Aún me llevo las manos a la cabeza cuando explico, con timbre paródico, que tengo una lista de gente que me gustaría pasar por la guillotina, al estilo de la lista de futuras víctimas de Arya en Juego de Tronos. Muchos no captan la ironía y me preguntan: ¿de verdad tienes una lista de gente que odias? ¿De verdad matarías a gente? Etcétera. Será cosa mía, que no hago suficientes inflexiones de voz, no pongo suficientes emoticones en el texto o directamente no hago con el suficiente aspaviento ese típico gesto con los dedos índice y corazón que indica «comillas».
Sea como fuere, aunque afirmara que tengo una lista de gente que quiero matar de forma literal, tampoco entiendo el escándalo. Bueno, sí lo entiendo: sé a ciencia cierta que, por lo general, quienes se escandalizan serían capaces de cometer tantos o más latrocinios que yo. Sin embargo, se niegan a aceptarlo porque se creen los buenos de la película. O que el mundo está dividido en buenos y malos.
Pero si queréis mi opinión personal, quienes se categorizan de este modo tan maniqueo son los que realmente me dan miedo, porque su grado de inconsciencia sobre quiénes son y cómo funciona el mundo pueden empujarlos a cometer crímenes mucho más execrables que el resto. La lista de ejemplos históricos al respecto es infinita. La de gente que, para hacer el bien, hace cosas malas.
Porque todos somos villanos buenos. Todos llevamos la cartera de Jules Winnfield en Pulp Fiction: solo algunos distinguen que lleva grabada las palabras BAD MOTHERFUCKER.
Bueno por naturaleza
Existe la idea, profundamente arraigada, de que las personas son buenas por naturaleza, y que es la sociedad quien las corrompe. Todos creemos que los niños son puros e inmaculados. Y también que debe de ser mucho más seguro vivir en un pueblo que en una gran ciudad, ya no digamos entre alguna tribu que jamás haya tenido contacto con la televisión, el GTA o Mariló Montero.
Sin embargo, esta doctrina, llamada del buen salvaje es completamente falsa en todos sus puntos (incluso en el de Mariló Montero). Surgida a raíz de la lucha contra el militarismo romántico y la exaltación de la lucha de finales del siglo XIX, la idea del buen salvaje ha quedado relegada a la categoría de mito. La proporción de crímenes en ambientes rurales es mucho mayor que en ambientes urbanos, y codearse con las tribus más aparentemente pacíficas y conectadas con la naturaleza, como los yanomami, resulta mucho más amenazador que darse un paseo por el Bronx. Todas las estadísticas se pueden consultar en el libro La tabla rasa de Steven Pinker. Los niños también son egoístas, mentirosos y hasta maquiavélicos: tal y como ha señalado el psicólogo Richard Tremblay, la etapa más violenta de una persona común se produce, de media, a los dos años de edad.
Con todo, uno de los libros de psicología social que mejor radiografía el mal se titula precisamente Evil, escrito por el psicólogo Roy Baumeister, quien sostiene que incluso las personas que cometen acciones destructivas, como un genocidio, en el fondo no piensan que estén haciendo algo malo. Para demostrarlo, Baumeister, junto a sus colegas Arlene Stillwell y Sara Wotman, solicitaron a un grupo de personas que describieran algún incidente en el que alguien les hubiera enfadado, y un incidente en el que creyeran que habían enfadado a alguien. El orden de las preguntas cambiaba al azar de una persona a otra, y estaban separadas entre sí por una tarea banal, para evitar responder de corrido una cosa después de la otra. Descubrieron así que todos se habían enfadado al menos una vez a la semana, y que casi todos habían hecho enfadar a otros al menos una vez al mes. Entre los motivos había secretos traicionados, acciones injustas, conflictos por dinero, mentiras, promesas incumplidas, etc.
Había, pues, perpetradores y víctimas en función de la situación. Pero lo más llamativo es que, tanto unos como otros, desplegaban motivos, justificaciones y relatos semejantes. Es decir, ambos justificaban tanto el daño que hacían como que el daño recibido no era justo. Y ambos lo hacían convincentemente, implicados emocionalmente, creyéndose poseedores de la verdad. Como los protagonistas heroicos de una película de superhéroes.
¿Qué relatos retrospectivos eran más fiables? Para tratar de descubrirlo, Stillwell y Baumeister narraron una historia ambigua que los participantes tenían que leer para, a continuación, contarla de nuevo con la mayor precisión posible en primera persona. Una mitad debía asumir la perspectiva del perpetrador, y la otra mitad la perspectiva de la víctima. Un tercer grupo contaba la historia en tercera persona. Los psicólogos tabularon las narraciones en función de los detalles omitidos o embellecidos. Lo que descubrieron es que ambos, tanto perpetradores como víctimas, distorsionaban la historia en el mismo grado pero en direcciones opuestas.
Fuera del ámbito controlado de un laboratorio, un equipo internacional liderado por Wilhelm Hofmann desarrolló una app para explorar la moralidad de la gente en su vida cotidiana. Su estudio consistió en instalar esta app en el smartphone en 1.200 voluntarios estadounidenses y canadienses. Cinco veces al día recibirían una señal a la que debían responder si habían realizado, habían sido objeto o habían presenciado algún acto moral o inmoral en la última hora. Para cada evento moral, los voluntarios debían proporcionar una descripción de la circunstancia y su emoción asociada. Al cotejar los resultados descubrieron que la moral parece contagiarse (los actos buenos promueven actos buenos).
También que quienes llevaron a cabo una buena acción al principio del día eran más proclives a autoconcederse un acto inmoral más tarde, como premio. Y que, si bien las personas religiosas mostraban emociones más negativas frente a actos inmorales, no eran más proclives a realizar acciones moralmente positivas. Lo cual también explica que en las cárceles la proporción de creyentes sea similar a la de ateos.
Sesgo en beneficio propio
El fenómeno anterior nos muestra algo importante sobre la naturaleza humana: nuestra moral es muy maleable en función de las circunstancias, y tendemos a narrar el mundo de modo que nos beneficie moralmente, con independencia de que profesemos un código moral presuntamente elevado y espiritual procedente de una religión. Es lo que en psicología se denomina sesgo en beneficio propio, y constituyó uno de los principales hallazgos de la psicología social del siglo XX gracias a, entre otros, del sociólogo Erving Goffman en su Presentación de la persona en la vida cotidiana.
Este sesgo opera, naturalmente, a nivel inconsciente: nadie advierte que tiende a catalogarse como más buena persona que los demás (efecto lago Wobegon, que toma el nombre de la ciudad ficticia de Garrison Keillor donde todos los niños están por encima de la media) y también por encima del valor promedio en cualquier rasgo o aptitud deseable (¿quién no ha sentenciado que la gente conduce fatal mientras está en carretera? Si lo hace la mayoría, la afirmación no puede ser cierta).
También influye en este sesgo la llamada disonancia cognitiva, es decir, la tendencia a que las personas cambien inadvertidamente su evaluación sobre un asunto (ya sea porque les han convencido para ello, ya sea porque, al verse de repente implicados, echan balones fuera).
Pero ¿por qué somos tan proclives al autoengaño cuando valoramos moralmente nuestro comportamiento? Según el psicólogo cognitivo Steven Pinker, es un precio evolutivo que hemos pagado por ser animales sociales, tal y como explica en Los ángeles que llevamos dentro:
Los individuos se congregan en grupos no porque sean robots que se sientan atraídos magnéticamente entre sí, sino porque tienen emociones sociales y morales. Sienten afecto y compasión, gratitud y confianza, soledad y culpa, celos y furia. Las emociones son reguladores internos que garantizan a las personas la cosecha de beneficios de la vida social (intercambio recíproco y acción cooperativa) sin sufrir los costes, a saber, la explotación por tramposos y parásitos sociales. Simpatizamos, confiamos y nos sentimos agradecidos hacia quienes son susceptibles de cooperar con nosotros, recompensándolos con nuestra propia colaboración; y nos enfadamos con los susceptibles de engañarnos y los aislamos, retirándoles la cooperación o imponiéndoles un castigo. El propio nivel de virtud de una persona es una solución de compromiso entre la estima procedente de cultivar una reputación como colaborador y las ganancias procedentes de trampas furtivas. Un grupo social es un mercado de cooperadores con distintos grados de generosidad y honradez, y las personas se anuncian a sí mismas tan generosas y dignas de confianza como pueden, acaso en un grado algo superior al real.
En ese sentido, podemos asumir que las leyes no se articulan solamente para que las personas buenas y rectas se defiendan de los malos y tramposos, sino también para defendernos de nosotros mismos y de nuestros sesgos. Y que los castigos a los malvados no pueden ser particularmente crueles o destructores, porque todos nosotros podemos ser susceptibles de convertirnos en perpetradores, con nuestra cartera BAD MOTHERFUCKER o una lista tipo Arya incluidas. O no, porque el verdadero mal no precisa de ninguna tramoya ni parafernalia. O como podría resumirse en una única sentencia aforística: los monstruos solo existen en los cuentos de hadas. Cuentos de hadas que deberían ser contados al revés, tal y como propongo en la novela Jitanjáfora: Desencanto:
El Bien no podía ser algo como aquello. Y si lo era, entonces era necesario purgarlo con el Mal más contumaz. El Bien debía ser aplastado por aquéllos que pensaban demasiado, por los que habían visto la oscuridad, los que sabían lo que era morirse un poco cada día, los que atisbaban que detrás de todo sólo hay un endeble castillo de naipes, los que habían perdido la razón una y otra vez, los que habían hecho daño sabiendo que hacían daño, sufriendo por ello, sufriendo tanto que volvían a hacer daño a los demás y a ellos mismos. Porque hay muchas formas de ayudar a los que te importan, y casi nunca esas formas tienen que ver con sonreírles, con usar eufemismos o con obtener el Nobel de la Paz. Porque la forma dominante y socialmente aceptada de hacer el bien consiste en persuadir a los demás de tus ideas: como el padre que explica un cuento a su hijo pequeño para que éste se duerma. Pero el padre sólo desea imponer su criterio a su hijo, empleando si es necesario un cuento, una suerte de conjuro de bajo nivel, que amodorre y convierta a su hijo en una criatura mansa. Tomar decisiones provoca sufrimiento u obliteración en el prójimo, aunque esas decisiones estén avaladas por la moral vigente.
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