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El sentido del ridículo de los españoles: ¿Mucho, poco o nada?

No existen estadísticas, ni siquiera se prodiga como fuente de reflexión. El ridículo, palabra que los diccionarios rezan que describe la situación en que una persona mueve a risa por una caída, un gazapo o cualquier otra circunstancia, parece no importar a nadie sociológicamente. Empero el ridículo es asunto muy serio.

Conocí en una pequeña aldea andaluza una situación trágica provocada por el ridículo: alguien había sido ridiculizado tan profundamente en un carnaval que acabó por suicidarse. ¿Es importante o no el ridículo? De principio está vinculado a la imagen de sí mismo —al self—, y por ende, a la autoestima. Partiendo de la base de que, al decir del sociólogo E. Goffman, todos los seres humanos actuamos teatralmente ante los demás, el problema reside en la pérdida de control que sobre nuestra representación significa el ridículo, quedando totalmente a merced del prójimo. Ante el ridículo manifiesto lo más que podemos hacer es callarnos o unirnos al coro de las risas provocando la autoirrisión.

Ante la pregunta de cómo anda el sentido del ridículo de los españoles cabe esgrimir que la cotidianidad nos ofrece abundantes ejemplos de su ausencia. Precisemos: algunos, quizás demasiados, miembros de nuestra notabilidad se muestran con frecuencia faltos de sentido del ridículo. Se revisten de una extravagancia que no comparte el pueblo llano, que llega al descaro cuando están inmersos en procesos públicos afirmándose tozudamente en inocencias y virtudes en las que pocas personas creen. Contrasta esta manera de ser con los nuevos pobres, surgidos de la clase media sitiada, que sufren grandes quebrantos morales, aguijoneados por la vergüenza y el ridículo, por el simplemente hecho de ir a almorzar a un comedor social.

Queda claro que en el llamado ‘pueblo’ quedan rastros más que visibles de un antiguo y arraigado sentido del ridículo. Si en los notables el sentido del ridículo resultase disminuido, como así lo parece, sería una noticia muy preocupante pues su desaparición nos estaría señalando el camino del vacío ético. Una primera y gran distinción se ha abierto paso en lo tocante al ridículo, entre los que van camino de perderlo y quienes aún lo conservan.

Sin embargo, los españoles, como colectivo, sin distingos de clase o posición social, no siempre fueron así. La vergüenza, fundamento del sentido del ridículo, tuvo sus días de gloria. La vergüenza pública era el justo castigo, la ausencia de honor. Un sentido del honor que obligaba, cierto, a guardar la honra de las mujeres de la casa, lo cual hoy se nos figura una antigualla del pasado, de un país cercado por los excesos de una masculinidad con frecuencia devenida de ‘machismo’.

Julio Caro Baroja (1960). Wikimedia.org

En cierta ocasión me tradujeron al francés el vocablo ‘majismo’ por ‘machismo’. A pesar de la mala traducción no iba descaminado el traductor en su intuición: el majo y el petimetre son personajes sociales que alardean de su masculinidad. Mas, también existe una honra, de la que deriva la honradez, y que supone autoestima, mirarse ante el espejo del sí mismo, del citado self, dándose cuenta de que no existe más pacto que con la buena fama.

Así pues, los antiguos españoles fueron gentes de honor. Lo atestiguaron los antropólogos. Julio Caro Baroja evidenció la íntima relación entre honor y españolidad en el siglo XVII. Escribe Caro que “la honra tiene su expresión social en lo que se llama ‘fama’ y la deshonra la tiene en la ‘infamia’”.

Hubo tiempo en que el sentido del honor, y sobre todo el de la fama, lo compartieron con el pueblo los príncipes y reyes del mundo. Como se puede comprobar en los ‘espejos de príncipes’, que servían para la educación de los hombres de Estado renacentistas y barrocos, la fama en vida, pero sobre todo la póstuma, que sufría la prueba definitiva de la inmortalidad, estaba ligada a una existencia honrada.

El intento de quebrar este mundo había venido de aquel tratado à rebours que fue El Príncipe de Maquiavelo. Por él, la traición, justificada como razón de Estado, tomaba el lugar de la fiel honra. Pero esto no era potestativo ni de la edad moderna, ni de los españoles, ni de sus príncipes. El honor lo registró el antropólogo británico Julián Pitt-Rivers en la Andalucía rural en los años 40 y 50 del siglo XX. Aquí comprobó que el “honor es el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a ojos de la sociedad”.

De ahí que la vergüenza sea el “deshonor aceptado y, por último, sentido”. El honor persistía sobre todo en las montañas, en los lugares donde la modernidad disolvente de viejos valores más tardaba en arribar. En ese camino no estábamos solos los españoles. Otros antropólogos también localizaron al juego del honor y la vergüenza pleno de vida en las montañas griegas y marroquíes, sin ir más lejos.

El honor, por tanto, era antiguo, ctónico, y a veces cabría asociarlo a las sociedades bíblicas pastoriles. En ellas, las mofas ligadas a la colectividad, que traen consigo la irrisión y que afectan al honor conduciéndonos al ridículo, eran una parte apreciable del humor vinculado sobre todo a los períodos festeros.

Curiosamente este complejo comienza a diluirse de la vida social española en el momento en que irrumpe la democracia con su sistema de valores citadinos que conllevaba el fin de las costumbres destiladas por la ensimismada, castiza y acaso rural España. Sostenía el mencionado Pitt-Rivers, constatando el retroceso del honor en todas las sociedades contemporáneas, que este “hoy, es una enfermedad cuyos síntomas aparecen solo cuando ya no existe”. Patología, en consecuencia, del pasado. Pero existen otros límites al ridículo…

Picasso. Wikimedia.org

La prudencia, todavía activa, es un freno al ridículo. Y ahí, quizás, los españoles hayamos sido y seamos aún pacatos sobre todo a la hora de aventurar. ¿Nos podemos imaginar a Picasso en su Málaga natal? Pues sí, pintando bodegones y paisajes sin sacar los pies del plato. Le seguimos los pasos a Barcelona, y ya es modernista. No se trata de una simple evolución motivada por la edad. Es también el afán de aventura que va in crescendo hasta llegar al París del Bateau Lavoir. Allá, Picasso, el joven malagueño errante, pierde los frenos del ridículo y deja volar su imaginación sin respeto a las normas que impone la prudencia.

Otro límite al ridículo es el pudor. Un folclorista español, Enrique Casas Gaspar, dio a la luz un texto sobre los orígenes culturales del pudor hace años, en 1939, titulado justamente El origen del pudor, que comienza con una frase cargada de sentido: “Los que derivan el pudor del uso de los vestidos traspasan a estos la dificultad de explicar su origen”. Y efectivamente, a tenor de esta dificultad, su libro carece de una sola hipótesis plausible sobre el origen del pudor, explicándolo por una pluralidad de causas.

Establecido el pudor como un freno cultural, del que carece el mundo animal, exhibirnos desnudos corporales, e intelectualmente nos deja en el mayor de los ridículos. Cuando los enemigos de Luis XIV querían ridiculizarlo con propaganda en su contra, hacían desaparecer de las ilustraciones del Rey Sol los ampulosos vestidos que disimulaban su maltrecha figura, los coturnos que elevaban su corta estatura, y la peluca, que ocultaba su pronunciada calvicie. El rey desnudo acababa así siendo atrapado por la ridiculez. El ridículo ha sido, pues, un contrapeso del poder en manos de sus enemigos.

Sin embargo, el principal recipiendario del ridículo es nuestro propio cuerpo. No hay nada más ridículo que un cuerpo que pierde su self y, por ende, su seguridad, cayendo, descontrolándose indebidamente. El cuerpo es la razón última de nuestras seguridades; el cuerpo es educado para no caer en el ridículo, domesticándolo, impidiéndose costumbres que fueron aceptadas en otros tiempos y culturas, como comer con las mano, eructar, ventosear, chasquear, etc. El cuerpo caído es un cuerpo vencido, ridículo, sometido al coro de risas del humor cósmico y cruel de los semejantes.

Charles Baudelaire (1863). Wikimedia.org

Uno de los terrenos donde el ridículo hace más estragos en una sociedad de alfabetizados es en el ortográfico. El miedo a cometer una falta es proverbial. Es una descalificación radical y contundente. Un buen amigo escribió para los franceses una obra titulada Une cause nationale: l’orthographe. Es tal el pavor a cometer faltas ortográficas que en ocasiones asistimos a situaciones risibles, como ocurrió hace bien poco en un programa televisivo: tres famosillos se empujaban los unos a los otros a una pizarra donde tenían que escribir una frase cualquiera con tal de no arriesgarse a cometer esa temida falta que los harían dar la vuelta al mundo del ridículo.

Los traspiés lingüísticos que denoten nuestra falta de habilidad cultural o idiomática también son motivo de irrisión, y en este freno nos refugiamos los españoles para justificar una supuesta, y no probada, falta de habilidad para el aprendizaje de las lenguas extranjeras.

El principio de esa irrisión la veía Bajtin en el cuerpo y lenguaje carnavalescos desprovistos de ataduras. Si bien siempre debe existir un punto de contención para evitar afectar a la dignidad humana. Difícil juego que Baudelaire hizo patente en su ensayo sobre el humor, sugiriendo poner límites a la irrisión desbocada. Así Honoré Daumier, cuando retrataba a los parlamentarios franceses de su tiempo, ridiculizando sus carencias morales a través de sus defectos físicos, tenía que disminuir la fuerza de su poderosa ironía.

Aun así sus burgueses plutocráticos son retratados con una cierta dosis de crueldad, poniendo de manifiesto a través de barrigas prominentes, labios lujuriosos o narices avariciosas, sus déficits morales. La antigua teoría fisiognómica de Teofrasto, que rezaba grosso modo que la cara es un espejo del alma, quedaba de esta manera rehabilitada como instrumento de crítica social a través de los mecanismos de la ridiculización.

Otro caso: uno de los secretos mejor guardados del Museo del Pueblo Español, hoy Museo del Traje, fueron, según me contaron, los patrones de sastrería conservados en el mismo, donde se procuraban disimular las taras físicas de los grandes prebostes del país. ¡La sastrería, razón de estado! ¡Quién nos lo iba a decir!

Quede claro que en lo referente al sentido del ridículo de los españoles ahora no estamos aislados. Que hasta en esto hemos quedado normalizados. E incluso es posible que al día de la fecha ya sea más conocido el homo hispanicus por nuestra falta de sentido del ridículo que por ser poseedores de un atávico sentido del mismo. De esta guisa hemos perdido la contención moral a la que obligaba el viejo sentido del ridículo, pero también hemos liberado fuerzas creativas latentes.

Imagen de portada: Disfraz de Luis XIV de Rio.com

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