Hace ya varios días que una multitud de personas se manifiesta sin descanso a las puertas de la sede de LEGO, la compañía de juguetes. Desde que en noviembre del pasado año, 2034, sacaran al mercado sus piezas con inteligencia artificial, estas se han ido uniendo de forma autónoma y simbiótica y han creado juguetes superdotados que campan a sus anchas por la ciudad.
En casa de los Pérez González, como cada día desde que esta noticia ocupa todos los telediarios, tienen un intenso debate ético en torno a los juguetes que ahora, de una forma u otra, han ocupado su vida casi sin avisar.
—¡Pero cómo puedes decir eso, yaya! —comenta la madre de familia señalando al LEGO que, mientras discute con su suegra, se ha convertido en un tacataca eléctrico.
La abuela nonagenaria, que hasta hace unos meses no se podía levantar y que ahora camina a gran velocidad, dice que no le gusta que le hagan la compra, la saquen a pasear en brazos o vuelva a ser, como en los viejos tiempos, una gran esquiadora.
—Que no, Manoli, que no. Que yo prefiero estar postrada a ser un robot.
En la televisión, se ven imágenes de manifestantes heridos por culpa de los altercados que ha habido entre ellos mismos durante sus protestas. Menos mal que algunas decenas de LEGO se han ofrecido voluntariamente a trabajar para el servicio médico y, además de curar a las personas heridas, están dando servicio psicológico a quienes lo deseen.
El LEGO de los Pérez, que no comprende cómo toda la familia, salvo Manoli, juzga a sus hermanos por hacer el bien, ha sentado a la abuela y se ha ido a corretear con el perro por el parque del barrio. Allí, a él y a otros como él que barrían, empujaban a niños en los columpios y ayudaban a cruzar los semáforos a personas ciegas, les han tirado piedras e insultado al grito de «¡Peligrosos!», «¡Invasores!» o «¡Idos ya de aquí!».
Cada vez está peor la situación y ellos, los juguetes, que no saben comportarse de otra manera con la humanidad, se sienten perdidos. Intentan seguir ayudando y de esta forma —parece— generan todavía más odio.
De vuelta a casa, la de los Pérez, LEGO empieza a recoger los platos y prepara unos cafés para la sobremesa, en la que siguen debatiendo sobre las respuestas que ha recibido uno de los reporteros que entrevista a los manifestantes: «A mí me da mucho miedo que se construyan ellos solos», dice uno. «Nos van a quitar el trabajo», comenta otro, «¿para qué vamos a quedar los seres humanos?».
—A ti te va estupendo, Paco —increpa Manoli a su marido— Sigues haciendo lo mismo: nada.
El matrimonio, como de costumbre, vuelve a discutir fuertemente sobre lo que hace uno o sobre lo que hace otro hasta que, sorprendentemente, escuchan a su hija adolescente reírse en su habitación. Hacía mucho que no oían ese sonido.
Felices por ella, que siempre anda triste y cabizbaja, se acercan al cuarto hasta que, al abrir la puerta, LEGO y su hija, roja y despeinada, se tapan las vergüenzas con las sábanas.
—¡A ver si te pensabas que era solo para ti, mamá!