejora en la carretera que mi padre solía tomar. Las vallas le obligaron a tomar un desvío a la derecha y circular por un camino estrecho de tierra marrón que partía en dos un campo de olivos. A cada lado de la carretera, un surco seco.  

—Mira, precipicios —dije pegando mi nariz a la ventana. 

Mi padre redujo considerablemente la velocidad e intentó circular por el centro. 

—Un poquito de alegría —protestó mi madre.

Mi padre aceleró ligeramente hasta que vio venir de frente un tractor y resopló.

—Cabéis los dos perfectamente —dijo mi madre—. Y si nos salimos, no pasa nada, esto no son precipicios.

Mi padre volvió a reducir la velocidad pegándose ligeramente a la derecha. El tractor pasó por nuestro lado. Yo sonreí al conductor y él me devolvió la sonrisa. 

—¿Cuándo llegamos? —pregunté como diez o doce veces.

—Esta carretera es más larga que un día sin pan —dijo mi padre.

Tardé en entenderlo. Mucho más adelante mi padre se detuvo frente a una bifurcación: izquierda o derecha. Y se preguntó en voz alta a dónde acabaríamos.

—¡Elige tu aventura! —dije.  

—Tírate por uno y ya veremos —dijo mi madre.

Mi padre tomó el camino a la derecha, también de tierra marrón, y sin percatarse, pasados unos kilómetros, enlazó con la carretera que quiso evitar al principio, la que bordeaba una montaña.

—Vaya —dijo mi padre. 

—Ahora no vamos a volver, tira pa’lante —dijo mi madre.

—Papá, que no hay que empujarlo, que va solo.

Mi padre se incorporó a la carretera. A la derecha, en lugar de arañazos en la tierra, había toboganes.

—Vamos, tú puedes —decía mi padre dando golpecitos al volante.

—Qué exagerado —decía mi madre.

—Sube, Azulito —animé yo.

Y subimos, claro que sí. Y después, bajamos. 

—Ahora sí que está el coche más que probado.

Nada más llegar de noche, la abuela se apresuró a preparar una sartén gigante de patatas fritas y huevos.

—Mira, lo que le gusta a la gente de la ciudad —solía decir mi abuela cada año al recibirnos.

Mientras cenábamos en el patio, junto al pozo ya cerrado, mi padre narraba el viaje como si se tratase de una gran epopeya. A partir de entonces, siempre escogió el camino corto, con todas sus cuestas y precipicios. Recuerdo que, mientras me hundía en el colchón hecho de trozos de espuma, pensé: «Cuando sea mayor, quiero tener un coche como el de mi padre».

  

*********

 

Doce años después, ahí estaba yo, con las manos en el volante de Azulito, nerviosa pero emocionada. Frente a mí, una amplia avenida vacía en un polígono industrial, un domingo por la tarde tras la comida.

—¿Estás segura? —me preguntó mi padre desde el asiento del copiloto. Me había llevado hasta allí y luego intercambiamos los puestos.

—¡Claro que sí! 

—A mí no me importa llevarte todos los días a la universidad. 

—Papá, sería un rollo, te cansarías de ir y venir. 

—¿Tienes claros los pedales?, ¿el cambio de marchas? 

—Y los precipicios. 

—Insistes con los precipicios; eso ya pasó, ahora soy… 

—¿Un señor mayor? 

—Un joven, aunque sobradamente preparado, de 45 años. Anda, tira pa’lante

Quité el freno de mano, pisé el embrague y giré la llave. Arranqué a Azulito, que ronroneó como el primer día. Mi padre siempre ha sido meticuloso con el mantenimiento. Cuando ya había avanzado cien metros exclamé: 

—¡Geropa! 

—Pero sin correr —advirtió mi padre. 

Así comenzó mi primera lección de conducción. Decidimos no decirle nada a mamá; quería que fuera una sorpresa. Cuatro semanas después, con mi flamante carnet de conducir en la mano, fui a buscar a mi madre a la peluquería donde trabaja.

—¿Y esto? —preguntó mi madre, visiblemente sorprendida. Acababa de salir de la peluquería con un peinado de efecto mojado que ella misma había estado promocionando entre sus clientas.

—Para ir sola a la universidad.

A mi madre casi se le escapa una lágrima.

—¡Ay, cómo has crecido!

—Y toma café —añadió mi padre, como si revelara un gran secreto.

Para celebrarlo, los llevé a una pastelería en el centro para merendar.

—Lo estás haciendo muy bien —elogió mi padre, aunque no pude evitar notar cómo se agarraba la pierna derecha con la mano de vez en cuando.

Más tarde, mientras tomábamos café y pasteles, me soltó:

—Quiero que te quedes con Azulito.

La propuesta me pilló por sorpresa.

—Había pensado en comprarme uno de segunda mano, algo barato, con lo que gano dando clases particulares —le dije.

—Guárdate ese dinero. Azulito está bastante mejor que cualquier otro coche de segunda mano. Además, te tiene más cariño a ti que a mí; tú le pusiste el nombre.

Abracé a mi padre.

Cuatro años después, pasé lo que sería el último verano en el pueblo durante mucho tiempo. Nuestros abuelos ya no estaban con nosotros. La casa era nuestra, pero para mí siempre había sido y sería la casa de los abuelos, la casa de los padres de mi padre. Esa noche yo me encargué de las patatas y los huevos fritos, mientras que mis padres pusieron la mesa en el patio, junto al viejo pozo. Durante la cena, les conté que me iría una temporada fuera: había conseguido una beca para estudiar cine en París.

—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó mi padre.

—No nos habías dicho nada —añadió mi madre.

—Es que no estaba segura de que me la concedieran —respondí.

—¿Y cuándo te vas? —quiso saber mi madre.

—Después del verano, dije. Mi padre empezó a llorar.

—No llores, papá, París no está tan lejos —intenté consolarlo. Mi madre lo abrazó.

Mi padre se calmó al llegar los postres.

—Papá, voy a tener que vender Azulito.

—¿Por qué? ¿No puedes llevártelo?

—Ojalá pudiera. La verdad es que me sabe mal, porque es un regalo tuyo, pero con la beca no me llega y he visto que aún dan un dinero curioso por un Clio de 1990.

—Si tienes que hacerlo, lo entiendo. Pero quizás debería comprártelo yo, así no lo pierdes.

—No, mejor no. Tú y mamá tenéis otras prioridades ahora. No hace falta que me pagues nada. Una amiga de la universidad me lo va a comprar.

—¿La conozco?

—¡No!

 

*********

 

—¿Falta mucho? —Era la enésima vez que Daniel me lo preguntaba, lo habitual en los niños de 6 años. Unas veces lo hacía en francés y otras en español.

—Ya mismo —respondía cada vez.

Acabábamos de bajar del avión y nos dirigíamos a la zona de alquiler de coches. No había dicho nada a mis padres; quería que fuera una sorpresa. Al llegar al mostrador de alquiler, un hombre me ofreció varias opciones. Opté por un Clio híbrido, azul como mi Azulito.

—¿Le pones un nombre? —le pregunté a mi hijo.

Bleu.

Azul en francés. Nos montamos en el coche. Por delante nos quedaba una hora hasta el pueblo.

—¿Falta mucho? —volvió a preguntar Daniel.

Cuando me marché, esperaba volver en un año. Habían pasado diez. Por diversas razones no pude regresar a España antes. Mis padres solo habían visto a Daniel en fotos. A diez minutos de la casa, me detuve y llamé a mi padre.

—Papá, ¿qué te parece si nos vemos estas Navidades?

—¿De verdad vas a venir?

—Pásame a mamá.

Mi madre cogió el teléfono.

—Mamá, dile a papá que estamos cerca de la panadería de Loli. No quiero que se impresione mucho.

—Claro que sí —dijo mi madre como si tomara una cita para la peluquería—. Mañana a las diez, cortar las puntas. 

—Mamá, qué actriz eres.

—¿Has visto?

—Entonces se lo dirás despacito.

 

*********

Daniel y yo hicimos el resto del camino a pie con las maletas. Al llegar, mi padre ya estaba esperándonos. Lo abracé y también a mi madre, que lucía el pelo azul. Esa noche, nos pusimos al día mientras cenábamos patatas fritas y huevos. Tras recoger la mesa, en el momento del café, mi padre soltó:

—Mira, las mismas estrellas de siempre —observó mi padre. 

—¡Menos mal! 

—Las cosas buenas duran —añadió. 

—Como tú, papá —le respondí. 

—Ven conmigo —me invitó, levantándose de la silla

Seguí a mi padre. Entramos en el garaje.

—¡Azulito! —exclamé, incrédula—. ¿Pero cómo has…? 

—No fue sencillo dar con tu amiga —admitió. 

Lo abracé fuertemente. 

 

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