Cabezas cortadas, cuerpos mutilados, cadáveres putrefactos, asesinos sedientos de venganza nublados por la locura, padres matando a hijas e hijos matando a madres. No, aunque parezca mentira, estas mórbidas imágenes no son el argumento de una película de terror condenada a la pequeña pantalla, ni mucho menos.
Esas escenas que nos aparecen tan horripilantes e innecesariamente explícitas fueron descritas hace aproximadamente 2.500 años y son el argumento de algunas de las mejores tragedias griegas.
Si a día de hoy uno lee a Sófocles, Esquilo o Eurípides, sin duda se sorprenderá del concepto de tragedia que, por lo visto, se manejaba en aquella época. Que nadie se espere una historia de romance, amor imposible y reencuentro donde al final, a pesar de los pesares y las pérdidas del camino, los buenos triunfan y se hace justicia poética. Las tragedias griegas se parecen más a una película de terror, como las producidas por A24, que a cualquier drama romántico de las últimas tres décadas.
Es más, se parecen todavía más a esas películas relativamente antiguas tan sangrientas y a veces absurdas, esas en las que siempre hay un asesino que va matando de forma brutal y sangrienta a adolescentes con las hormonas revolucionadas.
Este subgénero de terror es ya mundialmente conocido como slasher. La tradición establece que comienza con Halloween (1978), de John Carpenter, y avanza con las famosas sagas de Viernes 13, Pesadilla en Elm Street¸ Scream, Se lo que hicisteis el último verano y un largo etcétera de películas que no triunfaron lo suficiente como para verse transformadas en una producción infinita de secuelas.
Muchos habréis visto estos filmes y también muchos coincidiréis en que presentan argumentos absurdos e irreales, o personajes demasiado inocentes o incluso estúpidos. No es de extrañar entonces que, en un primer momento, nadie crea que estas puedan tener algo que ver con las tragedias clásicas.
Sin embargo, la experiencia de ambas es bastante similar. Al igual que nosotros, viendo una de estas cintas, a veces nos preguntamos cómo puede la protagonista no darse cuenta de que el otro personaje es el asesino, cuando es más que evidente, quizá podamos imaginar también a algún griego en el teatro de Atenas mordiéndose las uñas hace 2.000 años diciéndole a la persona que está sentada a su lado que cómo puede ser tan estúpido Edipo como para no darse cuenta de que Yocasta era su madre.
Quizá esta es la base un poco de todo. Ambos tipos de obras, los slashers y las tragedias griegas, están hechas para ser disfrutadas cuando ya sabes lo que pasa. Ambas obras cuentan con factores sorprendentes, sangrientos y morbosos que hacen querer dejar de mirar, pero a la vez imposibilitan apartar la mirada. Se presentan como moralistas y a la vez injustas, pues cuentan los devenires de personas que, a veces mereciéndolo y otras no, sufren desgracias sobrehumanas.
En ambas obras, de igual manera, conocemos a un héroe o a una heroína con la que todo espectador es capaz de sentir compasión, pero también temor, y tanto en las tragedias como en los slashers, nos encontramos frente a acciones que obligan al espectador a tomar partido y emitir sus propios juicios sobre si los personajes están actuando de manera justa o injusta, adecuada o inadecuada, sobre quién se merece el castigo y quién no.
¿Tanto se parecen las tragedias griegas y los slasher? Podemos ponerlo a prueba acudiendo a una de las mejores obras del género más moderno.
Scream (1996) estaba pensada por ser, por así decirlo, una parodia de su propio género, pues a pesar de tomarse a sí misma en serio, se basaba deliberadamente y de forma explícita en todos los estereotipos que caracterizaban este tipo de películas. Una de las escenas más famosas de la cinta es cuando el personaje de Randy establece las famosas reglas para sobrevivir en una película de terror, una forma de poner sobre la mesa todos los puntos comunes del género.
Bien, pues la sorpresa es que, igual que Randy, Sófocles también tiene sus propias reglas explícitas que dejan migas de pan (a veces tan evidentes que, más que migas, son hogazas enteras) sobre lo que va a pasar a lo largo de la tragedia.
Si en la primera entrega de Scream Randy aseguraba que todo aquel que se fuera a otra habitación diciendo que volvía en un segundo acababa muerto, en Sófocles vemos que aquellos personajes que se alejan lentamente y en silencio de la escena para meterse en una habitación cuando sucede alguna tragedia también van a morir.
Es el caso de Eurídice en Antígona o de Yocasta en Edipo rey. La mayor diferencia, sin embargo, es que en las tragedias griegas el asesino psicópata no es tanto una personificación de un trauma proyectada por un hombre con un arma y una máscara, sino más bien la abstracta idea del destino, de la maldición del hombre por su alejamiento de los dioses que, como una peste, va acabando uno a uno con los protagonistas.
Aunque los slasher son famosos por la ya mencionada tendencia a convertirse en sagas, esto tampoco es original del género. Ya también Sófocles se vio haciendo su propia saga con el llamado ciclo tebano, la trilogía compuesta por las obras Antígona, Edipo rey y Edipo en Colono.
Tampoco, entonces, las reglas de las secuelas son originales de este género de terror, ya que en Scream 2 (1997), el mismo personaje de Randy nos dice que, para que las esas segundas y terceras partes triunfen, siempre tiene que morir más gente y las escenas de muerte tienen que ser más elaboradas, con más sangre y más gore. Así, en Antígona, nos encontramos nada más empezar con un cadáver hediondo y putrefacto, el de Polinices, que presenta un grave conflicto.
Por un lado, Creonte, líder de la ciudad de Tebas, niega que haya que enterrarlo, pues ha sido un traidor. Por otro lado, Antígona, hermana del muerto y prometida del hijo de Creonte, está dispuesta a enterrarlo, pues no hacerlo sería una ofensa a los dioses. Vemos entonces como Creonte detiene a Antígona, que se suicida ahorcándose; pero al verlo, el hijo de Creonte y prometido de la muerta también se suicida, lo cual no lleva a otra cosa sino a que Eurídice, la mujer de Creonte y madre del suicida, decida nada menos que suicidarse también.
Aunque parezca que esto es el colmo de la muerte, los suicidios, las exageraciones y los malentendidos, no son sino el principio. Como si fuera un vidente que escuchó las palabras de Randy en la segunda entrega de Scream, Sófocles está totalmente dispuesto a aumentar el número de muertes e imágenes gore en las secuelas.
No es de extrañar que en las siguientes obras que escribiera podamos leer —por ejemplo, en Edipo rey— una descripción bastante gráfica de como Yocasta (que, por cierto, es la madre de Antígona), al enterarse de que su hija se casa con su propio hijo (Edipo), se ahorca y, al ver esto, su hijo y marido Edipo decide quitarla el broche de su vestido y clavárselo en los ojos hasta dejarse ciego.
Como en toda buena saga de terror, Sófocles nos presenta una línea familiar donde los hijos de aquellos que sufren están condenados por la propia lógica interna de la narrativa a ser perseguidos por el mismo sufrimiento, por el mismo monstruo (sea este un hombre con una máscara o la maldición de ser mortal), eso sí, siempre ampliando cada vez más el abanico de escenas sangrientas.
Pero si esto no queda claro, podemos atender a siguientes entregas, pues en la propia obra de Sófocles Electra nos cuentan la historia de cómo Clitemnestra y su amante Egisto se alían para, literalmente, abrirle la cabeza a Agamenón (su marido) con un hacha de doble filo. No contentos con el crimen, para evitar que el muerto se vengue de ellos, le dejan inoperante cortándole las extremidades y atándoselas al cuello, a la vez que dejan que las gotas de su propia sangre que caen del hacha se sequen en su cabeza como símbolo de que la culpa de tal crimen recae sobre él mismo.
Como decíamos, al igual que en los slasher, en las tragedias griegas el pasarlo mal parece que es cosa de familia. Así, la escena descrita anteriormente parecería cruel, y uno podría incluso llegar a sentir lástima por la víctima, si no fuera porque, como se nos cuenta, años antes el propio Agamenón había matado al marido y al hijo recién nacido de Clitemnestra para tomarla como esposas, y un tiempo después había sacrificado a una de las hijas que tuvieron juntos para poder marchar a la guerra de Troya. En fin, si, como dice el refranero español, en todas las casas cuecen habas, la de Agamenón tenía que tener el puchero más grande de toda Grecia.
Pero por si había dudas sobre dónde podemos encontrar más asesinatos, si en un slasher noventero o en una tragedia griega, Sófocles lo deja claro haciendo que al final de Electra, el hijo exiliado de Agamenón vuelva para acuchillar a Clitemnestra y Egisto en el mismo lugar en el que estos mataron a su padre. Nadie puede negar entonces que los protagonistas de Halloween o Viernes 13 parecen unos afortunados, en comparación con las familias de las tragedias clásicas.
¿Es posible imaginarse a cientos de personas en un teatro griego disfrutando de la visión de un hombre degollando a su propia madre, de otro hombre sacándose los ojos o de una sucesión de suicidios familiares? No es solo posible, sino que es bastante fácil.
Hoy millones de personas acuden al cine o se reúnen en sus casas para ver películas de terror una y otra vez. Este fenómeno no se puede achacar solo al morbo y al gusto por lo sangriento, hay algo más. Al igual que las tragedias griegas, las películas de terror muestran los límites de la civilización y las leyes de los hombres, nos muestran el caos que desatan fuerzas que somos incapaces de comprender y que no pueden ser vencidas con prudencia; nos ponen frente a la imagen de nuestra propia mortalidad, nuestra inmoralidad y nuestro abandono.
Tanto las tragedias de los clásicos como los slashers de menos presupuesto coinciden en una función, alertarnos de que al mal, a la irracionalidad y al caos nunca se les puede vencer de forma definitiva.
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