«Para Marian». Esa va a ser la dedicatoria del libro que estoy más cerca de no escribir que de hacerlo. Una fórmula repetitiva, efectiva y breve por la que se decantan muchos autores a la hora de acordarse de los que estuvieron detrás mientras escribían. Preposición + Nombre es la dedicatoria canónica.
Fuera de esa estandarización hay más. «A mi madre, que me dio ejemplo leyendo». «Para mi padre, por el café y el periódico». Para mi padre, por el café, el periódico y el Madrid.
Muchas más. Tantas que cabe la pregunta de si no son un subgénero literario. Un relato mínimo e incompleto de contenido profundo, sísmico y encriptado. Las dedicatorias son la máquina Enigma de los libros. Misteriosos mensajes, para los que no conocen los códigos, con la extensión de un telegrama.
En la dedicatoria hay más intimidad del autor que en el propio libro. «Para el alma que ella dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida, en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre por el que me llamaba», es la dedicatoria que firmó Carmen Martín Gaite en Nubosidad variable.
[pullquote]Las dedicatorias son la máquina Enigma de los libros. Misteriosos mensajes, para los que no conocen los códigos, con la extensión de un telegrama.[/pullquote]
Palabras que despiertan más dudas que certezas en el lector curioso. José Ignacio Carnero, abogado y autor de Ama y Hombres que caminan solos, se refiere a las dedicatorias como un Sálvame literario del que dice estar enganchado. «Me gusta conocer la intimidad de la gente que admiro. Soy un gran cotilla», confiesa.
Laura Riñón, librera y autora de Amapolas en octubre y El sonido de un tren en la noche, cuenta que las dedicatorias las lee con atención y envidia. Y es que en esa primera página que ocupan, cada vez menos invisible, hay mucha literatura. Más de no ficción que de ficción.
Gloria Steinem, en Mi vida en la carretera, escribe:
«Este libro está dedicado al doctor John Sharpe, médico londinense que en 1957, una década antes de que en Inglaterra fuese legal practicar abortos salvo en el supuesto de que la vida de la mujer corriera peligro, asumió el considerable riesgo de ayudar a una estadounidense de veintidós años que iba camino de la India.
Sin saber nada aparte de que la chica había roto un compromiso en su tierra para salir en busca de un destino incierto, le dijo: «Tienes que prometerme dos cosas. Primero, que no le darás mi nombre a nadie. Segundo, que harás con tu vida lo que te apetezca».
Mi querido doctor Sharpe, confío en que a usted, consciente como era de la injusticia de las leyes, no le molestará que diga esto tanto tiempo después de su muerte:
Lo he hecho lo mejor que he podido.
Este libro es para usted».
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Alejandra Parejo, autora de Una familia normal, dice que le gusta leer las dedicatorias de los autores, aunque cuando lee el libro en cuestión intenta alejarse de esa manía de colocar al autor en las líneas que ha escrito.
No se sabe quién escribió la primera dedicatoria, sí que desde la antigüedad los poetas latinos Horacio y Virgilio adoptaron esta fórmula para agradecer a los mecenas que hacían posible que ellos escribieran. Pasado el medievo y el Renacimiento esta práctica se sofisticó y los autores, además de agradecer, empezaron a bromear, a vengarse, a ironizar, a reivindicar y a declarar su amor en dedicatorias que los lectores fantaseamos que son para nosotros.
Ensoñación de la que despertamos al leer lo que escribieron Charles Bukowski, en el Cartero: «Esto se presenta como una obra de ficción y no está dedicado a nadie» y Mark Z. Danielewski en La casa de hojas: «Esto no es para ti». A pesar de la rudeza de esta última antidedicatoria, ti es un pronombre diplomático. Ti soy yo o tú o él o ella. Y es que un libro se empieza escribiendo en un momento dado de la vida y se acaba en otro que nada tiene que ver con aquel. Neil Gaiman, en Coraline, escribe: «Empecé este libro para Holly, lo terminé para Maddy». En una línea entra una vida entera y con un verso algunos autores dedican una novela y describen a una persona. En Del amor y otros demonios, Gabriel García Márquez escribe:
«Para Carmen Balcells
bañada en lágrimas»
Inciso: Carmen Balcells fue la agente literaria que cambió las condiciones del mundo editorial y una de las mujeres más dedicadas en los libros. Su nombre se repite casi tanto como el de madre y padre en las dedicatorias. De la figura paterna Eduardo Sacheri, autor de La vida que pensamos, se acuerda mezclando sus amores: «Quiero dedicar este libro al Club Atlético Independiente. Por el amor que siento por su camiseta. Y porque ese amor me lo regaló mi papá».
El nobel colombiano García Márquez recurre a la poesía y la catalana Eva Baltasar, en su libro Permafrost, la honra: «A la poesía, por permitirlo». Camilo José Cela, en la primera edición de su libro de poemas Pisando la dudosa luz de 1945, se acuerda de los jóvenes poetas: «Dedico este libro a los muchachos que escriben versos a los veinte años, los copian cuidadosamente en el mejor papel y los encuadernan luego con primor: preocupadamente, obstinadamente. Hacia ellos está inclinada mi mejor y más sincera admiración».
En la segunda edición, publicada en 1960, escribe: «Dedico este libro a los muchachos que tienen ahora veinte años; los de entonces ya no me importan. Al hombre, salvo luminosas y señaladas excepciones, lo prostituyen los años, la convivencia y la amarga lucha por la vida. Dedico este libro a los muchachos de veinte años que escriben versos, los copian amorosamente en el mejor papel y los encuadernan luego con un feroz primor. Siento por ellos un hondo y doloroso respeto».
Respeto similar al que sienten otros autores por la naturaleza y de la que hacen memoria en sus libros. Sylvain Tesson, en El leopardo de las nieves, se lo dedica «A la madre de un cachorro de león». Joaquín Araújo, en Los árboles te enseñarán a ver el bosque, escribe: «Para mi nieto Adrián que ojalá pueda pasear, siempre, bajo las sombras del bosque que puso a crecer su abuelo». Y Paul Kingsnorth, en Confesiones de un ecologista en rehabilitación, avisa con una orden, «¡Mueve el culo de una vez!».
[pullquote]No se sabe quién escribió la primera dedicatoria, sí que desde la antigüedad los poetas latinos Horacio y Virgilio adoptaron esta fórmula para agradecer a los mecenas que hacían posible que ellos escribieran[/pullquote]
De alguna manera las dedicatorias juegan con el título y el libro que las acoge. A veces de manera sutil, otras de manera obvia. Rodrigo Fresán en La parte inventada, escribe «Para Ana y Daniel: la parte verdadera». Inventar, adivinar es lo que hay que hacer con las dedicatorias. Historias incompletas que a la periodista, guionista y escritora Laura Ferrero le atrapan porque le falta información para interpretarlas. Autora que es posible que conozca esta minimalista web en la que solo se lee una dedicatoria tras otra, sin indicar ni su autoría ni el libro en la que está escrita.
Una página sin concesiones, como la prosa de la también argentina y periodista Leila Guerriero, quien en su recopilatorio de crónicas, reportajes y perfiles Frutos extraños, escribe «Para Diego, que sabe». ¿Quién es Diego? ¿Qué sabe Diego? Yo quiero saber lo que Diego sabe. Y así con un montón de dedicatorias, secretos a medio desvelar.
Se leen rápido y casi se entienden menos que un párrafo del Ulises de Joyce. Son desesperantes, a veces, y casi siempre tan inteligentes como cómicas e irónicas. «Dedicado a la mala escritura», escribe Charles Bukowski en Pulp. Camilo José Cela, en La familia de Pascual Duarte, ajusta cuentas: «Dedico este libro a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera». Este nobel de las letras y enamorado del dinero (lean Confesiones de una editora poco mentirosa, de Esther Tusquets, publicado por Lumen) pudo haber hecho otra fortuna lanzando dardos o haciendo trajes. Escribía como jodía.
Los autores en las dedicatorias se acuerdan por igual de la familia, la pareja y los amigos, guiños más o menos cariñosos que al lector que no le concierne le divierten. Tobias Wolff, en Vida de este chico, escribe: «Mi primer padrastro solía decir que con lo que no sé se podría llenar un libro. Aquí está». Joseph J. Rotman, en su Introducción a la topología algebraica, se justifica en su dedicatoria: «A mi esposa Marganit, y a mis hijos Ella Rose y Daniel Adams, sin los cuales habría podido acabar este libro dos años antes».
Hay libros que los autores no dedican, como diciendo que en esta ocasión no se van a desnudar. Al fin y al cabo, quien firma una dedicatoria da algo propio, es un regalo, como dice la periodista y escritora Elene Lizarralde, autora de El silencio de Clara Lyndon. Quien apuesta por el título Autores al desnudo para un hipotético libro de dedicatorias. Dedicatorias que, es posible, se queden cortas. Elene cuenta que mide cada palabra e incluso así, seguro que no llueve a gusto de todos. Luna Miguel, autora de El funeral de Lolita y Caliente, en cambio, dice que le parece divertido ir dejando esas pequeñas huellas de cariño por el papel. Pisadas que Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, convierte en un camino:
«A LEON WERTH
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa todavía: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no fueran suficientes todas esas razones, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han sido niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi dedicatoria:
A LEÓN WERTH
cuando era niño».
Las dedicatorias también son una fuente a la que pueden recurrir los que van a ser padres. «Para Gabriela».«A Pablo». «Para Alejandro, Andrea y Nicole». «A Viggo». «Para Alicia, Gonzalo, Manuela y Ramón. A Lucía». «Para Jacinta y Carlos». La lista es infinita. A dos inminentes padres les dedico este texto. Para Elena y Borja, que ya no buscan nombres.