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Ultrarradio: De la tradición del fanzine al experimento estético elitista


Si uno se deja llevar por la inercia, Ultrarradio puede parecer uno más de los muchos colectivos de autoedición que nacen, crecen y se reproducen de forma continua desde el crash que tuvo el mercado del cómic en los años 90. Huérfanos de editoriales que apostaran por autores noveles, enterrados por el negocio sencillo –que no pingüe– de la franquicia y ayudados por el abaratamiento de la tecnología, los autores más jóvenes comenzaron a organizarse, a buscar una forma cooperativa de sacar adelante su ilusión por contar historias y sus ganas de ver publicado su trabajado.
Fueron los años de Epicentro, de 7 monos, herederos naturales y actualizados al cercano siglo XXI de aquella causa común combativa que fueron Los tebeos del Rrollo y demás compañeros de zozobras transicionales, pero también germen de una nueva forma de entender la creación nacida desde una autogestión que transformaba la supervivencia en opción real.
Un camino que, desde entonces, se ha visto surcado por muchos colectivos, siempre contagiados de esa rabia necesaria que busca cambiar las cosas y romper lo establecido en mil pedazos, que se planta y grita a los cuatro vientos “¡Estamos aquí!”, retando al futuro lector y al mundo.
Y sí, Ultrarradio tiene muchas de esas virtudes, no es necesario enumerarlas, pero tiene matices que rompen ese discurso para dar un paso adelante hacia nuevas posibilidades.
Nacen y son fieles al espíritu de vanguardia que es necesario desde la tradición del fanzine, desde esa colección de nombre tan propio de Fotocop, donde Mireia Pérez, Puño, Leandro Alzate o Nicolai Troshinsky hacen gala del encanto de la fotocopia y la grapa montada a golpe de mano con espíritu de distribución entre amigos.

De esos tiempos de tijeras y celo puestos un poco al día. Pero no renuncian al experimento estético más elitista, tan restringido como de vocación exquisita, representado por esa colección Láminas Bonitasdonde, de nuevo, Mireia Pérez hace particular homenaje a Sendak.
Sin embargo, no se quedan ahí y el colectivo deja la individualidad para tener discurso propio desde tres proyectos tan diferentes como sugerentes: Mortland, Transdimensional Express y Hundlebert Syndrome, una vuelta de tuerca a la idea de cadáver exquisito que abandona algo de la secuencialidad original para jugar a la exploración de la conexión creativa, desde un atrevimiento desvergonzado que, paradójicamente, se atreve a marcar pautas y constricciones argumentales y formales al creador con un resultado inesperado: una reglas que saltan por los aires siendo escrupulosamente respetadas.
Y el lector atiende, pasmado, a una obra que tiene sentido en lo grupal y en lo personal, tan polifacética como cohesionada y coherente.
Y esto sólo es el principio.


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