Sabido es que al hipersensible Marcel Proust, uno de tantos días que andaba de bajona, meterse en la boca una cucharada de té con un pedacito de magdalena lo retrotrajo de sopetón al pasado y le inspiró nada menos que las siete novelazas de En busca del tiempo perdido.
Proceso mental que queda reflejado con idéntica maestría, pero sin mediar palabra, en una película, Ratatouille, cuando el crítico gastronómico Anton Ego prueba el plato de pisto que le devuelve a la infancia con tal intensidad que deja caer al suelo el boli con que escribía sus demoledores comentarios.
También sabe algo del tema Fernando Ruiz-Goseascoechea, aunque en su caso fue al revés. La lectura le trajo de vuelta uno de los sabores de su infancia, cuando su padre regresaba a su domicilio en Barcelona desde su Bilbao natal con un paquete de papel encerado, en torno al cual se situaba su prole, expectante. Del paquete, una por boca no más, como si de una comunión profana se tratara, salían finas lonchas del más exquisito jamón del bueno, cuya marca nunca preguntaron a su padre.
«Algún día lo averiguaré», se prometió el pequeño Fernando. Pero fue pasando el tiempo y este periodista, consultor político y apasionado por la gastronomía nacido en Alhucemas en época del Protectorado de Marruecos se entregó a una vida nómada en la agencia de noticias Efe que lo llevó a Bolivia, Brasil, Panamá y República Dominicana, entre otros destinos.
Olvidadísima estaba su inquietud cuando la lectura casual de una entrevista con el dueño de la jamonería de cabecera de su padre le desveló que en su niñez no dejó huella la pata de un cerdo cualquiera, sino del mismísimo Rolls Royce de los jamones: Joselito.
«Tras muchos años se había hecho la luz, y los ojos se me humedecieron tontamente», evoca Ruiz-Goseascoechea en uno de los capítulos más emotivos de Los sabores de la memoria, libro recién publicado por Diábolo Ediciones.
Una obra que desde su misma portada deja claro su contenido, en un escaparate comercial y sentimental en el que conviven clásicos publicitarios como los porteadores del Cola-Cao, la chispeante chica de El Gaitero, las nevadas cumbres del Cacaolat y una foto del autor el día de su comunión.
Un perfecto resumen de lo que aguarda a quien se adentre en sus páginas, donde la biografía del escritor se impregna de los sabores que marcaron a su generación, entrelazados con profusas narraciones sobre las empresas alimentarias, una breve historia de los tratados de cocina, desde el de la marquesa de Parabere a las 1.080 recetas de Simone Ortega, y un detallado historial de la evolución de los mejores restaurantes de España en el último siglo, de Casa Nicolasa a El Bulli.
Sabores que, en un país tan cerrado al exterior como fue durante decenios la España franquista, están vinculados a un puñado de marcas muy concretas. Si hablamos de golosinas, por ejemplo, chicles como Dunkin, Bazoka, Cosmos, Bang Bang y Boomer, que como aún no había tiendas de chuches, se compraban en tenderetes y puestecillos ambulantes, generalmente a cargo de ancianos.
Los mismos que comercializaban uno de los pocos inventos españoles de éxito universal: el chupachús, uno de los nombres con que figura en el Diccionario académico el caramelo empalado ideado en 1957 por Enric Bernat para que los niños no se pringaran las manos.
Un producto que casi hace cierto un viejo chiste verde referente a su nombre, pues en principio se llama Chups. Fue la publicidad radiofónica, a base de repetir «chupa Chups», la que acabó rebautizando para siempre a la golosina cuyo logo diseñó Salvador Dalí, nada menos.
Esta es una de las decenas de anécdotas que trufan la sorprendente y desconocida historia de la industria alimentaria española, pródiga en pequeños empresarios que a partir de un modesto negocio familiar instaurado en pequeños pueblos, sobre todo catalanes y vascos, acabaron creando imperios comerciales.
Gigantes que llevaban el apellido de sus creadores, como Elgorriaga, Ortiz, Codorniu, Mahou, Damm, Gullón, Fontaneda o Knorr, siguiendo el modelo de colosos internacionales como Nestlé. Transnacionales que, en casi todos los casos, han acabado absorbiendo a las marcas españolas en los cinco o seis grandes grupos que controlan la alimentación mundial.
Los nombres de los productos también tenían su miga, en especial en la repostería. Así, el pastel Carolina, ideado por un pastelero bilbaíno para sorprender a su hija homónima en su cumpleaños. O la celebérrima galleta María, creada en 1874 en Inglaterra para conmemorar el matrimonio entre la gran duquesa rusa María Aleksándrovna y el príncipe Alfredo, hijo de la reina Victoria.
Aunque ningún sector ha dado más juego en naming que el de las bebidas. Como la misteriosa Mirinda, refresco español de cuyo creador nada se sabe, excepto que sabía esperanto, pues el nombre de esa soda significa admirable y maravilloso en dicha lengua. O la ley no escrita que dicta que los brandis españoles deben evocar glorias patrias, como Lepanto, Carlos III, Duque de Alba o Independencia.
Mientras que el universo del anís tiene al menos tres registros: regionalismo (Asturiana, Castellana, La Cordobesa, La Flor de Utrera, Rute, Chinchón…), toreros (Machaquito, Manolete, Chamaco, Bombita…) y fauna variopinta (El Tigre, Torito, Gato Negro, del Mono).
Los sabores de la memoria, que lleva el subtítulo de Marcas que dejan huella, tampoco olvida las campañas publicitarias grabadas en las circunvoluciones cerebrales de millones de españoles, como las que convirtieron a Tulipán en sinónimo de margarina, primero instalando en los pueblos un Gargantúa –tobogán que tenía forma de gigante arrodillado, por cuya bocaza entraba el niño para salir expulsado por donde están pensando– y años después con el anuncio televisivo en el que un helicóptero aterrizaba en el patio de un colegio para alegrar el reseco pan que se merendaba la muchachada.
Una época en la que olores y sabores, además de marcas, tenían ámbitos concretos, como las tiendas de barrio, los tradicionales colmados, ultramarinos y abarrotes, que poco a poco se desvanecieron ante los súper e hipermercados y ahora parecen regresar en forma de tiendas de exquisiteces.
O los cines de reestreno, con suelos alfombrados de pipas y en los que el galán de la pantalla se declaraba a su amada entre el metálico rasgado del papel de aluminio que envolvía los bocatas.
Espacios cargados de sabores, pero también de olor, desde el de los chorizos de Cantimpalos y jamones que colgaban del techo hasta el del bacalao, en los comercios, y en los cines, el pestazo a ambientadores e incluso a zotal con que se intentaba apagar los efluvios del público y sus tarteras.
Lugares, aromas y gustos perdidos ya para siempre en gran medida, porque los tiempos van ya en otra dirección. «Es impensable entrar en un gran supermercado y pasar por una zona donde huela a arenques ahumados. La cadena de frío, además, nos lleva a que los alimentos no solamente no huelan, sino que tengan muy disminuido su sabor. Eso pasa con frecuencia con la fruta de los grandes supermercados», indica Ruiz-Goseascoechea a Yorokobu.
Sin embargo, los humanos somos tercos y no renunciamos a atesorar recuerdos olorosos y paladeables. «En muchos restaurantes del mundo hay menús infantiles que siempre suelen contener lo mismo, a base de barritas de queso o de pollo rebozadas. Eso, a la fuerza, tiene que limitar mucho la memoria olfativa».
[pullquote ]Hay un cierto despertar de la memoria y la gente quiere encontrar marcas que consumía de pequeño, en un afán legítimo de recrear un tiempo pasado[/pullquote]
Pero a pesar de ello, el escritor, que reside en Santo Domingo, ha constatado que su hijo de corta edad y sus compañeros del cole «están construyendo, a su estilo, nivel y tiempo, su propia memoria organoléptica. Les oigo hablar de que Burguer King es mejor que McDonald´s, opinan que los mejores perritos calientes son los de Nathan´s y los donuts de Krispy Kreme son insuperables. Y seguro que de mayores recordarán esos sabores».
¿Y los adultos? ¿Hay lugar a la memoria en un ecosistema alimentario dominado por hipermercados en los que reinan las marcas blancas?
«Es muy difícil, precisamente la marca blanca la asociamos con el nombre de la gran superficie en la que la compramos. Pero se van construyendo nuevas memorias a partir de ellas, aunque parezca contradictorio. En Mercadona, por ejemplo, los productos de marca blanca ocupan el 43 por ciento del total del stock de venta, y ha llegado a constituir una marca con nombre propio, Hacendado».
«Ya hay listas de preferencias y mucha gente asegura que el mejor aceite de oliva es el que vende Hacendado, que la mejor carne picada está en El Corte Inglés, que hay un magnífico chocolate en el Lidl y que el mejor gel de baño lo encuentras en Carrefour».
«Pero hay elementos únicos e intransferibles, además del sabor y del momento al que lo asociamos en nuestra memoria», puntualiza.
«Uno de los elementos determinantes es la forma, el color y la textura del envoltorio, el packaging. Ese envoltorio es un elemento fundamental para hacer perdurable la imagen de marca de un determinado producto. Pensemos en la cajita de quesos El Caserío, una lata de galletas o incluso la forma de una botella de cristal de Coca-Cola clásica. Hay otros elementos excepcionales, como son los impactos publicitarios: desde la canción del Cola-Cao a los anuncios de Nocilla o de Donuts».
Eso explica que hay «un cierto despertar de la memoria y la gente quiere encontrar marcas que consumía de pequeño, en un afán legítimo de recrear un tiempo pasado. La persona que encuentra en el supermercado una caja de tortas de Inés Rosales, lo comparte con sus amigos. El otro día un conocido me comunicó emocionando que en un país de América Latina había encontrado en una tienda una botella de Mirinda».
¿Y podrán compartir recuerdos de ese tipo, como nos ocurre a quienes solo teníamos dos canales televisivos, las generaciones que acceden a cientos de cadenas e internet? «La infancia y la juventud está construyendo su propia memoria, como no podría ser de otra manera», opina.
«La publicidad es un mensajero y FaceBook, Instagram y las redes sociales también. Conocemos su carácter planetario, su velocidad y su poder inmenso de viralización, por lo que es muy probable que influyan determinantemente y ocupen espacios reservados históricamente a los medios de comunicación tradicionales».
«Estamos viendo cómo los periódicos y la prensa escrita cada vez tiene menos poder de influencia en la población. La televisión no es una referencia de confianza y credibilidad; te fías más de lo que te cuenta un amigo o un vecino en un chat. Es el clásico boca a boca de toda la vida».
A la vez, «con el uso de internet todos nos estamos volviendo un poco atolondrados e infantiles. Nos hemos aislado del mundo y vivimos las 24 horas una realidad que está entre lo real y lo virtual. Todo el mundo opina y comunica. Muchas veces opina y comunica alguien que no conocemos de nada y no tenemos por qué fiarnos».
«No olvidemos que detrás de muchos mensajes de TripAdvisor, como en muchos foros de la red, se esconden gabinetes de comunicación, empresas interesadas, la competencia o los mismos propietarios del local. Necesitamos despertar el sentido común y entender que no puedes creer ciegamente todo lo que te cuenta gente anónima».
La buena noticia es que en internet proliferan también las voces autorizadas. «Me encanta el equipo de El Comidista y soy muy fan de Ana Vega, ‘Biscayenne’, y sus reseñas históricas, a quien cito en el libro», refiere el Ruiz-Goseascoechea. «Un estilo que me gusta mucho es el de Gastronomistas, un equipo de periodistas de diversos medios que se escriben de gastrotendencias, restaurantes y viajes, desde una perspectiva muy interesante y con un lenguaje popular».
Lo que parece claro es que internet seguirá dando pábulo al food porn, esa sucesión infinita e inabarcable de fotos de todo lo que se zampa el personal. «Se ha convertido en un tic difícil de corregir», asiente el autor.
«La foto es lo de menos, se trata de compartirla cuanto antes para levantar acta de ubicación, no tanto de presumir, creo yo. Si vemos un accidente en la calle y lo fotografiamos, si nos encontramos un amigo en la calle y nos hacemos un selfi, ¿cómo no vamos a fotografiar lo que vamos a comer, si los a los españoles es lo que más nos interesa, junto al fútbol y lo que gana el vecino?».
Quién sabe si habrá ya alguien devanándose los sesos con la app que permita a nuestros teléfonos cruzar la última frontera y añadir la experiencia olfativa y gustativa. Porque hacer fotos a cuanto comemos y grabar vídeos brindando, vale, pues sí, está bien, y nos refrescará la memoria cuando empiece a fallar, en unos años, cuando peinemos canas a mansalva o no tengamos nada que peinar.
«Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo». (Marcel Proust, Por el camino de Swann).
2 respuestas a «‘Los sabores de la memoria’: un libro con olor a jamón del bueno»
Me ha encantado, quizá ya no me lea el libro ( es broma Fernando ) Es tan bueno y extenso el comentario, que por esto lo digo.
He comprado el libro y es una auténtica maravilla. Felicidades, Fernando.