A rebufo del éxito de la serie Por 13 razones, al igual que en su día suscitó Las penas del joven Werther, el suicidio es objeto de debate. Sin embargo, los motivos que subyacen al suicidio aún son esquivos (por ejemplo, aumentan en vez de disminuir como ocurre con los homicidios), y resulta erróneo a todas luces argüir que hay un componente de egoísmo por parte del suicida (porque no piensa en los demás) o de cobardía (porque no tiene valor de enfrentarse a la vida): el cerebro de un suicida está bioquímicamente alterado, de modo que su forma de procesar esas ideas que a nosotros nos parecen naturales es distinta.
Asumirlo resulta costoso para todos porque con ello también asumimos que nos puede pasar a nosotros.
Muerte por suicidio
Según la OMS, en el año 2015 fallecieron unos 56 millones de personas, y solo la tercera parte de las defunciones tenían un motivo conocido y consignado. Las patologías cardiovasculares produjeron 17,7 millones de víctimas. El cáncer mató a 8,8 millones. Las dolencias respiratorias crónicas, a 3,9. La diabetes, a 1,6. Los accidentes de tráfico, a 1,25 millones.
Solo hubo 468.000 homicidios, un 19% menos que en el año 2000. Un total de 152.000 personas murieron en guerras y conflictos (solo el 0,3% de todas las muertes).
¿Y suicidios? 800.000. Sí, más que homicidios. De hecho, hay casi el doble de suicidios que de homicidios. Solo en España, hay cada año unas 40.000 tentativas de suicidio, de las cuales casi 3.500 acaban en muerte. Esta tasa de suicidios se ha mantenido durante décadas, pero se ha triplicado en las personas entre 15 y 24 años. Ahora tratad de pensar en todas las horas que se dedica en los medios de comunicación a hablar de muertes por otras causas y lo poco que se emplea para hablar del suicidio.
La ciencia sí que habla continuamente del suicidio. Y, si bien hay decenas de estudios que tratan de esclarecer las causas de que tanta gente se quite la vida, finalmente solo se puede concluir una cosa: hay tantas razones que subyacen al suicidio que no se sabe por qué la gente se suicida. Tal cual.

Opiniones severas
Todos los suicidas deben hacer, en ocasiones, verdaderos ejercicios de gimnasia mental para seguir adelante, para continuar viviendo. ¿Tiene esto sentido? ¿Qué diferencia hay en acabar ahora o hacerlo dentro de unas décadas?
Una de las razones más poderosas que quizá nos impelen a permanecer en este mundo es imaginar el daño que provocaremos en nuestros allegados. Y los propios seres queridos, cuando hemos dado el paso de segarnos la vida, acaban desolados y sostienen opiniones negativas sobre el acto. ¿Acaso no había otro modo de acabar con el propio sufrimiento? ¿Se rindió demasiado rápido? Precisamente por ello, ahora solo ha conseguido causar más sufrimiento en otras personas.
Estas ideas son las que nos llegan de muchos de los familiares de suicidas. Y, poco a poco, empezamos a sentir, además de pena, un poco rencor, etiquetando a la víctima de egoísta.
Sin embargo, tildar de egoísta a un suicida o manifestar que no tiene derecho a suicidarse si la vida, en general, le ha tratado bien, evidencia cierta miopía empática. Somos incapaces de conocer el grado de depresión que sufre el suicida, y los trastornos del ánimo no tienen lugar de la misma forma en todas las personas.
Por esa razón, muchas personas adineradas o de éxito (Robin Williams, por ejemplo) no son felices a pesar de que no parece que haya nada objetivamente desagradable en sus vidas. Lo cierto es que el funcionamiento del cerebro deprimido no cambia necesariamente por el hecho de que el individuo en cuestión acumule riqueza y popularidad. Como abunda en ello Dean Burnett en su libro El cerebro idiota:
La depresión no es lógica. Quienes califican el suicidio y la depresión de egoístas parecen tener problemas para entenderlo, como si quienes estuvieran deprimidos escribieran una lista o una tabla con los pros y los contras de suicidarse y, aun a pesar de hallar más contras que pros, optara egoístamente por el suicidio.
No sabemos cómo se origina la depresión (tampoco)
La depresión, una causa más identificada como responsable de muchos suicidios, pues, es como una suerte de resfriado. Una vez te contagias, de poco sirve que nos digan que no hay razones objetivas para continuar estornudando. Con el problema añadido que, como sucede con el suicidio, tampoco sabemos muy bien cómo se produce la depresión.
La teoría más extendida para explicar la depresión, al menos durante un tiempo, fue la hipótesis de la monoamina: las personas deprimidas acostumbran a evidenciar una reducción de los niveles de diversos neurotransmisores de la familia de las monoaminas. Los antidepresivos, de hecho, funcionan incrementando la presencia de monoaminas en el cerebro.
Sin embargo, esta explicación no aporta suficiente detalle para un cuadro tan complejo: por ejemplo, si se restablecen los niveles de monoaminas, el paciente tarda semanas en notar los efectos en su estado de ánimos. ¿Por qué? Empleando una analogía, sería como llenar el depósito de gasolina de un coche y tener que esperar una semana para que arranque. En la depresión, pues, parece que interviene algo más que un mero desequilibrio químico. Tal vez se trata de un funcionamiento anómalo de córtex cingular, o quizás es un proceso que se extiende a diversas áreas cerebrales.
Lo que parece claro es que una persona depresiva registra la realidad de un modo distinto a la persona no deprimida. Ambos son individuos que viven en universos perceptivos distintos, y resulta a veces tan estéril que el deprimido comparta la visión del no deprimido como a la inversa. Por ejemplo, las personas deprimidas prestan mayor atención a los estímulos negativos, como señala este metaanálisis (un estudio de muchos estudios).
Un depresivo puede ser un suicida. Un suicida tiene un funcionamiento anómalo de su cerebro como lo tiene un depresivo. Usar los mismos adjetivos tanto para una persona sana como para una enferma en relación a los efectos de dicha enfermedad, pues, es de todo punto desaconsejable. Incluido el adjetivo egoísta. O cobarde.