«En principio fue el verbo», dice La Biblia. Es decir, la palabra asignada, denotada, literal. Un principio que se hizo muy largo, pues llevó mucho tiempo separarnos de esa literalidad que nos amarraba al suelo.
Al igual que sucedió con la música, la palabra retorizada comenzó a surgir gracias al ritmo del corazón. Fue ese ritmo quien nos inspiró para crear los primeros poemas (es decir, los primeros textos con cadencia). Y fueron esos poemas los que, a su vez, promovieron la retórica. Al tener que ajustar cada frase a una rima y una métrica, las palabras tuvieron que comenzar a ampliar sus significados literales para darle más opciones al poeta.
Y a partir de ahí es cuando se disparó la lírica, es decir, la palabra emotiva. Un salto que nos permitió comenzar a describir los sentimientos del mismo modo que antes designábamos un elefante o un volcán en erupción.
Los griegos, conscientes del poder persuasivo de esa nueva forma de contar, decidieron ordenarla para mejorar su manejo: la metáfora, la metonimia, la sinécdoque… Decenas de figuras retóricas cuyo fin último era potenciar el poder sugerente, evocador, de las palabras a través de la inteligencia compartida.
Porque para que una figura retórica funcione, precisa siempre de la complicidad intelectual entre un emisor y un receptor enmarcados, ambos, en un mismo contexto. Y es ese modelo de relación el que permite que las frases o las palabras se escapen de su literalidad inicial multiplicando su vibración hasta el infinito.
Veamos un ejemplo: cuando Santa Teresa de Jesús escribe en uno de sus poemas «muero porque no muero», el contexto le hace comprender al lector que la fundadora de la orden de las Carmelitas Descalzas repite la palabra «muero» con dos significados diferentes. El «muero» de morir y el «muero» de anhelar.
¿Y por qué lo hace? Pues para aumentar la carga emocional, creando una figura retórica gracias al contexto que construye el poema:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Es este juego retórico, es decir, literario, el que nos ha permitido compartir la subjetividad con nuestros semejantes. Describir no solo lo que vemos, sino también lo que sentimos. Nos ha mostrado por dentro y nos ha permitido mirar en el interior ajeno.
Sin embargo, la retórica, para alcanzar tal objetivo, precisa de ese juego polisémico en el que las palabras pueden significar muchas cosas diferentes o las frases pueden tener muchos sentidos distintos. Y es en ese juego donde se puede morir y morir para magnificar una ambición.
Así ha sido hasta la irrupción de lo políticamente correcto. Una nueva pauta de expresión que nos dice que ni la complicidad entre el emisor y el receptor ni el contexto justifican el doble sentido de las palabras. Que solo lo literal es admisible para que nadie se lleve a equívoco o pueda sentirse ofendido ante la ambigüedad de cualquier enunciado.
Es un nuevo mundo en el que los fanáticos de dicha corrección política se han cargado de un solo plumazo la historia de la literatura desde que Homero comenzó a escribir La Ilíada hasta nuestros días, creando un marco en el que jamás hubiera sobrevivido la transgresora parcialidad de Quevedo, Sade, Nabokov… o García Lorca.