Si el artículo empezara así: «Puedes dejar de comprar revistas en papel, eso no te hace parecer más guay ni más inteligente. Sentimos haberte confundido», el cerebro del lector sufriría una alteración. Se sentiría aludido y contrariado. Sabría que va contra la lógica editorial insultar a quien te da de comer, a quien tiene el poder de calificar los contenidos, recomendarlos o condenarlos; por lo tanto, deduciría que el significado es distinto al literal y que el artículo va a acabar defendiendo, de alguna manera, a los lectores de papel y, probablemente, zarandeando a los totalitarios de lo virtual o a quienes creen que en el gusto por la cultura hay siempre más postura que realidad. Entonces brotaría una complicidad, un clima de pertenencia al selecto club de quienes han comprendido el mensaje oculto que hay detrás de un sarcasmo.
Si ocurriera así, el lector pasaría de mirar una hoja que le aporta información a implicarse mentalmente, a sumarse a la batalla que le propone el artículo. Y todo sucedería en cuestión de segundos. El sarcasmo y la ironía, según distintos estudios científicos, son armas para el éxito laboral, social, erótico e, incluso, evolutivo.
Sin embargo, en los tiempos de lo políticamente correcto, ante el ejercicio de la mofa aparecen cientos de corazones heridos pidiendo justicia. El psicólogo social Jonathan Haidt y el presidente de la Asociación por los Derechos Individuales en la Educación Greg Lukianoff publicaron un artículo, The coddling of the american mind, en el que diseccionaban el mecanismo de la ofensa compulsiva. Se servían de la idea de ‘razonamiento emocional’, según la cual, asumimos como cierto lo que sentimos. De manera que catalogar algo como ofensivo no es una expresión de un sentimiento, sino de una acusación: «Es una demanda para que el hablante se disculpe o bien sea castigado por alguna autoridad por haber cometido un delito».
[pullquote]Usar el sarcasmo correctamente transmite inteligencia, según la lingüista Marina González[/pullquote]
Pero el sarcasmo debe defenderse porque no sólo sirve como herramienta de comunicación, sino como engrudo de cohesión social. La lingüista de la Universidad de Granada Marina González explica a Yorokobu: «Cualquier mecanismo que utilicen los hablantes en la lengua es necesario y rentable en alguna medida porque si no, desaparecería». En lingüística, por tradición, se habla más de ironía que de sarcasmo, de cualquier modo, en la figura retórica del sarcasmo, la ironía es una parte fija. «Es un proceso complejo», sigue González, «usarla correctamente transmite inteligencia».
Desde la lingüística, el estudio en profundidad de este recurso expresivo es muy reciente. Según define González, «la ironía es un caso de desdoblamiento del enunciador porque, cuando la aplicamos, lo que hacemos es imaginar una voz ridícula, que es absurda y cuyo mensaje nosotros reproducimos».
Investigadores de la Universidad de Haifa (Israel), capitaneados por Simone Shamay-Tsoory, trazaron la ruta neurológica del sarcasmo, el qué ocurre en nuestro cerebro. Primero el hemisferio izquierdo interpreta el significado literal; segundo, el lóbulo frontal y el hemisferio derecho identifican la contradicción entre este sentido literal y el contexto, y por último el córtex prefrontal, con toda la información, compone el verdadero significado.
Implica tantas ruedas del engranaje que la incapacidad sobrevenida de comprender los sarcasmos sirve como señal para detectar la demencia u otros deterioros neuronales. A esa misma conclusión llegó la neuropsicóloga Katherine Rankin de la Universidad de California (San Francisco), que a la vez ha afirmado que quienes no captan el sarcasmo no son socialmente hábiles.
Cada intentona sarcástica llega poblada de comunicación no verbal. Rankin observó un mayor alcance y amplitud de la frecuencia de voz, pausas más cortas y un alargamiento exagerado de las sílabas; además se intensifica el parpadeo y se amplifican las muecas. Igualmente, la especialista ha criticado el rechazo y las acusaciones que sufren los hablantes sarcásticos y ha destacado su importancia evolutiva. Al parecer, este recurso retórico servía a nuestros antepasados para diferenciar entre amigos e impostores, y contribuía a amalgamar la sociedad y a fortalecer las relaciones interpersonales.
[pullquote]La neuropsicóloga Katherine Rankin afirma que quienes no captan el sarcasmo no son socialmente hábiles[/pullquote]
La ironía mordaz no sólo demuestra creatividad, también la fomenta. Un experimento publicado en el Journal of Applied Psychology propuso a 375 alumnos de ingeniería que se imaginaran como empleados de atención al cliente y se les hizo asistir a conversaciones grabadas entre empleados y clientes. Un grupo escuchó charlas de tono neutro y otros escucharon discusiones claramente hostiles. Ninguno de los grupos resolvió satisfactoriamente el problema. No obstante, cuando los estudiantes oyeron una charla áspera aderezada con sarcasmo, solucionaron las incidencias con más destreza y, además, se concentraron mucho mejor en la tarea.
Por otro lado, el psicólogo de la Universidad de la Bretaña del Sur, Nicolas Gueguen, comprobó cómo el sarcasmo, en dosis moderadas, aumenta el potencial erótico. Gueguen escogió a 60 mujeres de edades comprendidas entre los 20 y 26 años. Cada una departió con un hombre irónico y, más tarde, con un hombre más seco y directo. Ellas no sabían que estaban implicadas en ese estudio y, cuando se les consultó, declararon que el sujeto que se desenvolvía con mordacidad les había atraído más.
La lingüista Marina González estudió el uso de la ironía en las tertulias políticas de la televisión y descubrió que su empleo acercaba al contertulio a ganar los debates. «Constituye una herramienta de cercanía con la audiencia muy potente porque si veo una tertulia y uno de los participantes usa la ironía, además de pensar que es más inteligente, en el momento en que interpreto correctamente el enunciado, me siento parte de una comunidad de interlocutores que somos capaces de manejar esos utensilios de la lengua. Genera sentimiento de afiliación», explica.
Además, esas expresiones permiten bordear el límite de lo políticamente correcto y dificultan la reacción del contrincante. «Dificulta mucho la reacción del otro: los ataques directos se contrarrestan atacando directamente, siguiendo la misma lógica, pero si se implica la ironía, primero tienes que interpretar el mensaje y el contexto y luego elegir la forma de responder. No todo el mundo sabe capearlo bien», analiza González. Y, en última instancia, en caso de que no cause el efecto deseado, facilita refugiarse en el significado literal de lo dicho.
[pullquote]La ironía mordaz no sólo demuestra creatividad. También la fomenta, de acuerdo con una investigación publicada en el Journal of Applied Psychology[/pullquote]
En lo político y lo social, más allá de las tertulias, el sarcasmo constituye un potente instrumento de rebelión. El escritor mexicano Alfonso Reyes escribió: «Mientras no se duda del amo no sucede nada. Cuando el esclavo ha sonreído, comienza el duelo de la historia». ¿Cómo podría sonreír un pobre si no es mirándose a sí mismo y al mundo que lo castiga con cierta ironía? Esta herramienta permite tomar distancia, analizar el cuadro del drama propio: ahí comienza a contemplarse la posibilidad de ser otro, la idea del cambio. Por eso, la religión siempre ha preferido la solemnidad a la ambigüedad verbal, porque la primera petrifica y la segunda libera, desestabiliza.
El sarcasmo no siempre busca el ataque hiriente, aunque sí el ataque humorístico. La escenificación de la brutalidad, al caricaturizarla, genera una inquietud, una duda y una sensación de maldad liberada e inocua que nos arrastra al descojone. Humoristas como Berto Romero lo usan con maestría. En su caso, desarrolla un sarcasmo autoenvolvente. Ataca muchas veces a los espectadores, se burla de ellos, pero no incluye marcas de contexto. Se crea una confusión extrema que sólo estalla en carcajadas por la fe del público en el carácter ficcional y servicial que se le supone a todo espectáculo.
El humorista e inventor de los Ultrashows, Miguel Noguera, se zambulle en los sarcasmos más pantanosos y consigue desatar ataques histéricos de risa: «Cuando teatralizo mi discurso delante de un público me dan arrebatos de ira, de agresión verbal gratuita. Más bien, es un sarcasmo absoluto, no hay distinción, no hay bandos, no hay rencor auténtico ni crítica refinada», cuenta a Yorokobu. Dice que son estallidos de rabia ciega contra las imposiciones sagradas. La infancia, la vejez, las enfermedades… «Lo odio porque para mí es sagrado también, porque se me impone, me somete, me preocupa y me duele».
La bondad, el respeto, la armonía social genera residuos, incomodidades; el ser humano necesita de la sorna para vaciarse de impulsos no resueltos que, si no se canalizaran a través de la expresión, tal vez nos empujarían a la violencia. El maestro Miguel Noguera lo ve claro: «Es un impulso destructivo que, aunque se tape, está. Si se prohibiera el sarcasmo, uno iría normal por la calle y, de repente, ¡PAM!, cogería unos cristales de un descampado y te los restregaría por la cara».