Aquella era una curiosa ciudad, pensó la viajera cuando comenzó a pasear por sus calles. Todo el mundo hablaba y se comunicaba de viva voz, pero en ningún lugar, por mucho que miró y miró, podía verse un solo rótulo o cartel. Tampoco había señales de tráfico ni placas que indicaran el nombre de las calles. Ninguna letra, ninguna grafía, solo ruido.
Sus habitantes parecían acostumbrados a aquella manera de comunicarse, que ellos veían como algo absolutamente natural. Pero para los forasteros, como era el caso de la viajera, tanta contaminación acústica resultaba insoportable. El ruido era constante, día y noche, y el descanso se hacía muy complicado, incluso para ella, acostumbrada a dormir en cualquier lugar. ¿Pero por qué demonios no recurrían a la escritura, como todo el mundo? Ahora entendía que no hubiera apenas extranjeros en aquella urbe infernal. Así que preguntó al recepcionista del hotel donde se alojaba. «Porque no sabemos escribir», respondió el hombrecillo mientras grababa una nota de voz en el registro sonoro de huéspedes con los datos del nuevo cliente que acaba de llegar. Aquella misma noche, la viajera reservó un vuelo que la sacara inmediatamente de allí.