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Sharknado o por qué nos gusta ser idiotas

Los placeres culpables no serían tan deliciosos si en el fondo no nos sintiéramos profundamente bobos al disfrutar de algo que evidentemente es una chorrada, pero que nos cautiva.
El fenómeno Sharknado es interesante porque ha roto muchos prejuicios. Demuestra que se puede ser cinéfilo, disfrutar de sesiones cultas de cintas de Tarkovsky, Resnais o Bergman, y gritar de manera enloquecida cuando el enésimo tiburón cae del cielo para devorar a la estrella de turno en un par de bocados.
Si usted ya sabe de qué va Sharknado puede saltarse el siguiente párrafo. Aun así, puede que encuentre algún dato que todavía no conoce.
Sharknado es una contracción de shark (tiburón) y tornado (eso mismo). Si el éxito de la saga continúa su ascenso imparable, no descartemos que nuestra perspicaz RAE termine sugiriendo el término «tiburonado», lo que viene a ser un tornado lleno de tiburones, que han sido absorbidos en el mar para después caer hambrientos y enloquecidos en áreas metropolitanas.
La primera entrega tuvo lugar en Los Angeles. La segunda en Nueva York, la tercera en Whasington, y para la cuarta, que está en preparación, el director quiere contar con Bill Murray, y mostrar sharknados en ciudades fuera de los EEUU, por lo que no descartemos un sharknado en Sevilla o en Bilbao.
Son películas de catástrofes, con un delicioso aroma a serie B, en las que sabemos que nuestro héroe no morirá. ¿Se puede pedir más? Por supuesto, pero entonces no sería un placer culpable. Lo mejor de todo esto es que estas películas no se estrenan en cines, sino en canales de TV temáticos, como SyFy, lo que podría abrir un interesante y esperanzador debate acerca del futuro del mundo audiovisual.
Será o no una coincidencia, pero en el 40 aniversario de la mítica Tiburón (1975), en la que Steven Spielberg demostró que una película cutre puede convertirse en una máquina de hacer dinero y divertir a millones de espectadores, la saga de Sharknado y su falta absoluta de pretensiones seduce a multitudes. Por otra parte, el cambio climático es un caldo de cultivo ideal para toda clase de historias que, como la que nos ocupa, alteren el equilibrio natural de nuestro maltrecho planeta y cause efectos impredecibles que los guionistas transforman en disparates sin complejos.
El director, Anthony C. Ferrante, fichó para encarnar al prota Fin Shepherd a Ian Ziering, que ya había cautivado a jovencitas en aquella serie generacional de Sensación de vivir. Ziering es lo que todo el mundo considera como un tipo majo: musculado, pero no tanto como Vin Diesel; guapo, pero no tanto como Robert Pattinson; simpático, pero no tanto como Bruce Willis. Sus principios morales son sólidos, y la sierra mecánica su arma favorita.
Este es el tráiler de la primera peli, la que inició la leyenda, y por la que nadie daba ni un dólar:

La evolución en la segunda entrega es evidente:
https://www.youtube.com/watch?v=qkWK3yxCWJg
Y no digamos de la tercera:

Aunque las tres mantienen una encomiable coherencia formal y todas están producidas por The Asylum, una compañía especializada en cine de género a la que, literalmente, le ha tocado la lotería, y en cuya web se puede ver un anticipo de su próximo lanzamiento. El tiburón gigante Vs. Kolossus, que mezcla género de robots con catástrofes, chicas con escote y destrucción sin fin a causa de un escualo monumental.
Si quieren saber qué aspecto tiene el director de esta franquicia desquiciada y refrescante, en la segunda entrega es el tipo que toca la guitarra en el metro, en la línea 7 que conecta Brooklyn con Manhattan. Con mensaje incluido, «La línea 7 nunca falla». Bueno, excepto cuando se inunda con aguas infestadas de bestias asesinas.
Créanme, es una gozada despojarse de prejuicios y decidir ver las tres pelis, no seguidas, pero sí en la misma semana. El canal SyFy las emite regularmente, y están disponibles en la red con facilidad. Como no se estrenan en salas, son menos vulnerables a la piratería, y aquí cabría hacer muchas reflexiones acerca de los derroteros que tomará la industria al distribuir contenidos de entretenimiento por canales menos convencionales.
Otra anomalía de esta franquicia es el control total que sobre sus películas ejerce el director, Anthony C. Ferrante, que además es el autor de la canción pegadiza de los créditos, interpretada por Quint, la divertida Balada del Sharknado.

En la tercera entrega, los sharknados arrasan Whasington, Charleston y Orlando. De hecho, hay secuencias rodadas a mayor gloria de la Universal, propietaria del parque temático que aparece en la peli. En esta ocasión el director hace otro cameo como jefe de operaciones de la NASA. El incombustible David Hasselhoff encarna al padre del protagonista, y la película se permite el lujo de incluir escenas en el espacio. Las explicaciones pretendidamente científicas que intentan abordar el fenómeno desde una óptica meteorológica son descacharrantes, lo inverosímil alcanza cotas nunca vistas, pero precisamente por eso es tan divertido sumergirse en estos tornados repletos de escualos voladores y hambrientos.
Rescatar la sierra mecánica, que alcanzó su cenit en La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), que había quedado un poco relegada en el el imaginario colectivo, ha sido un gran acierto, y ahora todas las celebridades de medio pelo se mueren por salir en la próxima entrega de Sharknado, devorados por un tiburón. Perez Hilton o Bo Derek ya lo han hecho en la tercera entrega.
En un panorama dominado por interminables e hipertrofiadas películas de superhéroes en todas sus formas, colores y tamaños, resulta muy refrescante la irrupción de nuevas ideas, aunque sean tan descabelladas como los tornados llenos de tiburones. Por todo ello, y en el caso de que usted todavía no las haya visto, aventúrese, elija el rincón más cómodo del sofá, sírvase una cerveza bien fría y abra su mente antes de dar al botón de «Play».
Porque ser idiota es delicioso… a veces.

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