La urbanidad nació un día de 1868, cuando instalaron el primer semáforo peatonal en Londres, cerca del Palacio de Westminster. El ser humano desde entonces se permitió abandonar su instinto de alerta y observación para hundir la barbilla cada vez más en el propio pecho: esa agachada de cabeza iba a ser una de las esencias de la modernidad. Ahora, distintas ciudades del mundo aprovechan los verdes, ámbares y rojos para concienciar a los ciudadanos y hacerles conectar con los problemas de la comunidad.
John Peake Knight, ingeniero de ferrocarriles, fue el culpable del primer semáforo. Quería regular el tráfico de caballos, que tampoco era demasiado abundante, y trasladó a la ciudad una señal ferroviaria. Durante el día funcionaba con dos brazos que se extendían y se bajaban para bloquear y abrir el paso. Para la noche se instalaron dos luces de gas, una roja y otra verde. Se destinó a un agente exclusivamente para que manejara el invento. Como todo cambio histórico requiere su cuota de drama, una noche estalló una de las luces e hirió al policía.
El ser humano, desde entonces, no ha dejado de delegar instintos y más desde la llegada del smartphone. Las autoridades de Augsburgo, por ejemplo, se han percatado de que los semáforos ya no se sitúan en la línea de visión de muchos viandantes y se han visto obligadas a instalar bombillas led en el suelo para evitar atropellos por ensimismamiento tecnológico.
Varias ciudades del mundo han empezado a rediseñar las luces que regulan el tráfico. Se persigue, por una parte, captar mejor la atención y, por otra, convertirlas en pequeñas protagonistas del progreso social: salvar la vida y, de paso, hacer la revolución.
En España, hay semáforos que comunican un mensaje contra la discriminación de género. El ayuntamiento de Valencia instaló en marzo los primeros 20 semáforos paritarios en los que vistieron con falda a los monigotes iluminados. Unos años antes, Jaén, Cáceres, A Coruña o Fuenlabrada ya colocaron algunos parecidos. Sin embargo, causó mayor revuelo la iniciativa de la Administración valenciana, ya sea porque se plantea alcanzar la paridad o porque era año electoral. Varios medios se echaron las manos a la cabeza y hasta hubo hombres que se sintieron lo suficientemente discriminados como para esforzarse en ridiculizar la idea: «¿Sólo pueden pasar mujeres y escoceses?».
La ciudad de Utrecht sustituyó la clásica figurita de luz por parejas homosexuales cogidas de la mano y con el corazón inflamado. El concejal que promocionó el proyecto confiaba en incitar a la reflexión a los peatones más reacios. Lo mismo había hecho Viena en vísperas del Eurovisión de 2015. Se buscaba celebrar la diversidad aprovechando el foco mediático del festival para impulsar al país a avanzar en legislación favorable al colectivo LGTB y equipararse a estados europeos como España.
El municipio mexicano de Santa Catarina sufre una fuerte tasa de violencia doméstica. La alcaldía, junto con otras acciones, confió en el potencial comunicativo de estas señales de tráfico y les trasladó parte de la labor de concienciación. Lo hizo siguiendo una extraña lógica y asociando la violencia en los hogares a un problema general de carencia de amor y felicidad. De modo que dibujaron corazones, caras sonrientes o palabras como «paz». Y, además, tirando de combinatoria, compusieron frases de estilo coelhista como «Hoy sé feliz».
Sin embargo, resulta extraño, y casi huele a timo, que la revolución de la conciencia sea promovida por las administraciones públicas. La ruptura de los esquemas de la normalidad ocurre siempre a espaldas de la burocracia. No iba a ser menos con los semáforos. Artistas plásticos o vándalos maravillosos los han aprovechado para reivindicar derechos; por ejemplo, el derecho a fumar hierba. Tanto en Buenos Aires como en Tarragona amanecieron un día con hojas de marihuana abriendo el tráfico a los vehículos.
En esta línea, el grito más malintencionado corrió de la cuenta del artista checo Roman Týc que mancilló 50 semáforos en una sola noche. Por toda Praga quedaron sustituidas las figuritas asépticas por imágenes que mostraban toda la crudeza de la cotidianidad: borrachos, madres con niñas, hombres cagando y meando, y hasta un ahorcado. Si la invención de los semáforos contribuyó a que dejáramos de vigilar a nuestro alrededor, Týc quiso usar los mismos instrumentos para echarnos a la cara lo bello, lo simple y lo terrible de la vida. La jugada le costó una pena de 30 días de prisión después de que se negara, en nombre del arte, a pagar una multa.
A pesar de eso, todo indica que los semáforos recibirán cada vez menor atención. Cambiar los monigotes puede impactar la primera vez, pero la capacidad de sorpresa caduca cada vez más pronto. Incluso la solución de Augsburgo de incrustar luces en el suelo, al paso que crecen las pantallas de los móviles, será inútil en poco tiempo. La próxima vez que se hable del tema será para anunciar aceras electrificadas que avisarán a los peatones del peligro del tráfico a base de calambrazos.
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