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Turisteo radiactivo

En noviembre de 2011, el fiscal general del estado de Ucrania prohibió las visitas turísticas a la central nuclear de Chernobyl. Se cumplían entonces 25 años de la explosión del reactor número cuatro del complejo, un accidente que provocó la evacuación de decenas de miles de personas y la muerte de otras tantas por efectos de la radiación. El fiscal alegaba que no estaba claro quién se estaba beneficiando con las visitas ni qué se estaba haciendo con el dinero. El Ministerio de Emergencias, supervisor del negocio, respondió que todo era legal, pero el fiscal zanjó el tema y dijo que no habría más visitas hasta que no se aclarase el asunto.

La cuestión económica no es nada ridícula. Hasta 2011, Chernobyl recibía cada año entre 6.000 y 10.000 turistas a razón de 150 euros por excursión. Varias agencias organizaban visitas a la central situada a unos 150 kilómetros de Kiev. Lo grupos salían de la capital ucraniana y llegaban a la zona de exclusión, un círculo de prohibición de 30 kilómetros de radio alrededor del complejo. Hasta hacía poco tiempo, nadie podía entrar allí a excepción de algunos trabajadores. Nada de visitas ociosas ni de cámaras de fotos.

Una de las agencias, Solo East Travel, empezó a contratar tours en 1999. Sus portavoces dicen que la parafernalia turística arrancó entonces porque Naciones Unidas instó al Gobierno ucraniano a que permitiese las visitas a la planta y a sus alrededores. Solo East no especifica a qué se refería exactamente Naciones Unidas con ‘visitas’ y concreta que ahora, con la prohibición, organizan ‘visitor trips’, nada de ‘touristic trips’, que son perfectamente legales, oficiales a pesar de que las autoridades son muy estrictas con el papeleo. ¿Y la prohibición del fiscal por el asunto del dinero? Todo legal…

Las razones del fiscal atendían en cualquier caso al bolsillo ucraniano y no al supuesto peligro que podría correr un turista de visita a Chernobyl. Cientos de miles de personas habían dejado sus casas por la radiación y entonces, 15 años después, puñados de centroeuropeos ya peleaban por la mejor instantánea del reactor y su sarcófago. Obviamente, la curiosidad vencía al cesio radiactivo.

El guía Sergei Ivanchuk recuerda la primera vez que fue a Chernobyl. “Fue en al año 2000. Tuvimos que cambiarnos de ropa y cubrirnos por completo, con botas y máscara especiales. Daba miedo y todo nos impresionó”, recuerda, “sobre todo el reactor, Prypiat y otras ciudades vacías”.

La Unión Soviética concibió en su día un plan para desarrollar un enorme complejo de centrales nucleares en Chernobyl. Prypiat, a escasos kilómetros de la central, sería el hogar de sus trabajadores y ya en el momento del accidente alojaba a decenas de miles de la primera planta, la VI Lenin, la siniestrada. Ahora la ciudad luce desierta, fantasmagórica. Enormes edificios de estampa soviética dominan todavía el paisaje entre árboles que reclaman su espacio con insistencia. Es una distopía amable, la mutación de un futuro que no existió. Una noria enorme y unos cuantos autos de choque subsisten al óxido frente a decenas de lentes fotográficas cada semana. La gente sonríe, posa ante la cámara y pasea por una ciudad que ya no es, curiosa, alucinada, quizá algo morbosa. Sergei dice que los niveles de radiación en Prypiat apenas alcanzan ahora los “50 micro roetgens la hora”, lo que al parecer permite al ser humano campar a sus anchas.

Además de Prypiat, el Gobierno soviético desalojó también al campesinado de los pueblos cercanos. Con el paso de los años, algunos volvieron y ahora viven de sus animales —mantienen pequeñas granjas con cerdos y gallinas— y de las hortalizas que les lleva un camión cada una o dos semanas. Es curioso pero la vuelta de los campesinos —hablamos de apenas unos cientos en pequeños pueblos como Paryshiv, no en Prypiat— ha coincidido con un renacer natural. De repente, los animales volvían a Chernobyl. Prypiat amanecía inundada del canto de los pájaros y el bosque rojo se convertía en una bella atracción por sí mismo —pese a que conservaba altísimos niveles de radiación—. Nacía un extraño sincretismo de pasado nuclear y futuro verde, una aleación floral trufada de sospechas sobre lo que ocultaba aquel manto de prosperidad natural. ¿Podía recuperarse la tierra de un accidente nuclear equivalente a cientos de bombas de Hiroshima tan rápido? Sí y no. Al parecer no era tanto un milagro como el hecho obvio de que la marcha de tanta gente había provocado en sí un descanso para la naturaleza.

Sea como fuere, Chernobyl impresiona por su soledad infinita. La zona registra un movimiento continuo, es verdad. Los visitantes fotografían, andan, comentan, van a Prypiat, visitan los pueblos, miran absortos la central… Los trabajadores, enfrascados en la construcción de un nuevo sarcófago para el viejo reactor, participan también del ajetreo. La estructura debería contener cualquier radiación en los próximos cien años y evitar así una nueva catástrofe; es la historia que cuentan los guías mientras los demás miran el reactor. Luego la marcha continúa y el silencio domina de nuevo Chernobyl, la soledad de un lugar que dejó de ser.

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