Un día el periodista asturiano Alberto Arce pensó que podría ser buena idea convertirse en el único reportero español que voluntariamente permaneciera en Gaza durante la operación Plomo Fundido (2008/2009). Cerca de 1.500 palestinos murieron en 22 días bajo las bombas del ejército israelí, y los comunicadores extranjeros fueron avisados de que sus vidas quedaban en manos de Yavé si no acataban la orden de salida del territorio.
No se planteó tampoco demasiado lo de atrincherarse entre rebeldes en la revolución libia de 2011. Y con las mismas, se plantó con su libreta, su cara de perdido y sus gafas de pasta en escenarios con el grado de amabilidad de Irán, Irak o Afganistán. Trataba de vender alguna noticia al medio que se la comprase.
Este actual reportero de Associated Press, coautor del afamado documental To Shoot an Elephant, reconoce que no tenía «ni idea de donde se metía» cuando la agencia estadounidense le mandó de corresponsal a Honduras (2012-2014), un pitufo centroamericano por donde corre el 90% de la cocaína que viaja de sur a norte, solo se resuelven el 10% de los crímenes cometidos y mueren asesinadas 85 personas de cada 100.000 habitantes. Una cifra que ni Irak ni ningún otro país del planeta alcanza.
Para su nuevo libro Novato en Nota Roja (Libros del KO) el autóctono Germán Andino le sirvió de ilustrador y de guía para enseñarle «la realidad de Tegucigalpa». En él, Arce, que escribió las páginas junto al ilustrador entre cervezas sin salir de casa «porque hay miedo a salir a la calle», tormentos noctámbulos y noches en vela de grandes aspiraciones, narra la experiencia real de un reportero que busca «los porqués que nadie pregunta» en el país más violento del mundo. «El que más miedo me ha dado en toda mi vida».
Alberto, hay algo que no entiendo muy bien. Gaza, Irak, Afganistán, Libia… ¿Y lo que te da miedo es Honduras?
Porque cuando estás en Gaza o con un grupo de combatientes libios, estás solo; o con Ricardo García Vilanova a tu lado, que es un tipo más duro que tú. Estás en la adrenalina del momento, del no parar, de la violencia episódica, rápida. Batalla, pum, en 20 días se acaba y me regreso a casa. Pero no estaban mi mujer y mi hija conmigo. En Tegucigalpa da miedo ir a buscar a tu hija al colegio. O estás cenando con tus amigos y oyes una ráfaga de ametralladora a 100 metros de casa. No es lo mismo vivir en un lugar de manera continua donde hay una violencia extrema que ir a cubrir una guerra con otros dos machos alfa. Ni salir en Tegucigalpa con el triciclo con tu hija, que vas aterrado, que ir en un coche blindado a cubrir una batalla. Tegucigalpa es más pequeño que Gaza y cada año mueren más personas de manera violenta allí. No vas a cubrir una batalla, sino una rueda de prensa insustancial, y de repente puede venir un hijo de puta con una motocicleta y meterte un tiro para robarte el iPhone un martes a las once de la mañana. Es una muerte muy poco épica. Y esa violencia sorda se te mete mucho más dentro. Te cambia mucho más el carácter, te da mucho más miedo.
Define Honduras
Para mí es un Estado fallido. Siempre hablamos del concepto de Estados fallidos refiriéndonos a países que están en guerra abierta, y a ser posible que sean musulmanes y orientales. Pero de repente me encuentro que hay un país, que es una democracia formal, occidental, cristiana…, pero que cumple con todos los requisitos para ser considerado un Estado fallido. No tiene control sobre la totalidad del territorio, no puede dar seguridad a sus ciudadanos y no puede garantizar la prestación de servicios públicos en gran parte del territorio. A esto se le suma que está gobernado tras el quiebre institucional que supone un golpe de estado (2009). Yo ahí me encuentro con la dificultad de narrar lo que yo creo que es un Estado fallido pero que en la narrativa periodística no lo es. Trato, durante dos años y medio de reporteo, de que el lector entienda eso, algo que vuelvo a explicar en conjunto en el libro.
¿Y por qué querías ser tú el que se preocupase por contar esto? Sabes que la triste realidad de Honduras, periodística e internacionalmente hablando, es que es un lugar que no le importa a nadie…
Hay dos maneras de contarlo, la épica o la real. La épica es la de que el periodista tiene una responsabilidad ante el mundo de contar lo que el mundo no sabe, y se trata de un país en el que no hay corresponsales extranjeros y está pasando algo muy grave. La real, es que en estos momentos el reporterismo es una profesión en vías de extinción. Nuestra fuerza de trabajo no está valorada en el mercado y básicamente no tenemos opción. Creo que acabé en Honduras porque hubo muchas personas antes que yo que no aceptaron ir. Es decir, porque soy un trabajador que tenía que sostener a su familia. Creo que ninguna persona en su sano juicio con una hija de ocho meses se hubiera ido a vivir a Honduras, si hubiera tenido una alternativa.
Hablas y escribes como habiendo salido de un lugar aterrador, pero ¿crees que eso lo percibes tú así o también los hondureños?
Yo creo que los hondureños, lamentablemente, están acostumbrados. Hay una escena que lo describe perfectamente: cuando hay un muerto, o cuando hay cuatro muertos tirados en una esquina con la cabeza reventada, o decapitados, o lo que sea, la gente no huye, sino que los vecinos salen de su casa y rodean al muerto. Las mamás llevan a sus niños pequeños y se quedan mirando el espectáculo una, dos o tres horas. Si hubiese un muerto en España, si aparece un decapitado en medio de Noviciado, en Madrid, la gente se iría. No llevaría a su hijo a ver al decapitado. Honduras se ha acostumbrado a la muerte.
¿Eres un tipo miedoso, Alberto?
Yo soy una persona que entra sistemáticamente en pánico. Tengo vértigo, tengo miedo a la oscuridad, a la altura, tengo un miedo pavoroso a la muerte, al dolor físico. Extremadamente miedoso. De hecho, creo que soy cada vez más miedoso porque he visto lo fácil que es matar a un hombre y he visto lo que duele morirse.
¿Y con ese miedo te dedicas a lo que te dedicas?
A mí me gusta mucho el periodismo, soy un periodista vocacional. Durante mucho tiempo pensé que el periodismo servía para algo, que era una especie de misión. Esa idea con el tiempo se diluye, pero tienes que aguantar haciendo coberturas violentas, porque es el trabajo del que vivo. Lo que yo he hecho en la vida es llegar a lugares en los que hay diez cuerpos reventados delante de mí. El problema es que ahora siento que solo sé hacer eso, y me gustaría poder dejarlo, al menos un par de años, porque yo veo un muerto y me quedo soñando con ese muerto una semana. Y no veo uno, veo muchos.
Te quejas en el libro de que los periodistas hondureños no hacen preguntas y se dedican a sacar la foto del muerto.
En Honduras se responde a cuatro preguntas del periodismo: qué, cómo, quién y cuándo, pero nunca se responde al por qué. Los periodistas no preguntan, saben perfectamente qué es lo que no hay que preguntar. Se hace un periodismo de cuentamuertos, de sacar el charco de sangre. Casi nunca trata de entender qué ha pasado. Pero a un lector en Valladolid, o en Ohio, si mueren dos taxistas en San Pedro Sula, le interesa más saber sobre el fenómeno de la extorsión a los taxistas que saber si le cayeron cuatro tiros en la cabeza o fueron dos. Esa es la diferencia de lo que busca allí el periodista extranjero.
¿Crees que no quieren saber los porqués por miedo o por desidia, porque nunca nadie les da la información que necesitan?
Hay dos mecanismos: en Honduras el miedo genera autocensura. La sociedad hondureña vive atrapada por el miedo y los periodistas son parte de la sociedad. El primer mecanismo es la autocensura del periodista, que no quiere meterse en problemas. El otro fenómeno que afecta al periodista hondureño es un fenómeno totalmente generalizado llamado la machaca, que significa que el Gobierno en sus diferentes formulaciones tiene en nómina a los periodistas. Algunos de ellos no trabajan ni para un periódico. En Honduras no existe el periodismo independiente como lo entendemos en el resto del mundo.
¿Qué es lo primero que ves cuando llegas a la escena del crimen?
No miro el cadáver, lo que miro es la gente que hay cerca. De los que están alrededor, sé que alguno, siempre, ha sido dejado por los asesinos para controlar qué es lo que pasa, quién habla, quién no habla. Trato de cuidarme si hay algún pandillero entre las personas que miran. Luego trato de mirar si hay alguien que haya sido testigo y pueda y quiera explicarme qué es lo que pasó. El que menos interés tiene para mirar en una escena del crimen es al muerto.
Qué opinas, de quién es la culpa de que Honduras sea un país así de sangriento. ¿La ola de sangre se debe a que es un corredor de la droga o hay algo más allá de eso?
Honduras es un país mula para el narcotráfico, y eso, obviamente, genera una violencia muy visual y cifras muy escandalosas. Pero que Honduras se haya convertido en eso es un problema estructural que viene de antes, de mucho antes del 2009, que es cuando se disparan las cifras de homicidios y el tránsito de cocaína. Es un país que nunca ha tenido un Estado, que nunca ha tenido una estructura de justicia, ni un sistema educativo, ni sanitario, ni de comunicaciones que funcione correctamente. Hay una media del 70% de evasión fiscal. Un estado incapaz de organizar la vida de sus ciudadanos hace que el crimen tenga un campo abonado en el que crecer. Es decir, si en Honduras un niño de 14 años se dedica a transportar marihuana de una cuadra a otra es porque transportando esa marihuana él ve que tiene más futuro que yendo a la escuela. Porque no hay escuela a la que ir porque los maestros no cobran. Y no cobran porque el Estado no cobra impuestos. Y no cobra impuestos porque la clase dominante del país ha decidido no pagar impuestos y controlan al Estado. Es decir, el hondureño no es malo por naturaleza, se trata de una falta de oportunidades. Puedo compartir la idea de que por cada tiro de coca que te metes en nueva York hay un hondureño muerto, pero también puedo decir que por comprar los pantalones Levi’s de las maquilas hondureñas, estás empujando a jóvenes a preferir meterse en una pandilla y matar para sobrevivir para no ser explotados en un taller.
Dices en el libro que allí nadie confía en nadie, que se ha vuelto una sociedad paranoica. ¿Quién mata y quién muere allí? ¿Es algo que puede saberse?
Hay una situación en la que tú hablas con un amigo hondureño y te dice que si acabas de cobrar una herencia o tu primo te está enviando de Estados Unidos 300 dólares al mes, la regla número uno es que no se puede enterar ni un compañero de trabajo ni tu vecino ni nadie que no sea un amigo íntimo y cercano. Porque en el momento que alguien detecta que tú tienes algo susceptible de ser extorsionado, te van a extorsionar. Además la extrema violencia que hay en el país hace que no exista el punto público de espacio de reunión. No hay vida nocturna, la gente tiene miedo y en cuando cae la noche a las seis de la tarde se van corriendo a casa. Se genera una sociedad encerrada en sí misma, muy fragmentada y con muy poca interacción social. Islas aisladas por el miedo.
Por otro lado, la guerra, como siempre, es entre los pobres. Los ricos no necesitan del Estado ni de la policía. Viven aislados en sus barrios por sus guardas de seguridad privada, y cuando necesitan desfogarse salen lejos del país.
Cuéntame todo esto en datos.
Te lo explico así: un país de la Unión Europea no llega ni a un muerto por cada 100.000 habitantes. La OMS dice que la epidemia de violencia se declara a partir de 8. Tegucigalpa tiene 80; San Pedro Sula, alrededor de 160 y sitios como la Ceiba tienen más todavía. Todo lo que tiene que ver con las cifras es un debate larguísimo, pero la situación de Honduras es que multiplica por mucho la de países en guerra abierta, y multiplica hasta por más de 100 los índices de países normales. Eso solamente en homicidios. ¿Sabes cuántas personas se mueren allí por falta de insulina en el hospital, o cuántas mujeres en abortos clandestinos porque es ilegal…?
Lo que pasa es que se ha entregado a gran parte de la población a la muerte. Y la estadística se radicaliza si eres hombre entre 16 y 30 años. Es una cosa ya aberrante, inenarrable, que va más allá de las cifras. La última que da el Gobierno a nivel nacional es el 66% por cada 100.000 habitantes, la cual es difícil de creer porque eso significa que habrían conseguido descender en un año un 20%, después de cinco años seguidos entre 85 y 90 muertos por cada 100.000. Aun en el 66, sigue siendo la cifra de homicidios mas alta del planeta.
Tú te dedicas a contar lo que ves, pero mójate un poco más allá. ¿Se te ocurre alguna solución para la situación de este Estado? ¿Por dónde empezarías a arreglar Honduras?
Bueno, muy simple. La gente no es mala por naturaleza. Nadie mata por hobby. Digo: el psicópata es el 0,1% de la población; entonces, la única manera de evitar la vivencia que hay en Honduras está clara: darle a los jóvenes oportunidades de desarrollo. Lo que pasa es que vivimos en un sistema donde importa más el beneficio inmediato que el desarrollo a largo plazo de la sociedad. Y tenemos que saber que no podemos negarle a una gran masa de jóvenes cualquier posibilidad de insertarse correctamente en la sociedad y además pedirles que se porten bien. Si yo (el sistema), a través de un sistema de explotación, convierto a tu padre en alcohólico, dejo a tu madre sola, no permito que estudies, no permito que vayas a un hospital a recibir un tratamiento sanitario y no te doy una oportunidad de trabajo digno con el cual poder mantener a tu familia, soy yo, el sistema, el Estado, el que te está expulsando al crimen.
Los pandilleros son víctimas de un sistema social determinado, jóvenes que no han tenido la oportunidad de desarrollarse como personas. Lo mismo del caso de los policías. Si un policía tiene un turno de 72 horas, si está obligado a vivir en una posta policial en la que no tiene ni comida ni ducha ni cama ni calefacción ni aire acondicionado y tiene que enfrentarse a un hombre que tiene un arma larga cuando a él solamente le dan dos balas. Y si tiene una motocicleta y no le dan gasolina, el policía no se corrompe por voluntad, se corrompe por necesidad. El problema es que nos hacen ver que este sistema al que han sido condenadas las poblaciones de América Central es el orden natural de las cosas. Y no es el orden natural de las cosas que el 80% de la población esté excluida para que el 20% pueda vivir bien. Eso es una decisión política consciente que ha tomado la clase dominante.
¿Qué te enamoró de ese país?
Tegucigalpa tiene un punto muy similar a Asturias. El contraste entre el verde de los árboles y el gris de las nubes en invierno, y el viento frío que azota las colinas. Es una estructura absolutamente entrañable, muy bonita para recordar. Yo siempre digo que pagaría cualquier cosa por ver la Tegucigalpa de 1965, porque era un pueblecito idílico y pastoril. He tenido la oportunidad de recorrer en una avioneta la Selva de la Mosquitia y es uno de esos días en la vida que sabes que no vas a olvidar nunca. Cocodrilos saltando al río, una selva tan remota que ni siquiera el turismo de aventura ha llegado allí. También tiene sus islas Honduras, que son un paraíso en la tierra, la imagen mental que uno tiene del Caribe. Todo eso está allí y el problema es que la gente no llega porque no se atreve a llegar. Esa costa caribe de Honduras, idílica, se corresponde exactamente con el corredor por el cual pasa la cocaína, que llega desde Colombia a los EE UU y lo ensucia todo.
¿Volverías a vivir allí?
Bajo ningún concepto. Porque nadie, al menos nadie que pueda elegirlo, puede privar a su hija de poder salir a caminar en los parques.
*** Germán Andino, el ilustrador de Novato en Nota Roja, prefirió responder a las preguntas de Yorokobu como mejor sabe, dibujando. ¿Germán, cómo definirías la vivencia de Alberto Arce en Honduras?
Gracias
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