De la serie «Objetos ridículos para idiotizarnos», ha llegado el último grito: el palo del selfi. Ya saben, una barra con un soporte en el que colocar el móvil a una distancia suficiente para hacerte un autorretrato en el quepas por entero, quizá con alguien más. Nos ha atrapado la fotografía como a los malos de Superman 2 que vagaban por el espacio encerrados en una plancha de vidrio. No es difícil encontrarte con personas que caminan absortas en su imagen como una moderna versión de la madrastra de Blancanieves que se mira en el espejito de las redes sociales en busca de likes. Nos pasamos el día aplaudiendo por cortesía y buscando el aplauso fácil aunque sepamos que no es verdad. El gran teatro del mundo era esto, Calderón, un selfi global.
Claro que el autorretrato no es una nueva moda. Existe desde que el ser humano se pintaba a sí mismo en las cuevas de Sulawesi, El Castillo o Chauvet hace 40.000 años. El despertar de nuestra conciencia coincide con la necesidad de nuestra especie de representarse a sí misma para trascenderse, inmortalizarse y ser reconocida.
La diferencia es que el selfi se hace para compartir en la inmensa cueva de las redes, lo que genera una adicción compulsiva a ser vistos, además de convertirse en una enfermiza forma de control y culto a la imagen. El Gran Hermano somos nosotros. La paradoja es que en la época del yoísmo, somos más dependientes del otro. Tuiteamos, posteamos y subimos fotos a la red buscando la respuesta que nos haga sentir que otros nos ven, que no estamos tan solos. No es tanto narcisismo como soledad. El palo del selfi no es más que un gadgetobrazo que se alarga como una prolongación de ti para pedir un abrazo. Pero no del que está ahí sino del que no está.
Esa es la otra paradoja del selfi: que buscas compañía en el que no te acompaña. Pero tú tampoco estás aquí. Estás en la foto y ni siquiera eres tú, es tu imagen modificada por un filtro de tu galería de estilos. No existes porque estés viendo el mundo alrededor sino porque te miran desde otras partes del mundo.
El excéntrico pintor, performer y judoca francés, Yves Klein, anunció en 1948 que había firmado el cielo de Niza. No era un acto de egocentrismo sino un gesto dadaísta que hablaba de la aspiración del artista de abarcar el mundo y crear algo tan grandioso como la naturaleza, al mismo tiempo que ridiculizaba la obsesión por la autoría del artista moderno. Ahora la aspiración es filmarse y firmarse a uno mismo en un universo que cabe en una pantalla que cabe en una mano.
Con un palo, el hombre hizo fuego, un español hizo una fregona y otro, un chupachups. Con un palo y un móvil, nos convertimos en un caramelo que otros chupan hasta hacernos desaparecer como agua bajo la fregona, consumidos en la hoguera de las vanidades. Lo que se hacía para inmortalizarse y trascender, acaba convertido en un acto intrascendente en el que más que alcanzar la inmortalidad, nos vamos muriendo. Incluso hay quienes se han matado como Narciso al intentar hacerse un autorretrato más difícil todavía. Es el ejemplo extremo de cómo nos hundimos cada vez más en nuestro pálido reflejo.
Decía Sarte que el infierno son los otros, la mirada de los demás. No quiero pensar lo que hubiera dicho de conocer el selfi. Imagino el Averno como un lugar en el que todos caminemos con nuestro palo haciéndonos autorretratos para mostrárselos a otros que están como nosotros fotografiándose a sí mismos para compartirlo por la Red. Nadie en ningún sitio. Todos en el País de Nunca Jamás. Nuestras almas atrapadas en una fotografía como temían algunas tribus. Nuestros cuerpos convertidos en sombras.