Un paciente en urgencias con más de 40 grados de fiebre. La médica decide inyectarle un cóctel de dos sustancias que no ha oído en su vida: penicilina y otros compuestos irreconocibles. «Respira hondo», le pide la mujer. «¿Duele?», pregunta él con el pantalón ya por mitad de la nalga. «Respira hondo», repite aquella, sonriendo. Le hinca la aguja y el enfermo se agarra a los barrotes de la cama, grita, tose, sufre un par de arcadas, se le nubla la vista, se marea. Luego le cuesta andar.
Al día siguiente debe recibir otra dosis de lo mismo. Llegó, asustado, con ganas de huir. Se tumbó y volvieron a inyectarle: dolió también, mucho, pero solo eso; no hubo angustia, asomos de desmayo ni cegueras. Estaba convencido de que le habían pinchado algo más leve, pero la doctora le aseguró que se trataba del mismo preparado. El miedo, el puro esperarse la tortura redujo el impacto del dolor.
Esta anécdota real (sufrida en nalga propia) ejemplifica cómo situarte en lo peor, procesarlo mentalmente, recorrer los relieves de lo negativo, ayuda a que, cuando se produce el hecho, tengamos más herramientas para tolerarlo y resulte, de manera tangible, menos doloroso. Sufriremos, pero tendremos un estado emocional más dispuesto a soportarlo.
Los discursos de la positividad suelen basarse en metas tan contundentes como poco definidas; sopesar matices terrenales los destruye de manera automática. Suelen orientarse hacia un único objetivo: el éxito, ya sea en el ámbito sentimental, social o laboral. Según algunos psicólogos y filósofos, incluso en este aspecto, la negatividad goza de un potencial práctico mayor.
Un artículo de The New York Times recoge ejemplos de pensadores que defienden el poder de la negatividad. La psicóloga Gabrielle Oettingen habla de que «visualizar un resultado exitoso, bajo ciertas condiciones, puede hacer que las personas tengan menos probabilidades de lograrlo».
El mensaje es que visualizar solo la parte positiva produce una motivación que tiene mucho de fe, es decir, excita un estado emocional que no tiene en cuenta los problemas de la realidad. Es más: pensar en ellos implica una traición que hace desaparecer los efectos maravillosos y hace peligrar la meta. Es un truco: descubres la realidad tras la ilusión y la magia desaparece. Este sistema de pensamiento positivo desata la motivación, sí, pero como indica Oettingen, nos relaja.
La experta hizo un experimento. Puso a los participantes en un estado de deshidratación. Solicitó a algunos de ellos que imaginaran un buen vaso de agua y a otros les indujo fantasías contrarias en que la sed se mantendría. El resultado fue que quienes habían visualizado el recipiente lleno y fresco acusaron un «descenso en los niveles de energía». En cambio, los otros mantuvieron la tensión. En una situación real, los últimos habrían tenido más posibilidades de saciar la sed.
Muchos equipos de comerciales comienzan cada mañana con sesiones de motivación. Necesitan chutes así cada jornada como el diabético necesita sus pinchazos de insulina: para neutralizar un problema crónico que, en el caso de los trabajadores se trata de precariedad, semiesclavitud, competitividad salvaje y un rechazo personal en cada puerta a la que tocan.
El diario El País recogió unas declaraciones de Julie K. Norem, autora de El poder positivo del pensamiento negativo: «Hay que ser verdaderamente valiente para manifestarse y luchar contra una corriente de pensamiento que promete a las personas que se sentirán mucho mejor si siguen sus preceptos, y que si alguien tiene problemas es que falla su carácter».
Siempre ha sido difícil luchar contra la religión y sus sucedáneos. El artículo, a través del ensayista Pascal Brunker, señala que «la felicidad a cualquier precio ha creado una nueva clase de discriminación, la de los que sufren». Sufren porque son infieles.
Expertas como Norem y Oettingen defienden la utilidad de ponerse en lo peor y adelantar la dimensión de angustia que nos inundaría en caso de que cayera sobre nosotros el más doloroso de los sucesos posibles.
En una charla en TED, el autor y emprendedor Tim Ferriss habló de cómo pensar mal le abrió el camino del éxito (es curioso cómo incluso para negar la positividad sigue siendo necesario apoyarse en el dogma del éxito para ser escuchado). Según afirma, sigue la filosofía de los estoicos.
Ejercitó la premeditatio malorum: «visualizar el peor de los casos que temes en detalle, eso que te impide actuar, para que puedas hacer algo y derrotar esa parálisis». Explicó que pensar solo en soluciones no le funcionaba y que, al contrario, le urgía definir sus miedos.
Se trata de un buen avance en el proceso de arrancarte las gafas fluorescentes de la positividad. Los estoicos abogaban por la ataraxia o la imperturbabilidad del ánimo. Disminuir las pasiones y deseos sobre la base de distinguir entre aquello que depende de uno mismo y aquello que no se puede controlar. El fin absoluto es la paz de espíritu.
Huir de las pasiones incontrolables nos haría perdernos grandes cosas en la vida: las que para muchos dotan a la existencia de relieve y significado. Sin embargo, puestos a iniciar la búsqueda de la felicidad (entendida como sosiego constante), la anticipación y ponderación de los males (o sea, poner los pies en la tierra) ofrece un camino más racional y menos expuesto a manipulaciones como la de la omnipotencia de la motivación que, una y otra vez, acaba en frustraciones que solo se solucionan mediante otro chute de euforia que reinicie el ciclo.