Alguien que me quiere bien me ha regalado uno de esos dispositivos wearables, una pulsera, vaya. Te la pones en la muñeca, te dice cuántas horas has dormido, cuántas de ellas han sido de sueño profundo, a qué hora te metiste en la cama, a qué hora te levantaste… Incluso podemos saber si tuvimos que ir a mear y a qué hora, y cuántos pasos dimos para hacer tal proeza a las cuatro de la mañana, después de haber trasegado siete birras la noche anterior.
La pulsera es monísima, y se sincroniza vía Bluetooth con el móvil cada pocos minutos para volcar la información procedente de su sensor, que vibra cada vez que uno cumple su objetivo diario (daily goal) de caminar, pongamos 15.000 pasos equivalentes a unos 10 kilómetros. Pero también se puede programar para que vibre cuando nuestro móvil reciba una notificación de Whatsapp o un SMS (ya en pleno declive, pero que todavía se envían).
Hasta aquí todo razonable, pero cuando retiré de la correa una especie de almendra plateada, que es el sensor propiamente dicho para alimentarlo vía USB a través de mi Mac, noté en la yema de mis dedos, mucho más sensibles que la piel de mi muñeca, una vibración interesante. Voy a detenerme aquí. Interesante.
Muy interesante.
Hmmmm…
No sé cómo se me ocurrió, o sí lo sé, aunque no lo voy a decir aquí, pero el caso es que tiré la pulsera a la basura y me metí el sensor almendrado, previamente bañado en aceite Johnson para niños, por el culo. Así, sin más. Y me fui a dormir.
Cada mañana, pues yo voy puntual al WC, no como esas atribuladas protagonistas de anuncios de fibra y cereales para mujeres que no pueden evacuar; recupero mi peculiar sensor supositorio, lo recargo y me lo vuelvo a introducir. A tal efecto me he hecho con un tamiz semejante a las cribas que usan los buscadores de oro para separar las pepitas del lodo.
Así, cuando alguien me llama, o al alcanzar mi daily goal, siento un estremecimiento por el que me consta que muchos pagarían dinero. El problema es que yo nunca sé cuándo me va a vibrar mi punto G. Puede ser en un taxi; en el metro, si estoy a finales de mes; o en la cola del Carrefour, o en el ascensor de casa, en la incómoda pero excitante proximidad de la vecina del cuarto.
Pero un día, por más que busqué y rebusqué entre mis heces, no hallé la almendra plateada. Por alguna razón se había alojado más en mi interior, más arriba, más adentro… Como la recarga vía USB dura casi un mes, pedí hora a mi centro de salud público, aunque no especifiqué el motivo de mi consulta, por razones obvias.
Mi proctólogo, a quien nunca había tenido que recurrir hasta ahora, ha resultado ser un profesional guapo y musculoso, con la mirada llena de dobles sentidos, que me introduce un cable USB por el ojete una vez al mes, y lo conecta al sensor para recargarlo, valiéndose para ello de las últimas tecnologías de colonoscopia.
Lo mejor es que lo cubre la Seguridad Social.