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Viajar como forma de sustento: así trabajaban hace 100 años las viajeras profesionales

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Si había algo que molestase a Catherine Gasquione Hartley en sus viajes era un tipo de viajero británico, uno de esos viajeros «pagados de sí mismos» que siempre da «lecciones instructivas» a los demás sobre lo que le espera en el destino. Hartley tenía un ejemplo claro, el del viajero que iba con ella en un vagón de tren de Barcelona a Valencia y que sentenció a final de trayecto que el paisaje no le había gustado, después de pasarse todo el camino leyendo un periódico inglés y obviando lo que le mostraba la ventana.

Eso sí, Hartley no solo podía juzgar a sus compatriotas, sino que además también podía tomarse su revancha. Todo lo que veía en sus viajes era material potencial para lo que después escribía, porque Catherine Gasquione Hartley era una viajera profesional de principios del siglo XX. Todas las anécdotas de sus viajes eran material goloso para un libro.

La primera vez que alguien me habló de las viajeras profesionales fue en una entrevista con un experto en historia del turismo. Estábamos hablando sobre los inicios de esa industria en España, así que las viajeras profesionales se quedaron como un dato más señalado de pasada, mientras el experto en cuestión hablaba de varios tópicos que asumimos sobre el turismo del pasado que no son exactamente ciertos. Su lista rápida lista apuntaba, por ejemplo, que no solo viajaban los ricos o que las mujeres también lo hacían y lo hacían en ocasiones solas, como era el caso de algunas de estas viajeras profesionales.

A principios del siglo XX, como recoge el libro colectivo Los orígenes del turismo en España, un tercio del total de los viajeros que entraban en España eran mujeres que lo hacían solas. «Aludimos a turistas en masculino, pero en realidad era importante el contingente de mujeres viajeras, que muchas veces se desplazaban solas», se puede leer. Para verlo, se pueden analizar las cifras de un año concreto. En 1932, del total de personas que entraron en España a hacer turismo el 36,7% eran mujeres que lo hacían sin compañía.

[pullquote]En 1932, del total de personas que entraron en España a hacer turismo el 36,7% eran mujeres que lo hacían sin compañía[/pullquote]

Estas viajeras solitarias tienen una explicación histórica. El período era un momento de cambio global en la situación que ocupaba la mujer, por un lado, y en el papel que tenía el turismo en la vida cotidiana, por otro. Ahí están, como muestra, las mujeres que protagonizan Abril encantado, la novela de Elizabeth von Arnim, publicada en 1922, y que se van, como estrellas de una película feel-good de tarde, a descubrirse a ellas mismas alquilando una casa en la Toscana.

Dibujo a lápiz de Elizabeth von Arnim (JJburlinson, bajo licencia CC)

Además, los nuevos medios de transporte abrían nuevas oportunidades a las mujeres. Los transatlánticos vivían en aquellos años su edad de oro como espacio para el viaje por placer. Como explica en Maiden Voyages Siân Evans, las mujeres encontraron en ellos una oportunidad laboral (por tener, estos barcos tenían hasta a nadadoras profesionales residentes) pero también una para ser ellas mismas turistas y hacerlo por su cuenta.

Viajar para ganarse el pan

Es en ese fascinante contexto del comienzo del turismo moderno en el que operan las turistas profesionales. Entre finales del siglo XIX y principios del XIX, unas cuantas mujeres se lanzaron a recorrer el mundo para después contarlo. Como explica Kristy Hooper en uno de los capítulos del ya citado Los orígenes del turismo en España, en esa época había dos grandes tipos de viajeras británicas que escribían y publicaban libros de viajes.

Unas eran las mujeres ricas, de clase alta, que viajaban por gusto y con todo tipo de comodidades. Las otras eran directamente escritoras profesionales, que viajaban porque era su manera de ganarse la vida. Algunas eran también fotógrafas, completando sus impresiones escritas con las imágenes que capturaban y redondeando sus libros.

La ya mencionada Hartley es una de las viajeras profesionales que la investigadora pone de ejemplo, pero no es la única. Margaret D’Este, Annette Meaking, Sybil Fitgerald o Rachel Challice son otras. Poco es lo que sabemos de forma concreta sobre cada una de estas escritoras profesionales, aunque los escasos datos que se han recopilado sobre sus perfiles permiten visualizar biografías fascinantes.

Rachel Challice, por ejemplo, según datos que también ha recopilado Hooper, era una especie de emprendedora de las letras en el Londres de 1900, dueña del Spanish Information Bureau, traductora del entonces popular Armando Palacio Valdés y autora de un grandioso libro por encargo sobre el balneario de Mondariz, con el que sus responsables querían captar a los turistas británicos. Lily Higging, otras de las viajeras profesionales que rastreó esta investigadora, necesitaba una fuente de ingresos propia. Fue novelista y escritora, pero también viajera profesional.

Y, posiblemente, en el listado de viajeras profesionales también debería entrar la Baronesa de Wilson. Emilia Serrano es una de esas figuras olvidadas de entre las escritoras españolas del siglo XIX y tiene una de esas biografías rocambolescas y novelescas de las que no es difícil sospechar que la mitad de lo que se cuenta es mentira, pero que lo que ocurrió de verdad seguro que era más impresionante. Serrano se casó muy joven, tuvo una hija que murió en la primera infancia y se quedó viuda. Tras todos estos hechos vitales, emprendió su carrera como autora.

 

Ese primer marido le dará su ‘personaje’ literario, porque le permitirá firmar como Baronesa de Wilson. Ganar se ganaba la vida con el periodismo y con los viajes. En la segunda mitad del siglo XIX se recorrió América viajando sola y escribiendo sus impresiones en diferentes libros.

La experiencia vivida frente a la guía Baedeker

Los libros de estas viajeras profesionales funcionaban como una alternativa a las populares guías Baedeker, las que por su inmensa popularidad podrían ser las Lonely Planet de hace cien años. Como una de esas escritoras profesionales, Denise Le Blond, resumió en uno de sus libros sobre un viaje por España su propuesta servía para «dar a los que se proponen visitar España un suplemento a las guías que llevarán».

Leer a Catherine Gasquione Hartley –y ahora es bastante accesible, al menos si se lee gallego, porque la editorial Rinoceronte acaba de publicar la traducción de Un verán en Galicia– lo demuestra de forma perfecta. Hartley alude en ocasiones a la guía y remite a sus lectores a lo que esta dice, dejando claro que ella lo que está relatando es una experiencia vivida. Es algo con una dimensión diferente. Al viajero le ayudará a hacerse una idea de lo que se va a encontrar y, si no, a viajar de forma inmersiva desde el salón de su casa.

Esto es también lo que hace que los libros de estas viajeras profesionales resulten tan atractivos ahora, cuando quienes los leen son más bien los habitantes de los lugares que capturan. De hecho, al preguntarle a Moisés Barcia, el editor de Rinoceronte, por qué publicar ahora nuevamente a Hartley dice: «porque siempre tiene interés, más ahora que en su momento, ya que hay muchas cosas que han desaparecido». Catherine Gasquione Hartley refleja, por ejemplo, la existencia de peces ya desaparecidos de los ríos gallegos o habla de paisajes que hace mucho que ya no existen, pero también aborda cuestiones como la modernización o los cambios sociales. Por escribir, hasta escribe un capítulo sobre cómo son las mujeres de Galicia y sus derechos.

Nada que ver, por tanto, con las recomendaciones sobre los mejores hoteles o cómo desplazarse con el mejor billete de tren de una guía al uso. Las viajeras profesionales lograban crear la ilusión de que estabas yendo con ellas.

 

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