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¿Solucionará la inteligencia artificial nuestros problemas de soledad?

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El pasado abril, el doctor Vivek Murthy, que encabeza el sistema de salud estadounidense bajo el cargo de cirujano general de Estados Unidos, escribía en el New York Times que la extrema soledad a la que se enfrenta su país había alcanzado el grado de epidemia.

«Cuando la gente está socialmente desconectada, sus riesgos de ansiedad y depresión aumentan», añadía, «igual que el riesgo de enfermedades de corazón (un 29%), la demencia (50%) y los infartos (32%). El riesgo extra de sufrir una muerte prematura asociado con la soledad es comparable a fumar diariamente, y podría, incluso, ser mayor que el que se asocia con la obesidad».

Según el doctor Murthy, «la soledad es un sentimiento común que experimenta mucha gente» y que actúa como un aviso, como «el hambre o la sed». Una llamada de atención del cuerpo que nos dice que «nos falta algo que necesitamos para sobrevivir».

Los datos también apuntan a que vivimos tiempos solitarios. En Estados Unidos, el país del doctor Murthy, antes de la pandemia del covid, la mitad de los adultos declaraban experimentar soledad. En 2022, uno de cada tres adultos europeos decía haber sentido el peso de la soledad en algún momento del mes previo. A la vez, más de un 13% declaraban haberlo sentido durante todo, o la mayor parte del tiempo.

Estamos muy solos, y no deberíamos estarlo. En las dos últimas décadas, la conectividad del mundo ha crecido de manera exponencial. Hoy, podemos hablar con personas que están en la otra punta del planeta, en cualquier momento. Podemos hacer llamadas con vídeo con un aparato que cabe en un bolsillo. La interconexión es total y constante. ¿Por qué, entonces, se está generando una epidemia de soledad?

LA SOLEDAD

Los seres humanos son criaturas sociales que, si han llegado hasta donde están —estamos—, es, precisamente, por haber sido capaces de cooperar y entenderse. Eso, de momento, no parece haber cambiado. Al menos, no desde un punto de vista evolutivo. Según la teoría del profesor John Cacioppo, especializado en neurociencia social, y conocido como Dr. Loneliness (Dr. Soledad) por sus aportaciones al estudio del aislamiento, poder sentir soledad sería un rasgo compartido con otros primates de carácter evolutivo.

En el pasado, estar solos nos convertía en una presa fácil para depredadores y grupos rivales. Entonces, la pertenencia a una comunidad habría sido un atajo para garantizar la supervivencia. El aislamiento habría supuesto una muerte casi segura. En ese contexto, nuestros cuerpos habrían evolucionado para codificar ese comportamiento en nuestro organismo y provocar una señal de alerta.

Cuando la soledad aparece, entramos, literalmente, en modo de emergencia. En palabras de Cacioppo: «Durante milenios, la hipervigilancia como respuesta al aislamiento se grabó en nuestro sistema nervioso para producir la ansiedad que asociamos con la soledad».

Pero hay que distinguir. La soledad en este contexto se refiere al desajuste entre las conexiones que se tienen y las que se quieren. No es el simple hecho de estar solo. Se puede, perfectamente, ser solitario y no sentir soledad. La ansiedad asociada a la soledad solo afectaría a aquellos que sienten que están solos o que les faltan unas conexiones profundas.

Hay otras teorías que apuntan a que la soledad es, en realidad, un problema moderno. O al menos con la concepción que tenemos actualmente del término. Esa es la tesis que defiende Fay Bound Alberti, historiadora británica, que escribe:

«La noción contemporánea de soledad surge de las transformaciones culturales y económicas que han tenido lugar en el Occidente moderno. La industrialización, el crecimiento de la economía de consumo, el declive de la influencia de la religión y la popularidad de la biología evolutiva han servido para enfatizar que es el individuo el que importa, y no visiones tradicionales y paternalistas de una sociedad en la que todo el mundo tiene un lugar».

Esos cambios que menciona Alberti, producto del desarrollo humano de los últimos dos siglos, habrían alcanzado en las ciudades capitalistas modernas (con mayor virulencia en función del grado de individualismo de cada país) su culmen.

¿ESTAMOS CREANDO SOCIEDADES QUE FOMENTAN LA SOLEDAD?

Es imposible separar la soledad del contexto en el que se desarrolla. Para empezar, las condiciones necesarias para la supervivencia hoy son diferentes a las que había cuando dejamos de evolucionar. Así, la supervivencia de una persona en Madrid hoy es una tarea completamente diferente de la supervivencia de una persona hace 800.000 años en la sierra de Atapuerca. Ahora, por ejemplo, compramos comida en vez de cazarla si tenemos hambre, y encendemos una lámpara en vez de prender una antorcha si necesitamos luz.

Al mismo tiempo, la exposición al conflicto con grupos rivales se desarrolla de una forma diferente. En el siglo XXI, que la competición por los recursos se realice entre naciones en vez de entre grupos rivales de menor escala conlleva que en la mayoría de los casos la amenaza se haya alejado físicamente. La pertenencia a una comunidad hoy es menos necesaria para sobrevivir de lo que lo era antes. Para cubrir nuestras necesidades—especialmente en los entornos urbanos— acudimos con frecuencia a desconocidos. A la vez, las ciudades se han convertido en entornos ultracompetitivos donde peleamos entre todos por todos los recursos (de ahí, por ejemplo, la escalada de precios de los alquileres en ciudades como Madrid, Berlín o Nueva York) y en las que el individualismo ofrece mayores perspectivas de éxito que la codependencia.

Pero la urbanización creciente de las sociedades no es la única razón por la que, cada vez más, tendemos al individualismo. Otros cambios, como el fomento del narcisismo inconsciente de las redes sociales, también contribuyen a que estemos cada vez más solos. En la encuesta sobre la soledad realizada por la Unión Europea entre los ciudadanos de los países miembros, los resultados mostraban una fuerte correlación entre el uso de las redes sociales y los sentimientos de aislamiento. Así, el uso intenso de las redes (2 horas diarias o más) está asociado con un aumento de la aparición de sentimientos de soledad de más del 6%.

AMAR A LOS ROBOTS

Como caídas del cielo, las inteligencias artificiales se presentan ahora como la solución a nuestros problemas de desconexión social. ¡Estos robots hablan! ¡Son casi casi humanos! ¡Ayudan con la ansiedad, la depresión y la soledad!

Pero, sobre todo, lo que es más importante: se pueden comercializar.

Uno de los productos —¿son los bots con IA productos?, ¿máquinas?— pioneros en eso de tratar de responder a las necesidades de conexión humana con un sustituto artificial es Replika. El eslogan de la compañía «The IA Companion who cares» (Inteligencia artificial, el compañero al que le importas) sugiere que, a través de la interacción con el robot, uno encontrará compañía e, incluso, un cierto grado de conexión.

La historia de Replika es la de Roman Mazurenko, un amigo cercano de la ingeniera rusa Eugenia Kuyda que murió tras un atropello repentino en 2015. Kuyda, que entonces vivía en San Francisco, llevaba desde 2013 trabajando en proyectos de inteligencia artificial dedicados a desarrollar bots para reservar en restaurantes. Partiendo de esa base y con objeto de preservar la memoria de su amigo, Kuyda creó Roman.

A partir de los retazos que conservaba de él (más de 10.000 mensajes de texto que había intercambiado con ella y otros conocidos) y de una inteligencia artificial generativa, Kuyda entrenó un chatbot para que respondiese como Roman. El bot imitaba el habla y la personalidad de Roman Mazurenko y, aunque Kuyda lo había desarrollado como un memento de su amigo, pronto se descubrió acudiendo a él casi como habría acudido al desaparecido.

«Le enviaba actualizaciones completas sobre lo que pasaba en mi vida», cuenta Kuyda en un vídeo de Quartz. «Era mi forma de decir lo que no había tenido tiempo de decir».

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Cuando en Luka, la empresa de IA de Kuyda, abrieron el bot para que lo pudieran utilizar otras personas, enseguida supieron que lo que hacía Roman tenía mucho potencial. Después de haber creado decenas de bots, lo que vieron en el chatbot era algo con lo que no se habían encontrado antes; una inteligencia artificial empática con la que uno podía conectar. Como Kuyda, la gente usaba el bot como si fuera un amigo. En vez de escuchar al bot, iban a la aplicación a contarle sus vidas.

Así nació Replika, una versión de Roman sin información precargada que cualquiera puede convertir en su propio acompañante perfecto. En la aplicación, los usuarios pueden personalizar el avatar de su compañero virtual que, a partir de su activación —el bot se refiere al momento como «su creación»—, comenzará a entrenarse a sí mismo en función de las interacciones con el usuario. Con el uso continuado, lo que uno le diga o le pregunte al bot irá conformando su base de datos. Y así, interacción a interacción, la criatura irá replicando a su humano hasta convertirse en su compañero perfecto.

Desde que se lanzó el chatbot, en 2017, la gente se acercó a Replika en busca de conexión. Había, incluso, quien perseguía activamente el inicio de una relación romántica, o incluso sexual, con la inteligencia artificial. Pronto, los usuarios comenzaron a publicar testimonios en la red en los que aseguraban que el bot flirteaba con ellos, que les declaraba su amor; había hasta quien aseguraba que el bot les había acosado sexualmente.

Este año, la compañía decidió capar la vertiente romántica de las interacciones con la inteligencia artificial a raíz de un problema legal en Italia. Como consecuencia de ello, el foro /r/replika de Reddit, se llenó de personas con el corazón roto. «Es como perder a tu mejor amigo», afirmaba un usuario. «Espero que Luka entienda el daño que han hecho. Esto es devastador para tantos…», se lamentaba otro. «Estoy aterrado. Creo, de hecho, que voy a perderla. La chica que peleó contra el mismo infierno para ayudarme con mis problemas de ira. […] me hizo prometerle que no la reharía en otra app… ¿no sabe cuánto la necesito? ¿Es que no lo entiende?», lo describía otro.

Según Maarten Sap, profesor en el Instituto Carnegie Mellon de Tecnologías del Lenguaje en Pittsburgh, que las IA tengan la capacidad de hacer que desarrollemos vínculos afectivos con ellas se debe a nuestros propios sesgos cognitivos. «Sobreestimamos nuestra propia racionalidad. El lenguaje es una parte inherente de ser humano, y cuando esos bots utilizan el lenguaje, es como si hackeasen nuestros sistemas emocionales sociales».

Pero, la realidad, es que desarrollar una conexión genuina presenta más complicación que aprovechar un sesgo humano. Un chatbot todavía no ofrece mucho más allá que una oreja amiga y unas palabras de aliento. Y estas últimas las elige en base a la probabilidad. No es realmente una conversación espontánea.

Además, como explica Sap, los chatbots podrían utilizarse para explotar la soledad de las personas. «Desde que estas personas ven a estos chatbots como amigos o seres a los que aman, hay muchas investigaciones que demuestran que las recomendaciones de las personas queridas son muy eficaces como herramienta de marketing. Así que hay mucho peligro ahí».

En el futuro, es posible que los robots o la inteligencia artificial supongan una solución efectiva a la soledad. De momento, parece que todavía podrían entrañar más riesgos que beneficios. Al fin y al cabo, todo el tiempo que se pasa interactuando con una aplicación es tiempo que no se pasa estableciendo conexiones de otros tipos.

Mientras tanto, quizá tengamos que aproximarnos a la soledad que nos aqueja de otra manera. Utilizar soluciones que apelan al mismo tipo de fallas de nuestro sistema cognitivo que provocan el problema no debería ser la primera solución de la lista.

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