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En defensa de Stephen King y de los libros de terror

Empezando por su nombre campechano, que traducido al español quedaría como Esteban Rey, podríamos calificar al exitoso autor como un tipo normal que ha logrado amasar una fortuna mientras urdía historias espeluznantes para todos. Bueno, para todos no. Los guardianes de las esencias literarias le siguen negando la categoría que merece.

Es este un viejo debate que resurge de manera cíclica, pues las nuevas generaciones se interrogan acerca de la calidad de sus lecturas y las de sus padres o incluso las de sus hijos. ¿Qué es literatura? Entrar en ese jardín excede el humilde perímetro de este artículo, pero podemos afirmar que si un autor vende mucho en vida, es sospechoso de no ser un literato, sino un simple escritor. Como si ser escritor fuera simple…

La cara de paleto de King, como él mismo reconoce, con pelo grasiento y lacio adherido a la frente, y unos vivos ojillos parapetados tras unas gruesas gafas de pasta que no pueden disimular una miopía galopante; lo alejan del estereotipo de escritor culto e intelectual. Además, la práctica totalidad de sus novelas están ambientadas en el estado de Maine, donde creció. Si quieren verlo en acción (aunque sin gafas) protagoniza uno de los episodios de terror contenidos en la muy estimable Creepshow (George A.Romero, 1982) encarnando a un campesino medio retrasado que se contamina con un meteorito. Atención a la música y los efectos ochenteros.

Hay otros nombres que brillan con luz propia en la galaxia de las novelas de terror, pero a nuestro humilde entender, ninguno alcanza la maestría y el dominio formal de nuestro autor.

Por ejemplo, Dean R. Koontz. Es el rey de los libros de bolsillo que se venden en los aeropuertos de EEUU. Ideales para leer durante la espera hasta el embarque, y que se publican en esas ediciones de tapa blanda pero con relieve y tintas plateadas, tan típicas del mundo anglosajón. La primera novela que leí en inglés fue Demon Seed, de Koontz, y me vine arriba: «¡Ya sé leer en inglés!». Después se me ocurrió seguir con Finnegans wake de James Joyce y corrí a apuntarme a una academia.

Otro de los grandes es Peter Straub, quien además de contemporáneo es amigo de King y han firmado algún título a cuatro manos, lo que resulta mucho más insólito en el mundo de los escritores. Es como si Matilde Asensi y María Dueñas publicaran una novela al alimón.

Sin salir del género encontramos a Clive Barker, quien como director de cine firmó la muy notable Razas de noche (1990). Pero lo mencionamos aquí porque publicó en 1984 el libro de relatos de terror titulado Sangre. En la contraportada leemos estas palabras de Stephen King: «Lo que escribe Clive Barker crea la impresión de que el resto de sus colegas hemos permanecido estáticos durante los últimos diez años»; y remata: «Es el escritor más importante de terror desde Peter Straub». El problema es que Clive Barker ha publicado muy poco y Stephen King tiene más de cincuenta novelas y centenares de relatos cortos.

Por si algún lector sigue subestimando el impacto de King en nuestra época, citaremos algunas de las adaptaciones al cine que con mayor o menor fortuna se han hecho de sus títulos más emblemáticos: La niebla, Christine, Cujo, Carrie, Salems Lot, El resplandor, La zona muerta, La milla verde, Misery… Desde John Carpenter (La niebla, 1980), hasta Stanley Kubrick (El resplandor, 1980), pasando por David Cronenberg (La zona muerta, 1983). Por cierto, David Cronenberg tiene un pequeño papel como psiquiatra psicópata en la mencionada película de Barker Razas de noche. Todo queda en casa. Véanlo al comienzo de esta versión del tráiler:

Si a la «maldición» de ser un escritor popular que vende cifras de cinco y seis dígitos se le añade que ese escritor frecuenta temas relacionados con el terror, la ciencia ficción, los fenómenos paranormales o el género fantástico, siquiera tangencialmente, entonces será expulsado de manera irremediable de los cenáculos literarios. A no ser que lleve más de cien años muerto, y entonces sea glorificado como le sucedió merecidamente al padre de la literatura gótica, Edgar Allan Poe, y a sus herederos estéticos encabezados por H.P. Lovecraft.

En otros siglos hubo escritores que vendieron mucho durante su vida, y que disfrutaron de las mieles del éxito, como Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro) sin importar que frecuentaran la temática del horror (El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, El ladrón de cadáveres). Nadie nos juzgará si nos sorprende leyendo a Stevenson, pero sí lo hará si descubre que repasamos la excelente recopilación de relatos En el umbral de la noche, de King. Como verán más adelante, este artículo termina con un consejo para enfrentar esta situación.

No fueron pocos los hoy considerados clásicos que flirtearon con el horror y la fantasía. Podríamos mencionar algunas obras de Henry James (El altar de los muertos, La fontana sagrada), Honoré de Balzac (Malmoth reconciliado, La piel de Zapa). También Shakespeare lo hizo con Macbeth y en menor medida con Hamlet. Y nuestro Cervantes con la insólita El licenciado Vidriera, quizá la primera novela precursora del terror psicológico en lengua castellana.

Ya en Carrie, esa historia aterradora sobre una niña con poderes piroquinésicos, la primera novela de éxito de King, apuntaba hacia caminos formales diferentes, como elegir el arriesgado corsé epistolar, pues es un libro de cartas. Y desde entonces no ha parado de experimentar, en mayor o menor medida (y con mayor o menor fortuna, dado el volumen de su obra) y de trufar su narrativa con frases que invitan a su paladeo lento, como los buenos vinos.

En toda la historia de los premios Planeta, Primavera, Herralde, Alfaguara o Nadal, por citar los cinco galardones más relevantes de la constelación editorial española, ninguna de sus novelas ganadoras se puede enmarcar en el género de ciencia ficción, ni en el fantástico, ni en el terror, aunque algunas puedan contener elementos aislados. Estos géneros tienen sus propios galardones internacionales, principalmente el Hugo, el BFA (British Fantasy Award) o el Bram Stoker.

Stephen King ha obtenido los tres, y alguno de ellos varias veces.

Es un estilista por cuya obra pocos intelectuales se interesan. Leer a Proust y a Joyce está muy bien, pero no olvidemos que Charles Dickens y otros se vieron obligados a publicar sus novelas por entregas, alcanzando en su tiempo el paroxismo de la popularidad; y hoy los consideramos clásicos.

Habría que viajar en el tiempo empleando un agujero de gusano o cualquier otro truco gravitacional, para repasar las lecturas o las listas de ventas de libros (electrónicos o no) dentro de un par de siglos. ¿Alguien recordará a J.K. Rowling (Harry Potter)? Probablemente sí. ¿Y a Stephenie Meyer (Crepúsculo)? Probablemente no. Pero apuesto mi biblioteca a que la obra de King se estudiará en las universidades.

Por eso, la próxima vez que alguien le mire con desprecio y suficiencia por encima del hombro mientras usted disfruta de una novela de terror ambientada en los bosques de Main, escriba una dedicatoria ingeniosa y regálele el libro. Es probable que así lo lea y cambie de opinión.

 

Una respuesta a «En defensa de Stephen King y de los libros de terror»

“Con la misma precisión me recuerdo poco antes de entrar en la adolescencia, de pie en la gran sala de la biblioteca a la que solía llevarme mi madre en nuestra misma calle. En concreto, recuerdo un día soleado en el que me encontraba junto a la sala principal del centro y me fijé en una estantería donde alguien había colocado una edición en tapa dura de la novela de Stephen King ‘IT’, de manera que la portada quedara bien visible: el modo en que el título —grandes letras mayúsculas en rojo sangre— parecía marcarse a fuego en mis retinas; sobre éste, y también en mayúsculas, el nombre de un hombre en color gris carbón destacado sobre el vacío; la imagen de la reja de la alcantarilla, una boca abierta que conducía a un túnel. En el reverso, una fotografía de tamaño considerable del autor me devolvía la mirada. Aquel día regresé al coche apretando el libro contra mi pecho; sentía todo el peso de su entidad sobre mis pulmones y algo hormigueaba en el interior del volumen —quizá eran cabellos rotos, comida o manchas de grasa, aunque no podría asegurarlo— cuando hojeé, sin atreverme a respirar, las mismas páginas que otros dedos habían tocado antes que yo. Recuerdo la funda de plástico sobre la cubierta oscura, que le confería al libro el aspecto de algo arrancado de lo que fue originalmente en su día: la copia de una copia protegida bajo un cristal. Al llegar a casa, me lo llevé al dormitorio y eché el cerrojo tras de mí. Me senté en mi escritorio, colocado en un hueco de la pared, y puse el libro boca abajo justo en el centro; una gran lámpara fluorescente lo iluminaba. Me quedé delante y durante un largo rato fui incapaz de moverme. No podía ni volver la cubierta. Me senté frente al libro y lo observé. Me eché en la cama, atento a que el libro no me observase a mí. Imagino que en algún momento me decidí a cogerlo y leí las primeras frases de un retorcido comienzo: «El terror, que no terminaría por otros veintiocho años —si es que terminó alguna vez—, comenzó, hasta donde sé o puedo contar…». El libro siguió allí durante horas. No cambiaba. Era capaz de verme. Así transcurrió toda la tarde, hasta que la luz que entraba por las ventanas se disipó y dejó que la lámpara se ocupase de iluminar la gruesa y horripilante funda de aquella cosa. Ni siquiera apagando la luz conseguía dormirme, a sabiendas de que el libro estaba allí, aún sin abrir, reptando hacia quién sabe qué futuro sueño en ciernes. Hasta el día de hoy sigo sin haber leído ese libro; es el primero de muchos otros objetos que se diría que han sido diseñados para mantenerme despierto y alerta a perpetuidad, presencias sin forma que se alimentan unas a otras dentro de mi organismo”.
Blake Butler, “Nada. Retrato de un insomne”.

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