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Sergio del Molino: «La España vacía no es una cuestión de lucha una determinada comarca. Es una cuestión filosófica, de principio de igualdad»

Ebanista de la palabra, su punto de vista sobre la posmodernidad capitalista que vivimos es más que necesario para tratar de entender este y afrontar el futuro surrealista que nos espera.

Periodista con un largo recorrido en la profesión, escritor con grandes premios en su haber (entre ellos, el Premio Alfaguara de Novela 2024), columnista en El País, locutor de radio en Onda Cero, pero también historiador y filósofo en potencia, por las historias que construye y reconstruye, y los poderosos conceptos que podemos encontrar en su obra, Con ustedes, Sergio del Molino

¿Cómo, cuándo, por qué y para qué empieza a escribir Sergio del Molino?

No tuve un momento de revelación ni de decidir que quería dedicarme a esto. Siempre me gustó la escritura, eso sí, y me recuerdo leyendo y emborronando cosas constantemente, pero sin una idea clara de dedicarme a esto. Desde niño, siempre he estado con la literatura a mi lado, pero sin vivir en una casa en la que hubiera una gran tradición lectora o literaria, sin nadie alrededor que se dedicara a esto. Me gustaba escribir, pero sabía que dedicarse a ello era una idea descerebrada, y no estaba dentro de mis planes, ni siquiera me atrevía a decir que quería hacer algo así. 

Lo que sí tenía claro es que era muy vago. Yo quería saltarme las constricciones de clase de mi barrio, donde la única forma de salir de ahí era estudiar y trabajar mucho, y no quería ni estudiar ni trabajar mucho. Y acabé estudiando periodismo porque, esto sí que es verdad, ahí sí que me metí en un equívoco, creía que, como se me daba bien escribir, podía dedicarme al periodismo, que era una forma de no trabajar, una forma de ganar un dinerillo, un sueldo, haciendo algo que no me costaba ningún esfuerzo. A partir de ahí, entre mis vocaciones literarias y demás, me fui decantando por ello y me vi metido en esto. 

La mía no es una historia de tesón, esfuerzo y vocación férrea a prueba de bombas, no. Entré en el periodismo sin vocación, me hice periodista vocacional y, por mis dotes como narrador y cronista, me fui decantando por la literatura de forma natural y, en un momento dado, me vi convertido en escritor y haciendo esto. Mi vida profesional es más una deriva que una forma de navegar. Por eso, cuando me llaman para dar charlas sobre vocación o cuestiones por el estilo, siento que tengo pocas cosas que aportar. 

Además, para mí, el camino, más que una vocación que te llama desde la cuna, tiene que ser algo más, porque las cosas no suceden así, y hablando con amigos que he hecho en el camino, he visto que las derivas son bastante parecidas: nos encontramos en esto, vamos viendo y, de repente, un día descubres que la vida te ha llevado a ser escritor. Y una vez que estás ahí, en ello te mantienes porque, a partir de entonces, la lucha es tenaz y defiendes tu vocación con uñas y dientes. Pero el momento de llegar ahí es mucho más improvisado e inconsciente de lo que parece. 

Sergio del Molino
© Diego Lafuente

Periodista reputado y opinador afiladísimo en un contexto en el que la opinión y la información están siendo banalizadas hasta lo absurdo, ¿cómo ves el presente y el futuro de tan bella labor como la del periodismo?

El periodismo nunca ha estado especialmente valorado. Al contrario, ha sido una profesión de canallas, señoritos y sinvergüenzas. No creo que en ninguna época haya habido padres sensatos que se hayan sentido orgullosos porque sus hijos se dedicaran a escribir. Ha habido momentos más o menos relajados, pero la anécdota que te voy a contar, que es de ahora, síntoma del momento que estamos atravesando, es un eterno: tengo amigos que son ejecutivos de grandes medios de comunicación y respiran aliviados porque han convencido a sus hijos de no estudiar periodismo.

Eso, que parece que es sintomático de ahora, desde mi punto de vista, es eterno. El periodismo siempre ha sido una profesión de segundones, de vagos, de pícaros… y esa mala fama siempre ha estado ahí. Unos la hemos llevado con mucha honra, otros han convertido la profesión en una artesanía, hay gente que se lo ha tomado muy en serio, pero la reputación de ahora no es mayor que la del pasado. 

El problema es que no se puede hacer información. En España, habíamos llegado a una cosa a la que había costado mucho llegar por nuestra trayectoria histórica y política –en la que, durante la edad contemporánea, se han encadenado diferentes guerras y dictaduras–, y era deslindar la información de la propaganda y, después, la información de la opinión. Lo logramos, habíamos conseguido hacer una prensa muy civilizada, mantener unos estándares al nivel del resto de naciones civilizadas que admiramos y no hacer nada que nos diera vergüenza. Pero todo eso se ha ido al traste, tanto en España como en el resto del planeta, porque el modelo de negocio está arruinado. 

«La gente que ha dejado de leer periódicos, en cierta forma, se ha excluido a sí misma del debate democrático. Si quieres enterarte, participar en lo que está pasando y ser un agente de todo lo que ocurre en tu país, no puedes hacerlo ignorando la prensa y el periodismo».

El modelo de negocio basado en la publicidad y en la audiencia, sobre todo en el reparto de la publicidad según las audiencias, se lo ha llevado Google, todo. Ha sido una operación de piratería absoluta porque han llegado unos piratas de Silicon Valley y le han robado todo el negocio a todos los medios de comunicación. Y el periodismo, sin una estructura de negocio, es inviable. El periodismo no es como la poesía, no es un arte, aunque tiene mucho de arte, porque, sobre todo, es un negocio, un oficio que solo se puede mantener con una estructura económica potente. Y cuando la estructura se derrumba, el oficio se va al cuerno y es muy difícil levantarlo. Sobrevive en algunas islas, pues sigue habiendo periódicos y periodistas muy buenos, pero no podemos sobreponernos a la crisis de reputación enorme que tiene el periodismo, que está muy vinculada también a muchos años de compadreo con la política y muchos años de horadar la propia credibilidad. 

Puedo parecer muy pesimista, pero, aun así, siento que todavía quedan reductos y voces muy interesantes. Y la parte salvable de la discusión democrática sigue estando en la prensa. Creo que la gente que ha dejado de leer periódicos, en cierta forma, se ha excluido a sí misma del debate democrático. Si quieres enterarte, participar en lo que está pasando y ser un agente de todo lo que ocurre en tu país, no puedes hacerlo ignorando la prensa y el periodismo, como hacen las personas –mayoritariamente jóvenes– que solo acuden a las redes sociales para informarse. Ahí está el germen de la desintegración de una sociedad democrática. Si no conseguimos que la gente recale en algún tipo de prensa –que no tiene por qué ser la prensa tradicional, sino otro tipo de medios, otro tipo de periodismo, pero sí algo regido por un canon periodístico, que tenga una deontología, un oficio reglado–, la democracia está seriamente amenaza, estoy convencido de ello. 

 

¿Cómo hacer para contrarrestar esta deriva?

Llegamos tarde porque esto que voy a decir igual habría que haberlo hecho hace unos años. Y es que nos teníamos que haber mantenido firmes. Era difícil, pero había que hacerlo porque un periódico –y cuando digo periódico, digo medio de comunicación en general– es algo que ofrece una interpretación y una visión del mundo. Y con esa visión, el espectador puede estar de acuerdo, puede discutir, disentir, matizar, muchas cosas, pero sabe que es algo que le están presentando, un relato que le está contando el mundo de una forma. 

Si tú renuncias a contar el mundo con tus herramientas y a interpretar lo que tú crees que es importante, y lo que haces es crear contenidos a la carta, y dejar que sea el espectador y el público quien decida lo que es importante y lo que no, y que te marque la agenda y los titulares, estás vendiendo absolutamente todo lo que tú tienes. Si procedes así, estás imposibilitando que la gente que no lee periódicos lo haga a la vez que estás expulsando a quienes leen porque les estás dando algo que no es lo que debería ser. 

Lo suyo habría sido que los medios de comunicación se hubiesen mantenido firmes en lo que son. Cuando uno se mantiene firme en la identidad de lo que es, a lo mejor no gana nuevos adeptos, pero preserva los que ya tiene. Y lo más terrible que le ha sucedido al periodismo es que mucha gente ha huido en desbandada, y que no ha conseguido atraer gente nueva. Pero, quizás, todavía no es demasiado tarde. Y si logramos mantenernos, si logramos mantener lo que somos y seguir haciendo lo que tenemos que hacer, forjando un criterio, eso irá calando. 

Los jóvenes no son jóvenes siempre, y siempre llega un momento en el que TikTok se queda corto y se necesita criterio. Y cuando llegue ese momento, es necesario que los medios estén donde tienen que estar para guiar la conversación adulta que toda persona necesita al llegar a cierta edad. Esa es la esperanza, la esperanza de ser fieles a lo que hemos sido para que, cuando te necesiten, te encuentren, porque lo dramático es que llegue el momento de esa conversación y, cuando tengan que encontrarte, no estés en ningún lado porque te has convertido en lo mismo que las redes sociales, con lo cual tu utilidad no tiene absolutamente ningún timón. 

«Los jóvenes no son jóvenes siempre y llega un momento en el que TikTok se queda corto y se necesita criterio. Y cuando llegue ese momento, es necesario que los medios estén donde tienen que estar para guiar la conversación adulta que toda persona necesita al llegar a cierta edad».

 

¿Y cómo ves el presente y el futuro de la escritura y la lectura? Porque ahí también hay tela que cortar…

Aquí también hay bastante catastrofismo, en la industria editorial, no en la literatura, eh. Pero la industria editorial ha conseguido remontar la crisis en la que se metió en 2008 como no lo ha hecho ninguna otra industria cultural. Lo que sucedió durante la pandemia, en la que se dispararon las cifras de venta de libros, y la forma en la que la industria se ha ido manteniendo y ha ido creciendo es algo que no ha sucedido en el cine, en el teatro ni en ningún otro ámbito. Probablemente, la industria del libro es la más saneada, la más potente y la más vigorosa de toda la industria cultural. 

¿Quiere decir eso que la literatura ha recuperado el terreno que había perdido? No. Evidentemente, hay una pérdida de influencia, pues el recorrido público de los escritores es cada vez más discreto. Ya no hay superestrellas de la literatura como las que había hace un tiempo. Pienso, por ejemplo, en la generación de Salman Rushdie, que en nuestro caso sería la generación de Antonio Muñoz Molina o Javier Marías, los últimos grandes escritores intelectuales que eran conocidos por todo el mundo, independientemente de que hubiera mucha gente que no los leía ni conocía sus libros, porque eran famosos. Ahora, los escritores somos más de nicho y tenemos una fama relativa y reducida a nuestros lectores, a la gente que nos conoce y nos ha leído, lo cual reduce sobremanera nuestra aura y nuestra influencia. 

Es verdad que hay muchísimas voces nuevas y muchísimos escritores, y que se lee más que nunca, pero también lo es que se lee mucha mierda, en el sentido de que ahora triunfa mucho la literatura fácil y es cada vez más difícil que emerjan propuestas audaces, que desafíen el gusto dominante o que intenten darle una vuelta a la convención. Actualmente, lo que más triunfa son novelas muy facilitas e historias muy cómodas que están destinadas a un pueblo crecientemente infantilizado. Cada año que pasa, conozco y reconozco a menos escritores. Antes, ibas a la Feria del Libro y, de una forma u otra, conocías a todo el mundo, y más o menos te sonaba; en los últimos años, y este año en especial, no conocía al setenta por ciento de la gente que estaba firmando, ni me había cruzado con ellos. De esta forma, quienes se supone que somos escritores, nos vamos arrinconando, nos vamos quedando reducidos a un nicho y se va creando una barrera enorme entre lo que leen los chavales y lo que lee un público más adulto o más literario, que son mundos que no se tocan, cuando antes sí se tocaban. 

Antes, por ejemplo, Ruiz Zafón podía ser un fenómeno de masas; tú quizás no lo leías, pero tu madre sí. Ahora, lo que leen tus hijos es totalmente desconocido para ti y vuestros mundos no se van a cruzar. Lo impresionante de lo que ocurre ahora es que se ha creado un mundo literario que, sin embargo, no es literario, sino muy banal, un mundo que no se nutre del mundo literario tradicional y no se comunica en ningún aspecto con él, ni tiene deseo alguno de pertenecer a este. Ruiz Zafón quería dominar el mercado y quería que le leyera todo el mundo, y si le ofrecían el premio Princesa de Asturias, no le parecía mal, pero los nuevos escritores y las nuevas escritoras que lo están petando ahora mismo entre la juventud no tienen el menor interés en saber qué premio es ese, ni les importa, les da igual y no tienen ningún tipo de aspiración al prestigio –que interesa a los escritores tradicionales–.

Entonces, la brecha que se ha abierto en el mundo editorial es profunda y, probablemente, vaya a encajonar a los escritores al gueto, un gueto dorado, cómodo, lleno de sillones amoldados y con lectores muy cultos, y con mucho dinero, porque los lectores que se me acercan últimamente es gente de una posición social más desahogada, por lo cual, creo, la literatura se está elitizando también. Mi esperanza en este sentido, desde una perspectiva egoísta, es poder jubilarme ahí, o sea, que la decadencia sea lo suficientemente larga y lenta como para que yo no tenga que reinventarme ni ponerme al día. 

 

Más allá de contar historias, tu labor como historiador también es más que considerable. ¿Cuáles son las razones por las que te apoyas en ella? 

Me interesa muchísimo la historia, tengo muchos amigos historiadores y, probablemente, si hubiera tenido un poco de voluntad y de inteligencia cuando me tocaba estudiar, hubiera estudiado historia y podría haber sido historiador. Pero utilizo la historia desde la literatura y nunca me muevo de ahí porque tengo mucho respeto por el oficio de historiador. Tengo bien claro dónde estamos los unos y los otros, aunque me gusta moverme en los territorios fronterizos, es decir, me gusta que los historiadores se acerquen a la literatura igual que a mí me gusta acercarme a la historia. 

Hay un terreno pantanoso, en la frontera entre los dos países, en el cual es muy divertido chapotear, y creo que a ellos les divierte también. Porque la historia es una disciplina científica y de método, pero también es una disciplina narrativa porque la historia es una narración y eso obliga a los historiadores a ser escritores, y a utilizar las herramientas de la narrativa y a preguntarse por el oficio de escribir, exactamente igual que lo que hace un escritor. Ahí, en ese momento, es donde nos encontramos. 

Y, claro, como a mí, como escritor, me interesa mucho el pasado, y sobre todo la huella que tiene el pasado en el presente, que es lo que a mí más me interesa, pues me apoyo en el trabajo de los historiadores, pero de una forma distinta, sin perder de vista que tengo el privilegio de la fabulación, que es una maravilla –porque puedo hacer lo que me da la gana donde el historiador se queda solo en el documento–. Pues la misión, lo que distingue a un historiador de un escritor es algo teleológico, algo de objetivo, y es que el historiador tiene el propósito de derribar mitos, es decir, hay una serie de malentendidos en la historia que el historiador desmiente, mientras que lo que hace el literato es justo lo contrario, crear mitos, porque cogemos la historia y la falsificamos. 

Entonces, en ese juego en el que unos construyen y otros destruyen, se crea un diálogo muy interesante que me gusta mucho. Los escritores también pueden derribar mitos, pero cuando un escritor derriba un mito es para construir otro. Por eso trabajo y creo conceptos como el de la España vacía, que son conceptos literarios, puramente literarios, con un sentido mitológico que habla de un origen, de un lugar… Y ahí es donde juego con el pasado, con la historia y con cómo nos contamos lo que somos, que es una forma de hacer literatura, y a mí me interesa la parte de la historia que tiene que ver con la literatura, con las formas narrativas, con decir: «bueno, ¿por qué nos contamos unas cosas y no otras? ¿Por qué nos fijamos en unas y no en otras? ¿Por qué nos mentimos? ¿Y por qué nos creemos las mentiras que nos contamos?» Estas preguntas también se las hacen muchas veces los historiadores.

Ahí es donde nos encontramos. Y yo me siento muy a gusto entre historiadores, me entiendo muy bien y tengo mucha afinidad intelectual con ellos, y me encanta que me inviten a los cónclaves de esta gente para hablar de historia y literatura porque es donde mejor me lo paso. Me entiendo muy bien con ellos, evidentemente con los que están más predispuestos al rollo que llevo y a mis juegos, pues luego, en la academia histórica, hay gente muy rígida y muy purista, pero también hay gente muy afín y gente muy abierta a todos estos debates, gente con la que hay cosas muy interesantes por hacer. 

 

¿Crees que la historia recibe la atención que merece? ¿Por qué deberíamos acudir más a esta disciplina? 

En España, la atención está muy descompensada. Hay historiadores que reciben muchísima y son unas verdaderas estrellas de rock, normalmente los de historia contemporánea y, en especial, los del siglo XX y, sobre todo, los de la guerra civil, que recibe una atención desproporcionada que nos impide valorar la historia como es. A mí, por ejemplo, me gustan mucho la historia y los historiadores del siglo XIX, que están un poco a la sombra porque parece que dicho siglo ha desaparecido del horizonte, a pesar de que está todo ahí. Y eso creo que provoca que los españoles tengan una visión distorsionada de la historia del país porque hace que nos adentremos muchísimo en el trauma de la guerra civil, lo cual nos impide ver algo que un historiador del siglo XIX tiene siempre muy presente, y es que el estado de guerra en España es prácticamente permanente desde finales del siglo XVIII hasta 1936, que la guerra civil es el colofón de muchas guerras. Y si tú entiendes eso, la mirada sobre España se te altera un poquito, relativizas y amplías mucho el foco. 

A mí me gustaría que prestáramos más atención a los historiadores de otras épocas, que, por ejemplo, mirásemos, sin irnos muy atrás históricamente hablando, al siglo XVIII, que el interés por la historia fuese más allá de la guerra civil, que lo ocupa absolutamente todo. Algo que está muy bien y que es comprensible, porque, además, refleja el enorme trauma que tiene todavía este país con la guerra, como no puede ser de otra manera, un trauma que costará disipar aun varias generaciones. Pero la historia es más ancha, se hacen unos trabajos estupendos, hay unos historiadores excepcionales que escriben muy bien y tienen mucho que aportar, y tenemos que prestarles atención. Siempre lo digo: si Tarantino leyera algún libro sobre el carlismo, te haría un peliculón que pa qué. Hay todo un mundo que está totalmente tapado y es muy injusto que solo una parte de los historiadores sean conocidos mientras que el resto siguen condenados a los muros de la academia. Hay tanto que aprender del pasado para comprender el presente que, si le prestásemos más atención, igual no nos pillaba tan a contrapié.

 

«Siempre lo digo: si Tarantino leyera algún libro sobre el carlismo, te haría un peliculón que pa qué».

Casi una década después de la publicación de La España vacía –y hace también casi un lustro desde que publicaste Contra la España vacía–, ¿en qué situación nos hallamos al respecto? ¿Cogió alguien el guante más allá del concepto y los titulares?

La de la España vacía es una cuestión muy amplia, es decir, se puede afrontar desde muchas perspectivas. Y yo tiendo a preferir el enfoque más político, un enfoque que tiene que ver con la toma de conciencia de un país sobre un problema que afecta a todos, un problema de ciudadanía, un problema de igualdad, que a mí es lo que más me preocupa y lo que nos concierne absolutamente a todos los ciudadanos, no solo a los que habitan en los lugares despoblados o más abandonados, porque que nos interpela a todos, ya que, si predicamos la igualdad y queremos que la ciudadanía en este país se pueda ejercer plenamente, no podemos permitir que haya zonas que se queden descolgadas y desconectadas. Aquí hay una deuda que tenemos que pagar todos. No es una cuestión de lucha local de una determinada comarca o una determinada provincia para que le hagan caso, sino una cuestión casi filosófica, de principio de igualdad, el principio de igualdad republicano. 

Desde este punto de vista, creo que se perdió una gran oportunidad, la cual estuvo a punto de darse, y te voy a explicar por qué. Los primeros compases del debate me sorprendieron mucho porque no es costumbre que un libro de ensayo provoque nada, ni en España ni en la mayoría de los países, pero una vez que lo provoca, me empieza a interesar y a gustar mucho la música que suena, pues veo que cada cual la lleva a su terreno e interpreta esta desigualdad desde diferentes perspectivas, unos más sentimental, otros más ideológica, otros más de práctica política, etc. Hay una confrontación de pareceres que es muy rica y que podía haber sido el germen de un debate nacional en torno a lo que te decía, en torno a la necesidad de apuntalar una igualdad que se estaba deshilachando. Y ese debate había que llevarlo a Madrid, a los puestos de decisión. 

¿Cómo llegó? A través del activismo, que llevaba mucho tiempo trabajando, desde los 90, en diferentes lugares, pero sobre todo en Teruel y en Soria, donde se había hecho un trabajo muy intenso y muy arraigado en la población, y los activistas aprovecharon ese ruido para convertirse en partidos políticos, en agentes políticos que se presentarían a las elecciones. Yo he criticado mucho ese paso porque la decisión de dejar de ser una plataforma cívica –para crear primero Teruel Existe y luego todo lo que vino después– hizo que perdieran el grandísimo poder de influencia sobre la agenda pública y de presión sobre los partidos políticos y sobre la sociedad que tenían, porque lo tenían –y creo que lo menospreciaron–. Ellos creían que se empoderaban y, en realidad, estaban renunciando a un poder muy interesante en democracia, el cual se ha desarrollado poco en la democracia española: el poder cívico, el poder de la gente que presiona desde la calle sin necesidad de sentarse en ningún escaño, pero obligando a posicionarse y a actuar a quienes los ocupan; porque eso también es democracia, y enriquecer la democracia, y llevar el debate a otros sitios.

En este sentido, siento que empequeñecieron el debate. Y lo empequeñecieron al crear un repertorio de programa, un programa muy limitado que tenía que ver con unas consignas muy maniqueas que hacían que un fenómeno muy complejo y global, como el de la despoblación y los éxodos rurales, se convirtiera en una cuestión de buenos y malos, de gente que vacía un lugar y de gente que es vaciada, con una retórica que funciona muy bien a nivel electoral, pero que no funciona en los debates. Evidentemente, esa no fue la única causa del “fracaso”, pero me parece que la decisión estratégica que tomaron, de pasar a la acción política, aunque al principio parecía que daba mucho protagonismo al asunto, en realidad era la forma de quemarlo, porque suponía no abordar muchísimas cuestiones que estaban encima de la mesa y que eran muy importantes a nivel ciudadano. Y, además, hizo que el debate, que estaba calando en las ciudades, terminara por ahogarse en ellas porque «si esta gente ya tiene su partido, pues que se apañen con sus cosas». 

Ha habido mucho oportunismo, han pasado muchas cosas y todo eso ha terminado por ahogar un debate que nacía en la sociedad civil y que no se ha desarrollado todo lo que podía, perdiendo la relevancia que debería tener en la agenda política. Y es una pena porque había mucho que hablar y había mucho interés en buena parte de la población española. Pero, por la ambición de unos pocos, nos hemos perdido ese debate, y no sé si es demasiado tarde para recuperarlo. Las oportunidades para crear debates así son muy escasas y breves. 

Dicho esto, lo bueno es que la idea de que todo esto es importante ha calado en la sociedad española, y que ha habido un cambio de sensibilidad. Por ejemplo, hay una cuestión que, aunque parezca muy banal, es de fondo, y es que un humorista como Marianico el Corto o como Paco Martínez Soria no tendrían ningún sentido en la actualidad. Es decir, el estereotipo de burlarse del paleto ha desaparecido y suena hoy tan intolerable y tan ofensivo como hacer burla de alguien por cuestiones raciales o de cualquier otro asunto; y eso, aunque parece marginal, revela un cambio profundo de sensibilidad, pues, hoy día, nadie se reiría de alguien que salga haciendo el paleto; ese humor ha desaparecido por completo y lo ha hecho porque, en buena parte, la gente ha tomado conciencia del estigma y ha tomado consciencia de que eso es valioso. 

A partir de ahí, podemos percibir cambios más sutiles, a menudo invisibles, que a lo mejor son insuficientes y no son nada espectaculares desde un punto de vista político, pero que son, realmente, muy relevantes. Y el país, en este sentido, sí que ha cambiado durante estos años. El debate ha transformado la mirada que muchos españoles tenían sobre el interior de España y sobre el campo, y eso probablemente sea un cambio duradero, un cambio que hay que aprovechar, porque el ambiente para retomar el debate está mucho más a favor ahora que hace veinte años. Los cambios en la sociedad siempre son a largo plazo y se van notando profundamente en pequeños gestos y pequeñas cosas.

«El debate (sobre la España vacía) ha transformado la mirada que muchos españoles tenían sobre el interior de España y sobre el campo, y eso probablemente sea un cambio duradero, un cambio que hay que aprovechar»

Mira que la ficción da juego, pero, como muestras genialmente en tus columnas, la realidad no deja de superarla, ¿cuál es el por qué de tan enigmático paradigma?

Bueno, nos ha tocado vivir un momento muy difícil, pero muy chulo para la gente que se dedica al oficio de las columnas, la verdad. Para empezar, vivimos en un mundo polarizado en el que es más importante decir quién eres –o qué bandera defiendes y de qué bando estás– que lo que dices. En el columnismo y en el articulismo, la cosa no va de banderías, sino de expresar una opinión, que se supone que es más valiosa cuanto más libre es porque su valor depende de no estar alineada, de que no se perciba quién o qué está detrás de ella. Pues, se supone o se suponía, que si el lector percibe que tú eres el portavoz, la correa de transmisión de una tendencia de opinión, lo que tú dices no es lo que piensas sino lo que piensan quienes te pagan. 

Sergio del Molino
©Jeosm

Y es que ahora estamos viviendo un momento tan desquiciado que lo que te piden y lo que te reprochan es precisamente eso, que no seas correa de transmisión. Es decir, cuando no saben qué hacer contigo, cuando un día consideran que eres un sanchista izquierdoso que está al servicio del perrogobierno y al día siguiente el mismo que te decía eso está llamando a la Moncloa para que te echen de El País porque vaya facha de mierda, cuando no saben por dónde cogerte, lo que te están exigiendo es que seas de unos o de otros, que seas coherente, que seas fiel a unos o a otros. 

Pero claro, las opiniones no funcionan así, tú no opinas por eso. Y yo no tengo ningún interés, ningún cargo orgánico, ni milito en ningún sitio, simplemente me dedico a compartir mi opinión con la gente, a la que le puede parecer más o menos interesante, o no, pero el único valor que tiene mi opinión es que es mía, y ya está. Y defender eso, hoy en día, es muy difícil, probablemente más difícil que nunca, porque no se valora; se valora mucho más la militancia, la adhesión, que la gente tenga la certeza de a qué bando sirves, ¿no? Y, claro, si no estás dispuesto a servir a ningún bando, estás jodido y vives siempre en la tensión, aunque yo no vivo mal en ella, porque me va la marcha. Me gusta la polémica, me gusta la discusión, no me desagrada el exceso de ruido, creo que un grado de conflicto es necesario en los debates, no me asusta discutir y me parece que la discusión forma parte de la democracia. Pero a veces fatiga mucho porque te ves obligado a explicar cosas que son obvias; y es muy desalentador participar en un debate en el cual todos los reproches que vas a recibir son ad hominen, sin argumentación alguna, sino sospechas de por qué dices lo que dices, sin que nadie se fíe. 

Yo digo lo que digo porque pienso que esto es así y porque así lo veo. Puedes no estar de acuerdo, pero es mi visión, no lo digo porque me hayan pasado una nota del comité del partido para que lo diga, lo digo porque así lo veo. Y en este mundo de sospecha, de partisanismo y de intoxicación constante, eso es muy interesante, pero también es agotador. Y entiendo que haya mucha gente que renuncie a opinar, porque hay que estar dispuesto a estar soportando una tensión constante y tener unas espaldas anchas, y no todo el mundo tiene por qué hacerlo, sobre todo la gente de la literatura, donde se supone que las cosas son más distendidas y donde uno no tiene que estar dando explicaciones todo el rato, ni estar sometido constantemente a estos vaivenes.

Es que entiendo que llegue un día en el que Aramburu se levante y diga «mira, yo paso de escribir columnas cada semana, que las escriban otros, que yo me voy a jugar con mis nietos» porque es un ciudadano y, como el resto de ciudadanos, tiene una opinión y es normal que no le apetezca escribir una columna si luego le van a amargar el día sin necesidad alguna. Pero, insisto, yo lo disfruto y no dejo que nada ni nadie me sujete, pues solo te sujetan si tú te dejas, es decir, la gente que se vuelve orgánica es porque quiere ser orgánica, y es muy fácil no serlo, basta con escribir lo que te apetezca en cada momento y, con eso, lo más fácil es descontentar a casi todos y no contentar a nadie. 

 

Viajado y leído, ¿a qué crees que se debe que en España nos den tanta tirria la cultura y el saber?

Pues creo que es un fallo estructural de educación, del sistema educativo, que ha fracasado sistemáticamente en crear ciudadanos que se interesen por la cultura. Y eso que, aun así, el interés es alto, porque yo me recorro España dando charlas por todas partes y en todas hay programación cultural. Va más o menos gente, pero siempre va alguien. He ahí la paradoja, porque tenemos una oferta cultural enorme, muy grande, muy generalizada y muy democratizada, y eso sí que es un logro democrático, un logro enorme, del cual mucha gente no es consciente –de la oferta que tiene, con un montón de recursos culturales, la mayoría gratuitos–. Yo vivo en Zaragoza y estoy muy cerca de un auditorio municipal que es un auditorio de primera clase, en el que he visto a las mejores orquestas del mundo por un precio tirao. O sea, tenemos una capacidad de acceso a cultura de primerísimo nivel como nunca hemos tenido en España, en todo el territorio. 

Pero el sistema educativo no ha conseguido crear una masa de ciudadanos que pueda disfrutar de todo eso. Y aquí habría que afilar más el análisis, pues si el sistema educativo fracasa tanto, ¿por qué lo hace? Son muchos factores y uno de los más graves es el desprecio y el descrédito que ha tenido la docencia en España. La figura del profesor, en la que hay que invertir mucho más –porque los maestros y los profesores son quienes forjan a las nuevas generaciones en la cultura y el saber–, está muy desprestigiada y ninguneada. Y en la educación ni se fomenta la brillantez ni se premia la entrega y el esfuerzo, ni nada. El gran problema aquí es el maltrato que han recibido los docentes en España, que son quienes pueden transmitir ese entusiasmo y crear ese tipo de ciudadanos. 

La Escuela Pública no ha tenido capacidad de captar a los más brillantes. No quiero que se me malinterprete por lo que voy a decir, pero, durante un tiempo, opositar a profesor de instituto en España fue una salida muy digna que, sin embargo, después se convirtió en la puerta de atrás, o sea, en el último recurso de muchas personas para tener un buen trabajo y sobrevivir. Evidentemente, no estoy generalizando –y esa es la razón por la que no quiero que nadie se me enfade–, pero un porcentaje considerable de quienes se dedican a la docencia han entrado en ella sin ningún tipo de vocación por la enseñanza y eso es lo que ha provocado que haya una masa de profesores que están ahí, dando clase, no porque quieran enseñar, sino porque no han encontrado salida en aquello que realmente querían hacer.

Y esa abulia, que sea tan difícil encontrar profesores que de verdad quieren dedicarse a la docencia porque les apasiona enseñar y el trato con los chavales, eso lo pagamos todos. El sistema educativo debería privilegiar y fomentar la vocación y eso solo se consigue prestigiando la profesión, haciéndola apetecible y haciendo que los mejores quieran ser profesores, que no se resignen a ser profesores. Es un problemón que, desde luego, no se soluciona con un chasquido de dedos porque requiere un trabajo a fondo que, tristemente, no se va a dar en el futuro próximo, pero es horrible y tenemos que actuar. 

«Que sea tan difícil encontrar profesores que de verdad quieren dedicarse a la docencia porque les apasiona enseñar y el trato con los chavales, lo pagamos todos. El sistema educativo debería privilegiar y fomentar la vocación y eso solo se consigue prestigiando la profesión».

Desde que empezaste a escribir hasta el presente, ¿cómo ha sido el viaje? ¿Qué queda del Sergio del Molino que empezó, qué le queda por hacer y qué se viene?

Quiero creer que queda mucho, que vamos cambiando a la par que evolucionamos. Sigo teniendo los mismos impulsos y las mismas emociones, y me sigue motivando lo mismo para escribir y compartir historias. No percibo grandes cambios como los que, por ejemplo, se dan en el ámbito de la música, donde puedes percibir cómo ha cambiado un grupo desde que saca la maqueta hasta su último disco. Es decir, no he cambiado en lo personal, pero estilísticamente y en un montón de cuestiones literarias, sí, porque me he ido moviendo y me he ido cansando de algunos ensimismamientos, sacando la cabeza y adentrándome cada vez más en terrenos que me fascinan y que me cuestan más hacer –porque no los he explorado–. 

Y, bueno, ahora mismo estoy escribiendo un libro que es muy ambicioso y que saldrá el año que viene. A ver si lo termino este verano o en otoño porque es un libro grueso, en cuanto a páginas y ambición. Y si no te cuento más es porque no puedo, que la editorial está esperándolo, y no quiero adelantarme a los acontecimientos. Pero vamos, tengo todavía qué escribir, pues hay dos o tres libros en la cabeza, y, para escribir dos o tres libros buenos, igual tengo que escribir veinte. 

No sé qué tiene que pasar en mi vida para que abandone la escritura y esta concatenación de proyectos. Así que, ya te digo, tengo cuerda para rato, para escribir esos libros y los que vengan porque, supongo, vendrán más por el camino, ya que, a mí, los libros, como la vida, se me van presentando solos. En la esquina veo un libro, en un pasaje, en un personaje secundario, etc. veo un libro. Y lo que le pido a los años es salud para poder seguir escribiendo. 

 

 

*RIZOMAS es un proyecto de Pedro José Mariblanca Corrales, historiador, filósofo, periodista y unas cuantas cosas más… Con un claro guiño a la filosofía de Gilles Deleuze y Felix Guattari –en la que la heterogeneidad, la diferencia, las multiplicidades, el encuentro, la ruptura y las líneas de fuga son las principales armas para escapar del mundo que vivimos y construir posibles en él–, este ha sido concebido para conversar y aprender con las personalidades más importantes de la cultura, el saber, la ciencia y la técnica.

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