Miércoles de otoño en Agencia de Publicidad. Imaginen el cuadro. Las idas y venidas, los Spotifys, el olor -cargado a humanidad y con algún destello de perfume caro-. El trabajo duro. La procrastrinación.
Y, de repente, alguien parece divertirse. «¿Habéis visto este vídeo?». Gira su iMac de infinitas pulgadas y ahí está. Uno de esos vídeos que muestra -quién sabe si con fines divulgativos o con pretensión de escarnio- a los swaggers. Una -dicen- nueva tribu urbana de la que se habla poco en según qué contextos y que cuenta entre sus filas con grupos de jóvenes de 15 años en adelante, armados con gorras planas, pantalones remangados, Nike Roshe Run y peinados imposibles.
Entonces, entre los comentarios de los compañeros, los descubrimientos, los «¿a ver ese otro vídeo…?» y la mofa generalizada, alguien se acuerda de su barrio. De esa ingente cantidad de chavales de institutos de la periferia que, siguiendo la estela de los bakalas, pokeros y reggaetoneros a comienzos de siglo, se han unido en torno a algo que rebasa ampliamente los límites de la moda para convertirse en una escala de valores, en una forma de ver y representar el mundo.
Los swaggers son una subcultura con unos códigos y patrones muy marcados, y con unas características que los convierten en únicos. El dembow, ese ritmo tan contagioso y a la vez tan menospreciado al que esta subcultura rinde culto, ha sido el perfecto catalizador para la formación de grupos mixtos de jóvenes de origen español, latinoamericano, subsahariano y magrebí, que suponen un interesante ejemplo del proceso de integración de los inmigrantes durante estos últimos 10 años.
Y mientras, en la agencia, la gente ríe. Exclama. Dice sentir vergüenza ajena mientras mira con ojos de espectador vago el último de los vídeos que muestra a esos jóvenes swaggers haciendo pasos de baile imposibles sin quitarse la gorra mientras se hace selfis en la puerta de la Apple Store de Barcelona.
Entonces alguien empieza a pensar en lo interesante del comportamiento de estos grupos y en cómo parecen haber reinventado la forma de entender el consumo, las relaciones sociales y el uso de la tecnología. Inevitablemente, esa persona se pregunta por qué la publicidad no ha hecho ningún esfuerzo por entender y acercarse a esta subcultura, que tiene un alcance masivo en las zonas periféricas de las grandes ciudades y cuenta con un tremendo potencial en términos de consumo y uso de medios digitales.
Y ahí es cuando se da cuenta de cómo la publicidad se encuentra inmersa en un doble proceso: por un lado, el de dejar fuera de sus planes a todo aquel que considera ‘periferia cultural’; por otro, el de acomodarse e instalarse en el universo hipster como modelo cultural, de consumo y de conducta. Mientras que los jóvenes de gorra plana y movimientos vertiginosos de cadera no encuentran referente en la comunicación de ninguna marca, los hipsters parecen haber invadido cada espacio de la vida pública.
La amalgama de canales y medios, digitales o no, se encuentra totalmente copada por barbas, fixies, food trucks y jerséis de abuela. Los festivales a lo largo y ancho del país han sido invadidos por una short list de grupos indies que hace difícil diferenciar a un festival de otro. Si tienes moño, molas. Y el nuevo must es abandonar Ikea por las tiendas vintage.
Lo cierto es que este no es un fenómeno nuevo. Si consultamos a los teóricos del omnivorismo cultural, nos damos cuenta de cómo, a lo largo de la historia, el desprecio al consumo cultural de las clases bajas -los denominados ‘lowbrow univores‘- y el ensalzamiento y casi beatificación del consumo cultural de las clases con mayor acceso a la educación -‘highbrow univores‘- han ido completamente de la mano. Han convertido a los primeros en una masa marginal cuyas manifestaciones culturales y sociológicas no deben ser tenidas en cuenta y han hecho de los segundos una casta -qué palabra tan de moda- de referencia a la que mucha gente ansía pertenecer. La tendencia se acentúa con el tiempo, convirtiendo a los primeros en un objeto de escarnio y a los segundos en un grupo de personas tremendamente esnob que ignora y discrimina a todo cuanto está por debajo de ellos.
De este modo, la publicidad, esa industria a la vez productora y reproductora de estereotipos y pautas de comportamiento social, parece estar jugando a un juego contrario a su naturaleza: obviar a grupos masivos de personas que tienen una fuerte tendencia al consumo, a la interacción digital y que cuentan con perfiles influyentes y centrarse en comunicar y reproducir solo aquello que complace a un grupo que se percibe así mismo como exclusivo y que rechaza todo aquello que esté fuera de sus patrones, o que trate de imitarlos.
¿Acaso no resulta desalentador? Asistimos a un proceso en el cual las marcas, las agencias y los responsables de medios están desaprovechando la oportunidad de comunicarse con un grupo enormemente abierto a la interacción y a las nuevas formas de consumo para centrarse en otro cuya característica principal es la pretensión de exclusividad y el rechazo a lo mainstream.
Lo peor de todo es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que ni siquiera saben por qué tiene lugar este fenómeno. Ni se lo plantean. Algunos, incluso, ni siquiera saben de qué se les habla. Lo cierto es que, preguntando a los publicistas, uno podría tener la sensación de que, la mayoría de las veces, lo que ocurre es que no se enteran de nada.
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