«A grandes rasgos, la historia de los viajes ingleses es la de gente en busca de un rayo de sol». Esto decía el escritor Paul Theroux en su libro El tao del viajero y la imagen que existe en el imaginario popular del turista inglés —al menos por estos lares—, vestido en modo verano con sus bermudas, su camisa alegre, su piel cubierta en crema pero aun así quemada, su gorrito y sus sandalias con calcetines, parece confirmarlo.
No obstante, hace cosa de un siglo, la imagen del turista inglés, que ya recorría el mundo y buscaba el sol, era bastante diferente. Una pequeña búsqueda en Google imágenes con las palabras clave «turistas victorianos Egipto» (mucho mejor si se hace en inglés) nos descubre una serie de fotografías algo surrealistas en las que ingleses vestidos a la moda victoriana-eduardiana, es decir, ellos con sus trajes y sus bombines, ellas con sus aparatosos y decentes vestidos y corsés, trepan a las pirámides, posan con ellas de fondo, toman el té entre las ruinas o pasean subidos en camellos. Todo como si el clima egipcio fuese igual al de las Islas Británicas.
Estas fotografías, además de ser fascinantes en sí mismas, hablan también de la época, finales del siglo XIX y principios del XX, en la que nació el turismo de masas tal y como hoy lo conocemos. Ese turismo de cruceros y viajes organizados, ese que puso el mundo al alcance de cualquiera con algo de dinero pero poco espíritu explorador para lanzarse a viajar en solitario. La compañía de Thomas Cook, la primera en organizar este tipo de viajes en grupo, estaba en pleno apogeo y Egipto era el destino perfecto para los que quisieran una buena dosis de exotismo.
Ocupado por el Imperio británico entre 1882 y 1914 (después siguió unas décadas como protectorado), el país de las pirámides prometía fascinación y leyendas a buen precio y de forma relativamente cómoda. Además, como explica Stephen L. Keck en su artículo ‘Going out and doing something’: Victorian tourists in Egypt and the ‘tourist ethic’, los escritores de viajes llevaban tiempo publicando sus crónicas sobre Egipto, haciendo que el público inglés que los leía viese el destino como exótico y distinto, sí, pero también asegurándoles en cierto modo que podrían viajar allí de forma cómoda y segura. De hecho, los propios egipcios enseguida se lanzaron a capitalizar el repentino interés de las masas turísticas por su país y a ofrecer servicios y comodidad y experiencias a los extranjeros que llegaban allí.
El inicio del debate turistas vs. viajeros
Pero no todo el mundo estaba contento con la llegada de estos barcos cargados de ingleses sedientos de leyendas: como siempre que los turistas llegan a un lugar, los compatriotas que estaban allí ya antes, que llegaron con menos facilidades y cierto espíritu de superioridad, veían con malos ojos esa democratización del viaje a destinos exóticos.
Keck recoge los testimonios de algunos de estos viajeros que llegaron a Egipto antes de las masas de turistas y lo que opinaban sobre la cada vez mayor popularidad del país. Lucie Duff Gordon, por ejemplo, vivió bastante integrada (adoptando el Islam, vistiéndose como ellos, aprendiendo el idioma, etc.) varias décadas en Egipto, adonde viajó en busca de un clima más bondadoso con su tuberculosis (uno de los grandes motivos por los que viajaban los ingleses en el siglo XIX y principios del XX). Ella, que vivió un poco antes del gran bum turístico, criticaba que otros europeos no viesen a la gente del país «como gente real, sino como parte del paisaje».
Otros viajeros, como el pintor y escritor R. Talbot Kelly, dudaban del interés real de las hordas turísticas por lo que estaban visitando. En su libro de 1902 Egipto: pintado y descrito, asegura que posiblemente la mayoría de esos turistas que recorrían el Nilo en uno de estos viajes organizados estuviesen «secretamente aburridos», haciendo todas esas cosas únicamente «bajo compulsión moral». El clásico si vas a tal sitio tienes que hacer o ver esto. Aunque no te apetezca.
Una de las cosas que más llama la atención de las fotos es ver a la gente trepando por las pirámides, algo en la actualidad prohibido por razones obvias. Amelia Edwards, una de las egiptólogas más importantes de la segunda mitad del XIX, veía ya el impacto que el turismo masivo podía estaba teniendo en los monumentos: «El turista lo graba todo con nombres y fechas, a veces con caricacturas», se quejaba, mostrando también cierta división entre quién podía hacer eso (ella y gente como ella: expertos en Egipto) y quién no (los turistas ignorantes), ya que como ejemplo del rápido deterioro pone que su propio nombre, grabado en la entrada de una tumba que había descubierto, se había empezado a borrar muy pronto.
Fiestas para desenrollar momias y suvenirs con maldición
Edwards no iba muy desencaminada con todas sus críticas, ya que otra de las aficiones de los turistas ingleses en plena Egiptomanía fue llevarse a casa todo tipo de suvenirs recogidos en las ruinas: desde piedras de las pirámides hasta piedras preciosas robadas de las tumbas, pasando por, sí, las momias.
De hecho, una de las modas de la época, ya de vuelta en casa, parece ser (hay quien cree que la cosa no fue para tanto) que eran las fiestas en las que el evento principal consistía en desenrollar una momia. Al fin y al cabo, como escribió el aristócrata francés Abbot Ferdinand de Géramb a Pasha Mohammed Ali en 1833, «apenas sería respetable, al volver de Egipto, presentarse sin una momia en una mano y un cocodrilo en la otra». Algunos de estos eventos perseguían fines científicos. Otros se hacían después de la cena y los chupitos.
Como sabe todo el que haya visto una película sobre occidentales en Egipto, profanar estas tumbas no sale gratis: el castigo llegará en forma de terribles maldiciones, amenazas que están en muchos casos inscritas en los propios monumentos y que se empezaron a descifrar a principios del siglo XX (aunque ya se hablaba de maldiciones antes), causando el pánico o, por lo menos, el nerviosismo entre los muchos turistas que ahora tenían su casa decorada con los suvenirs de su viaje por el Nilo.
Algunos casos de maldiciones cumplidas llegaron a las noticias: el explorador Herbert Ingram compró una momia —con su inscripción amenazante avisando de una muerte violenta— en Luxor y la envió a su casa; unos años después, cazando en Somalia fue aplastado por un elefante (todo esto fue agrandado y relacionado por la prensa británica, hambrienta de historias truculentas y paranormales).
La excavación de la tumba de Tutankamón en 1923 y lo que le pasó a Lord Carnarvon, quien costeó el proceso (murió tras una picadura de mosquito), y a mucha gente relacionada con el proyecto (curiosamente, Howard Carter, el arqueólogo al frente, se libró de la ira del faraón) no hizo más que afianzar las leyendas que ya existían. Ayudó que el propio Arthur Conan Doyle, ferviente defensor del espiritismo tan en boga en el momento, hablase de la «maldición de la momia». Un buen argumento contra el vandalismo y expolio monumental para los que no creen en todo eso de la conservación y protección del patrimonio.
Foto de portada: Library of Congress. Entre 1860 y 1900.
Una respuesta a «Tomando el té en las pirámides: cuando los turistas victorianos descubrieron Egipto»
Algunos salvajes todavía les da por subirse a las ruinas y acabarlas de arruinar, allí están los que se trepan a la Pirámide del Sol en Teotihuacan (México) con el pretexto de «llenarse de energía» (supongo que se sienten baterías recargables), se toman selfies y las presumen a la par que su ignorancia.