—¡Hola!
—¡Hola! ¿Qué tal?
—Pues bien… ¿y tú?
—Bien también, gracias.
Así, entre fórmulas de cortesía tan necesarias como aparentemente banales, empiezan muchas de las conversaciones en las que participamos los humanos cada día. En casas, en oficinas, en ascensores, en caminos, en parques, en campos, en cafeterías. Entre personas que se ven todos los días o hace años que no se cruzan; entre amigos íntimos o perfectos desconocidos.
Los primeros pasos son fáciles y siguen un guion no escrito pero dictado por el contexto y la cultura. Después, las cosas están menos claras. Todo puede fluir hacia una conversación larga y satisfactoria o avanzar a trompicones entre silencios incómodos. Dependerá de la pericia y personalidad de los interlocutores, así como de la relación que los une.
Cada vez que nos enfrentamos a una conversación, a un intercambio verbal que no tiene un objetivo claro del tipo «quiero dos entradas para la sala 3», realizamos un rapidísimo proceso de análisis y valoración de nuestra propia vida y experiencias. Qué hemos hecho, qué nos ha pasado, en qué hemos pensado, qué hemos sentido. Repasamos, nos preguntamos si tiene sentido contarlo, y seleccionamos o descartamos. Hay gente que siempre encuentra algo interesante (o que considera interesante) que contar. Y hay personas que en ese proceso de edición mental solo descartan. «Pues todo igual, no tengo novedades», acaban diciendo.
Reconocerse en este último grupo de personas, que hasta tienen su propio vídeo de Pantomima Full (Soso), no es agradable. Si, según los expertos, una de las cosas que hacemos al hablar con alguien es intentar proyectar una imagen determinada de cómo queremos que nos vean, darse cuenta de que la imagen que se transmite es la de una persona que nunca tiene nada que contar suele resultar en un extra de ansiedad social. ¿Es de verdad la vida de unos tan interesante y la de otros tan hueca?
Los psicólogos Debra A. Hope, Richard G. Heimberg y Cynthia L. Turk, autores del libro Managing Social Anxiety, Workbook, explican que en muchas ocasiones es la propia persona con ansiedad social la que se convence a sí misma de que no tiene aptitudes sociales o no es buena conversadora. Aunque haya muchas situaciones que les demuestren lo contrario –por ejemplo, en sus interacciones en el trabajo–, siguen definiéndose como alguien malo socialmente. Cada vez que en una conversación se produce un silencio, creen que es solo su culpa. Como si una conversación no fuese cosa de al menos dos.
EL REINO DE LA ANÉCDOTA
Si la vida fuese un árbol, la anécdota sería su mejor fruto, ese seleccionado por manos expertas, recogido justo en su punto y exhibido sobre un cojín dorado. Una de las salas de exhibiciones más visible es el plató de un talk show. Los programas de entrevistas a celebrities de tradición norteamericana ofrecen un ejemplo perfecto de cómo usar la anécdota para proyectar cómo queremos que nos vean.
En los pocos minutos en los que la persona famosa está sentada en el sofá, le da tiempo a promocionar el producto que están presentando, participar en algún juego que proponga el presentador y contar algo gracioso, una situación curiosa o loca que haya vivido.
No son situaciones espontáneas y lo que cuentan no es la primera anécdota que se les viene a la cabeza, pero sirven su cometido: con el uso de un humor muchas veces autocrítico consiguen acercarse al público y parecer más personas que estrellas, además de crear la ilusión de que sus vidas son siempre así, divertidas e interesantes. Y posiblemente no lo sean, o no todo el rato.
Los talk shows no son un ejercicio de improvisación. Esas anécdotas «espontáneas» surgen tras una preentrevista, una conversación previa que el entrevistado tiene con un productor. En la vida real no contamos con un productor que nos ayude a dar con esa cosa graciosa o fascinante que contar, así que las cosas son más difíciles.
EL ARTE DE LA BUENA CONVERSACIÓN
A juzgar por el número de artículos que hay en internet con consejos para ser un buen conversador, lo de no saber qué decir y temer los silencios le pasa a mucha gente. El fundador de HabilidadSocial.com, Pau Forner, recomienda en su web reenfocar el problema: «El principal obstáculo para mantener viva una conversación no es quedarte sin nada que decir, sino quedarte sin nada que querer decir». En ese proceso de descarte, nada pasa el filtro. Por miedo, por vergüenza o por creer que a nadie le va a interesar –normalmente aquí hay también un tema de autoestima–.
La conversación, no obstante, es cosa de al menos dos personas, por lo que el silencio no es nunca culpa de una sola. Para evitar esos silencios, uno de los consejos que ofrece la periodista Celeste Hadlee en su charla TED es enfocar cada conversación como una entrevista. Si uno no sabe qué decir, siempre puede preguntar, convertir al interlocutor en entrevistado y dar por hecho que es alguien interesantísimo (porque posiblemente lo sea).
Guiar y llevar la conversación hacia lugares con más chicha es también lo que recomiendan desde el centro de educación en cosas de la vida The School of Life. «Un buen conversador es como un buen editor», dicen en su sección sobre conversaciones. Ese editor descarta la paja de lo que dice el otro y tira del hilo de lo más interesante que ha mencionado. En lo que llaman cruces de camino conversacionales, enunciados en los que se habla de un hecho y un sentimiento, un buen editor tira de esta última parte.
Para nuestro turno de conversación, en The School of Life recomiendan dejar el miedo y vergüenza atrás: explicar sentimientos y no solo una retahíla de hechos, mostrarse vulnerable y no centrarse en lo bien que nos va, no irse por las ramas y saber leer a nuestra audiencia, detectar si lo que decimos les interesa o aburre. Y, en ese pequeño partido de tenis que es una conversación, respetar turnos e ir hacia donde haya ido la pelota, aunque devolverla vaya a ser incómodo. «Hacemos muchos esfuerzos para vernos, pero luego a menudo no conseguimos conectar», aseguran. «La buena noticia es que podemos aprender a hacerlo».
No hace falta ser una exploradora del siglo XIX o una celebrity que vive entre famosos y yates de lujo para que lo que tengamos que contar resulte interesante a la persona con la que estamos hablando. Solo hay que imaginar que somos nuestro propio productor y hacernos esa pequeña preentrevista previa.
En My Fair Lady, el profesor Higgins recomienda a Eliza Doolittle que se limite a hablar del tiempo y la salud si se queda sin tema de conversación. ¿Seríamos buenos invitados en un sillón de entrevistado hablando del efecto de la lluvia en nuestras rodillas? Solo si lo contamos con gracia. Quizá en esos casos lo mejor sea cambiar de sitio y sentarse en la mesa del entrevistador. O mencionar el consejo del profesor Higgins y hablar sobre lo difícil que es a veces hablar. Eso nunca falla.