Hubo un tiempo anterior al Big Data en el que las agencias de publicidad eran entornos creativos pobladas de perfiles extraños que habían sido repudiados en auténticas disciplinas artísticas. Escritores frustrados, diseñadores frustrados, actores frustrados. Todos triunfaron en un sector que capitalizaba sus talentos al utilizarlos como mecanismo transformador de estrategias de venta en proyectos inspiradores. Todos se hicieron de oro y sepultaron sus pretensiones y rebeliones iniciales bajo toneladas de cinismo y drogas blandas. Hablo de un ambiente dulcemente tóxico que solo los publicitarios más viejos recuerdan, mientras un ligero temblor les sacude las manos y se les humedecen las pupilas.
Luego algo cambió. Nadie está seguro de nada. Unos culpan al descubrimiento de Internet por error, cuando se trataba de llegar a la India; otros, a los consumidores, que terminaron dándose cuenta de que algo apestaba en aquella caja cuadrada y quizá podían ondear una mano al viento en un Citroën Saxo con 150.000 kilómetros.
Sea como fuere, los hombrecillos grises de Momo, los que tienen el dinero suficiente para detener el tiempo y enriquecer a las agencias, se asustaron y quisieron recuperar sus antiguas cotas de poder. Entonces entraron los números. Los algoritmos. Las analíticas. Los KPI. El alcance orgánico. La curva del engagement. Términos que los directores de marketing escuchaban por los pasillos y recitaban de memoria en las reuniones que presidían. Como mindfullness y millenials. Nombres sobre números bajo etiquetas. Había llegado la era de la categorización.
Entonces las agencias también cambiaron. Ya no había trabajo para el mimo frustrado porque los anunciantes decían que, si su público quería uno de ellos, irían a buscarlo a la calle —después de preguntar a la vecina del segundo o consultar en un foro—, así lo único que debían hacer era facilitarles la búsqueda y guiarlos hasta él. «Contratemos a un tío que conozca la ciudad en vez de un gilipollas que haga gestitos», decían. «Les prestaremos un servicio en nombre de la marca y volverán a quererla y a pagar por ella», comentaban.
Y así, el ambiente dulcemente tóxico se terminó de depurar hasta convertirse en ‘superficie diáfana con control automatizado de oxígeno ambiental y cafetería vegana’, donde los creativos habían desaparecido para dar paso a una nueva generación de trabajadores más eficientes con especialidades maravillosas: «Doctor en Tres Mejores Formas de Sacudirse la Polla Después de Mear», «Especialista en lo Bien que Huele una Colada de Madre», «Director de Preferencias de Orden del Aliño de Ensaladas de Rúcula».
Cuanto más específico fuese el nicho de conocimiento, mejor se valoraba. ¿Creían que Thomas Pynchon era el nombre de una marca de parches para bicicletas, pero tenían localizados en twitter a los auténticos prescriptores de la cría y doma de chinchillas? Contrato. ¿Mankiewicz les sonaba a club de balonmano polaco, pero eran capaces de encontrar los mejores vídeos de looner porn? Contrato. ¿Dogma 95 era una banda indie de Toledo y habían montado una app para evitar que las galletitas se te rompieran al mojarlas en el café? Contrato de Dirección General de Nuevos Negocios de Meriendas y Postres.
La cultura que no fuese corporativa no era necesaria si ya no se redactaban, ilustraban o interpretaban historias. Los escritores frustrados a frustrarse en medios digitales de lectura transversal. Los diseñadores frustrados a ilustrar iBooks. Los actores frustrados… Bueno, no estoy del todo seguro de que ellos, o los mimos, figuraran alguna vez en la plantilla de una agencia, aunque lo haya dicho en los primeros parágrafos. Puede que me haya equivocado por la mutua predisposición al vicio. Lo importante es que el mundo había dado vueltas y puesto a cada uno en su casa, y la publicidad en la de todos. Entendida esta como lo que debió ser desde su origen: el reflejo de su público. El eco vacío de todos nosotros y, especialmente, de los que trabajamos en las modernas ‘industrias creativas’. Ese sonido repetitivo del silencio. Ese que seguiremos reetiquetando hasta que, una vez vendidos todos los sonotones, no exista cura para la puta sordera.
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Foto: Shutterstock
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