El día que la torre del ayuntamiento amaneció varios metros más alta de lo que era, todo el mundo tuvo claro que a la ciudad había llegado un superhéroe. Se llama Superlativo y su misión consistía en hacer aún más grande todo cuanto tocaba.
Empezó por agrandar los monumentos locales, que pasaron a ocupar páginas y páginas del libro de los récords, y cuando hubo acabado con toda la arquitectura, les tocó el turno a los habitantes de la ciudad.
La cosa fue bien cuando el afortunado que era enaltecido por Superlativo veía ampliada con creces su estatura o su belleza (o ambas cosas a la vez). Los líos llegaron cuando el superhéroe hacía también superlativa la gordura, la fealdad o la delgadez de quienes ya eran gordos, feos o demasiado delgados. «¡Serás cabrón!», se encaró con Superlativo la primera persona que vio cómo sus kilos de más pasaban a ser muchísimos más. «¿En qué momento te pedí yo pasar de ser gordo a gordérrimo?».
Dice la norma lingüística que el sufijo -érrimo/a sirve para formar el superlativo de aquellos adjetivos que contienen el fonema /r/ en su última sílaba. Palabras como celebérrimo, paupérrimo o pulquérrimo, que son el sumun de la celebridad, la pobreza o la pulcritud, sirven de ejemplo. Son, dice la Nueva gramática de la lengua española, «variantes alternantes cultas de origen latino».
Pero luego venimos los hablantes a darle vidilla a la lengua, que de tan fina y elegante que se nos pone se hace aburrida, sosa y gris. Y como lo de crear superlativos por el método tradicional (guapísimo, bellísimo, gordísimo…) ya está demasiado visto, en nuestras conversaciones coloquiales nos ponemos creativos y acudimos al sufijo -érrimo/a para hacer aún más grande lo que nos parece enorme, con cierta intención paródica o sarcástica.
Así lo aprecia la RAE, aunque alguno diría que es solo por puro cachondeo. De ahí que exageremos con gordérrimo, tristérrimo, buenérrimo, elegantérrimo y todos cuantos se nos ocurran nuestras conversaciones entre colegas.
¿Es correcto? Depende del registro en el que nos instalemos. No se lo digas a un catedrático de la lengua (a no ser que quieras verle palidecer), pero entre amigos, ya se sabe, todo vale.