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Ricos, acaparadores y egoístas

¿Qué fue primero, el huevo de la codicia o la gallina del egoísmo? Las personas de clases altas son más proclives a mentir y a llevar a cabo actos éticamente reprobables que los de clases más bajas. Es la conclusión de un estudio llevado a cabo por un psicólogo estadounidense y que ha tenido amplia difusión, y no poca polémica, en aquel país.

Paul Piff, autor del estudio, comprobó con diversos test y juegos con dinero simulado que cuanta más riqueza acumulaban los jugadores más deshumanizado se volvía su comportamiento. “El dinero —concluye el psicólogo— hace a la gente más egoísta, más aislada, menos empática y menos ética”.

Puede que esta conclusión no escandalice en un país católico y meridional, como España, donde el poderoso siempre ha sido sospechoso de codicia y corrupción, pero en Estados Unidos, donde la prosperidad es considerada el premio a la laboriosidad, semejante diatriba contra la clase alta es poco menos que un anatema. El rico americano lo es porque se lo merece y para justificar su status quo ha erigido todo un andamiaje de autojustificación sustentado por mitos ampliamente aceptados.

Uno de estos es el de la igualdad de oportunidades, y su corolario, la movilidad social. Sin embargo, los datos demuestran que solo el 16% de los que nacen pobres logran escalar hasta la clase media y el factor que mejor predice la riqueza de una persona es… el nivel de ingresos de sus padres.

Otro experimento llevado a cabo por el equipo de Piff consistió en comprobar el respeto por las normas de tráfico de los conductores en un stop y un paso de cebra. Los investigadores comprobaron que existía una fuerte correlación entre el modelo de coche y el desdén hacia otros conductores y peatones: el conductor del Hummer se comportaba como si el resto de los vehículos fueran obstáculos en la consecución de su objetivo, llegar primero.

¿Qué fue primero, el huevo de la codicia o la gallina del egoísmo? ¿Consiguen los ricos alcanzar su fortuna porque son capaces de pasar por encima de cualquier obstáculo o es la posesión de bienes lo que los vuelve codiciosos? Parece ser que ambos fenómenos se retroalimentan: por un lado, la simple acumulación de dinero es capaz de enardecer nuestra naturaleza más egoísta; por otro, las personas más ególatras y antisociales tienden a ascender en la escala social y —como haría cualquier padre— a transmitir sus valores a sus hijos.

Los ganadores de la lotería son un buen ejemplo de enriquecimiento desmesurado y repentino. Todos hemos fantaseado en algún momento con la idea de ganar la Bonoloto, echar una mano a amigos y familiares, tapar algunos agujeros, viajar…, pero lo cierto es que los auténticos ganadores de grandes premios reportan alejamiento de sus allegados, sospechas constantes sobre la intención de los otros y un asombroso miedo a perder su recién cosechado estatus. Curiosamente, los ganadores de la lotería retornan cinco años después del premio al mismo nivel de felicidad que tenían antes de conseguirlo.

En un entorno social en el que la ostentación es sinónimo de éxito es difícil abstraerse de lo que el filósofo Alain de Botton denomina ‘la ansiedad por el estatus’. La mitad de los jóvenes norteamericanos están convencidos de que se harán ricos a lo largo de su vida, una fe que choca inexorablemente con la realidad: el 1% siempre estará formado por… el 1%, una elite boyante, acaparadora y egoísta.

Mas información en: NY Mag

Este artículo fue publicado en FIVE (2012)

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