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¿Por qué lo voy a compartir?, lo mío es mío: El arraigado sentido de la propiedad en el ser humano

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Cuantas veces hemos asistido a esta escena: un niño pequeño en un parque está jugando rodeado de sus juguetes tranquilamente. De repente, otros niños se acercan y le cogen prestados sus juguetes para jugar con ellos. Probablemente, el niño dueño de los juguetes se lleve un gran berrinche ante esa usurpación de sus cosas; al fin y al cabo, esos juguetes son suyos y en su cabeza los otros niños no tienen derecho a quitárselos.

A esa indignación habrá que sumarle la regañina de su madre, que le recordará la importancia de saber compartir sus juguetes con otros niños. Pero, aunque nos hayan dicho desde pequeños que hay que hacerlo así, lo cierto es que compartir no está en nuestros genes.

Ahora pensemos en nosotros mismos, ya de adultos. ¿Cómo llevamos hoy en día lo de compartir? ¿Estaríamos dispuestos a compartir nuestro móvil, nuestro ordenador, nuestro coche, nuestra casa con un extraño, como con los niños del parque? ¿Y con un amigo o familiar? Probablemente, la respuesta mayoritaria sea no. Da igual que sean extraños o conocidos; y aunque alguno haga uso de su mente racional y piense que tal vez compartiría, su corazón le habrá dado un vuelco solo de pensar que se tiene que separar de sus cosas, aunque sea por unos minutos.

Porque el sentido de la propiedad está arraigado en nuestra naturaleza desde el principio de los tiempos. El concepto de propiedad impregna todo nuestro ser.

Probablemente, podemos hacer un recorrido de nuestra vida a partir de los objetos que hemos tenido o que hemos dejado de tener. Nuestra primera moto, donde llevamos a nuestro primer amor; el primer piso compartido con amigos, donde aprendiste a cocinar; las primeras zapatillas con las que corriste tu primera carrera; ese bolígrafo con el que firmaste tu primer contrato… Objetos que han ido escribiendo tu historia personal y que forman parte de ti.

Según Dan Ariely, tenemos ese sentido de la propiedad tan arraigado en nuestro ser debido a tres rarezas irracionales de la naturaleza humana. La primera rareza es que nos enamoramos de las cosas que ya tenemos. Esto ocurre porque para nosotros esas cosas no son cosas sin más. Esa mesa de la cocina que queremos vender no es una mesa de cocina como otra. Es la mesa donde desayunabas de pequeño. Recuerdas los tiempos felices en los que solo te tenías que preocupar de ir al colegio.

Esos momentos están incluidos en el valor que tiene la mesa y, por lo tanto, su precio tiene una carga emocional excepcional. El problema está en que para el posible comprador de tu mesa es solo una mesa de cocina de segunda mano. El valor añadido emocional solo está presente en una de las dos partes.

La segunda rareza es que prestamos más atención a lo que podemos perder que a lo que podemos ganar. Ya sabemos que el ser humano se enfrenta al sesgo de loss aversion, o aversión a la pérdida, y es que nos duelen más las pérdidas que las ganancias; exactamente el doble. Por eso, a la hora de vender nuestra preciada mesa de la cocina, pensaremos más en lo que perdemos al venderla, en todas esas memorias que hemos ido almacenando y que se irán con la mesa, que lo que vamos a ganar con ella. Un dinero que, ya anticipamos, nunca va a ser equiparable al valor emocional que tenemos en nuestra mente.

Y la tercera rareza es que suponemos que los demás verán la transacción desde la misma óptica que nosotros. De alguna manera, esperamos que la persona que nos va a comprar la mesa sea consciente de todo lo que esa mesa es capaz de dar. De las experiencias familiares que se han producido a su alrededor, de las risas, los abrazos, los besos que se han generado en torno a ella.

Porque desde nuestro punto de vista, es imposible que el comprador no vea el mundo desde nuestra perspectiva. Una perspectiva que, por otro lado, consideramos, que es la única válida. Sin embargo, el comprador solo se estará fijando en ese desconchón que tiene en un lateral, en que la madera está un pelín agrietada y que quizás es más grande de lo que realmente necesita.

Y a estas tres rarezas del sentido de la propiedad hay que sumarle una segunda derivada que también afecta en su valoración. Cuando hemos participado en eso que hemos hecho nuestro, le damos más valor.

Si esa mesa de familia que nos ha acompañado a lo largo de un tiempo es una mesa que hemos montado nosotros, como ocurre con los muebles de una conocida marca sueca, ese objeto no solo sumará todos los recuerdos y memorias vividas con él, sino también el esfuerzo de haberlo montado con nuestras propias manos. La mesa no solo reúne las experiencias que hemos vivido con ella, sino que suma nuestro esfuerzo, incrementando su valor subjetivo. Como bien dice Ariely, cuanto más trabajo ha puesto uno en algo, mayor será el sentimiento de propiedad que experimentará.

Así que la próxima vez que prestemos alegremente los juguetes de un niño en el parque y el niño se enfade, no olvidemos que el sentido de la propiedad está enraizado en nosotros y que compartir no está en nuestra naturaleza.

Raquel Espantaleón es directora de estrategia en Sra. Rushmore.

Raquel Espantaleón

Raquel, directora de estrategia de Sra.Rushmore, lleva 27 años trabajando como consultora de marca en agencias creativas. Pero lo que de verdad le apasiona es descubrir los misterios del funcionamiento de la mente humana: cómo pensamos y cómo tomamos decisiones. Entender qué escondemos en nuestras cabezas. Por eso es una apasionada de la economía conductual, que ha llevado al extremo, estudiando un máster en Perfilación Criminal e Inteligencia Emocional, para entender cómo funciona la mente de los asesinos en serie. Tiene una especial fijación con la dinastía XVIII egipcia y con Akhenatón, que fue el primer faraón que cambió el culto a un solo dios, Aton, el dios sol. Este se dice que fue el padre de Tutankamon y marido de Nefertiti.

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