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‘Speed hating’, encuentros para ligar insultando

En un capítulo de Los Simpson, Marge acude arrastrada por sus hermanas a un encuentro de citas rápidas. Una de las asistentes le pregunta a la motivadísima organizadora si también ella conoció a su marido a través de una sesión así. Ella responde: «No, lo conocí por unos amigos, como la gente normal».

En todas las representaciones cinematográficas de estas celebraciones hay algo extraño. La amenaza del ridículo flota en el ambiente. Se trata de un ligoteo industrial, en cadena, antinatural. Esa extrañeza embargó también a Carl Hill, de la empresa Feeling Gloomy, antes de decidir darle la vuelta a la tortilla y crear el sistema speed hating (odios rápidos). Suena como el anticristo de las citas rápidas, pero en el fondo es solo una treta muy hábil.

«Fui a un gran evento de citas. Teníamos algunas entradas gratis, no trataba de conocer a nadie», eso lo dicen todos, aunque, quizás, en este caso fue real y eso otorgó a Hill la frialdad necesaria para que la idea de negocio brotara. «Me horroricé por la forma en que actuaban algunos huéspedes y por cómo estaba dirigido. Me sentí como si estuviéramos en un mercado de ganado. Pensé que debía haber una manera mejor y más humana de hacer las cosas. Tuve una iluminación», recuerda. Después de una charla con un amigo, le vino ese nombre: speed hating.

El invento nació en Londres, pero doce años después se ha expandido. Ha funcionado tres años en Berlín y en Nueva York van ya por el octavo aniversario. La idea es sencilla. Un encuentro de solteros y solteras, unos frente a otros, en rondas de tres minutos en las que el objetivo es odiar.

Hay dos opciones: dar rienda suelta a las manías y contar, cebándose en detalles, a qué tipo de personas erradicaría de este mundo o, en otra aplicación más sádica del concepto speed hating, comunicar al interlocutor a bocajarro qué cosas no le gustan de él: su ropa, sus orejas, su forma de hablar, su aliento, los restos de tomate dentro de las uñas…

«Creo que conocer lo que le disgusta a tu potencial compañero al comienzo de la relación es saludable. De forma bastante habitual, al conocer a alguien, la gente presenta su mejor cara. Es solo después cuando descubres que mientras tú amas los gatos mulliditos, a él le gustaba ahogarlos de niño», reflexiona Hill, que cree que este método promueve relaciones más duraderas.

Pese al extraño procedimiento, el fin no varía: «Pasar un rato divertido y luego conocer a alguien; queremos que todos se dejen llevar, echen unas risas, saquen cierta ira y tal vez, al final, obtengan una cita fuera». Una de las primeras claves, de hecho, es tomárselo a broma: «Si te lo tomas en serio, probablemente acabarás pasando un rato espantoso».

El éxito del speed hating se debe, probablemente, a que Hill supo detectar la anomalía de las citas rápidas (y de otros métodos artificiales de relacionarse) y aplicar un embellecedor. Las páginas de ligue, por ejemplo, están plagadas de gente que asegura pasear por ellas por primera vez, que se muestra escéptica y enarbola a las primeras de cambio una desconfianza ante quienes acuden a esos chats porque, lamentan, solo van buscando una cosa, refiriéndose, evidentemente, al sexo.

¿Genera cierta culpabilidad o vergüenza participar en un acto que promueve unas relaciones humanas artificiosas? Algo debe haber para que mucha gente acuda a estos lugares a los que se les presuponen fines de cortejo y su argumento de progreso, justamente, sea desvincularse de esa dinámica. «Estoy aquí, pero no soy así».

Basta visitar foros o chats para detectarlo. Se percibe en las conversaciones una necesidad de reestablecer la aleatoriedad, de eliminar lo mecánico para hacer el proceso más humano, para diferenciarse y convencerse de que si, finalmente, sale de ahí una relación, no habrá ocurrido porque había un objetivo previo o una predisposición que lima los obstáculos y aplica la indulgencia a los defectos del otro; para convencerse, en definitiva, de que uno ha conseguido conquistar a otro porque es especial y no porque flotaba la urgencia en el ambiente.

El proyecto de Carl Hill utiliza el odio como anestésico. El odio te permite sacar la parte cáustica de ti mismo, esa que aparenta transgredir las normas sociales, y por esa vía, aunque se esté participando en un evento de citas rápidas, uno se siente un poco más auténtico, menos «ganado».

Realmente, en el speed hating, se trata de una simulación de odio; sobre todo, cuando el interlocutor critica las cosas que no le gustan del otro. Un reportero de Islington Now participó en una de las sesiones: «Tengo que convencer a la mayoría de la gente para intercambiar insultos conmigo e incluso entonces son raramente ofensivos», contaba. Por si los flirteadores se quedan en blanco, se reparten unas tarjetas que sugieren varios temas comodín que pueden agitar la mala leche. Otra periodista, en The Guardian, relataba cómo uno de los participantes criticaba sus codos cuando éstos no estaban siquiera a la vista.

A través de la crítica y del despotrique, cuenta Hill, se genera una relajación que aporta una mayor fluidez a las conversaciones. Además, después de tres cruces de tres minutos, uno se queda sin ideas y se percata de que, en el fondo, no odia tantas cosas.

Las sesiones culminan con el llamado Muro de la vergüenza. En muchos eventos de este tipo, se colocan unas polaroids en la pared con una pequeña bolsa en la que la gente más tímida puede meter sus datos personales o sus comentarios. Hill cambió las fotografías por autorretratos que se pintan en el momento. «Las polaroids siempre se ven horribles y si haces un dibujo sobre ti mismo, muestras cómo te ves; puedes hacerte todo verde, ponerte como si midieras más de dos metros o mostrarte con un aspecto parecido al de Brad Pitt», explica. Otra táctica más para desactivar o, al menos, intentar aminorar la autoexigencia y el miedo al fracaso.

Sin embargo, suscita serias dudas el hecho de que las relaciones vayan a ser más duraderas por el hecho de que se comuniquen algunos odios de antemano. La gente revelará las manías más exhibibles. Después de todo, también uno se expone cuando odia. Un ataque de ira o un combo de insultos bien llevado, pespunteado con sus flecos de vacile y con sonrisillas de medio lado, puede resultar una invitación más encantadora e íntima que cualquier guiño desde el final de una barra.

 

Por Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

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