Es triste que en este país se lea poco y que haya cierto desprecio por la letra impresa. Se publica cada año entre 180.000 y 230.000 toneladas de papel entre folletos y catálogos, y apenas es leído medio kilo por persona. (Más o menos lo que pesa el catálogo IKEA, uno de los poquísimos que goza del favor del público). Así no vamos a ninguna parte.
Muchas personas en lugar de abrir los buzones tiran con fuerza de los catálogos de publicidad que asoman por la ranura. Esto es una falta de delicadeza. A mi por el contrario me gusta que mi buzón rebose de folletos de todos los tamaños y encontrar catálogos con muchas páginas, sobre todo los que tienen grapas grandes. No me importa que no quepan las cartas del banco ni las facturas ni los avisos de renovación del seguro del coche, y que estas cartas acaben pisoteadas en el suelo. Para mí, los folletos y catálogos son como el café para otros. No puedo dormir si antes no he repasado dos o tres catálogos de arriba, abajo. Produce tranquilidad saber que en algún lugar hay una bolsa de carbón vegetal de 10L a 0,91 euros el kilo. Aún no sé si mi mujer me dejará hacer la barbacoa en el pasillo, pero ya sé a dónde ir hasta el 15 de junio (oferta no válida en Ceuta ni Ibiza).
Los catálogos son mi lectura de cabecera, y por eso me siento mal cuando veo que en el buzón no hay siquiera una octavilla con un «comidas para llevar» o «cambia de sofá». Por suerte, esto no suele pasar: aunque en la reunión de vecinos se acordó no abrir a los repartidores de publicidad, siempre hay un alma caritativa o despistada que abre la puerta.
Los que se oponen a la publicidad en los buzones dicen: «tanto papel ocupa mucho espacio», «me hace perder el tiempo porque tengo que cogerla y luego tirarla» o «tanto papel es perjudicial para el medio ambiente». Estos son excusas para no leer. Por eso, en la próxima reunión de vecinos voy a proponer que se cambien los buzones: que sean el doble de anchos para que quepan más folletos y catálogos. Sé que a la larga, mis vecinos lo agradecerán. Acabarán apreciando el arte y el mimo con el que han sido diseñada esta publicidad. Para empezar, en estos folletos y catálogos hay verdades como puños: la lata de tomate frito de 570 gramos vale 0,83 euros, y esto es así —salvo error de impresión—: es algo que no pueden decir los que redactan los programas electorales.
Son encantadoras las humildes octavillas impresas en tinta azul o negra. Leo «gabinete psicológico (20 euros media hora)» y quiero inventarme que escucho voces para tener una excusa para ser cliente. Leo «reparaciones 24 horas» y me dan ganas de hacer un agujero en la pared con un martillazo. Leo «deja las drogas» y pienso en meterme dos o tres tiritos, pero como no encuentro una octavilla de «drogas 24 horas» pienso en el vecino. Sé que no lee y como soy una persona que me gusta ayudar a los demás pongo una octavilla en el parabrisas delantero de su coche y otra en el trasero. La sutileza es una de mis cualidades.
Después de las octavillas, me gustan los folletos tamaño folio de la tienda de abajo (una de esas que pertenece a una cadena): tiene ocho vales descuento. Cada vale está rodeado por una línea de puntos con el dibujito de las tijeras porque siempre hay algún despistado. Puedo llevarme dos lavafrutas de cristal. Dos. Ya tengo uno, pero, la oferta me atrae: en cada uno me ahorro 16 céntimos de euro. Al pie del catálogo avisan que la promoción NO es válida en Talavera la Real, Badajoz y en Puebla de la Calzada. Me pregunto qué habrán hecho los vecinos de estos pueblos para recibir tal desdén. El caso es que me gustan las cosas claras porque pensaba pasar el fin de semana en Badajoz y comprar allí el refresco cola de 1 litro por 1 euro. Pero si en Badajoz no está la oferta, me llevo una botella para la ida y otra para la vuelta.
Mi pieza de publicidad favorita es el catálogo. Pero cualquiera. Considero que el catálogo IKEA es Las cincuentas sombras de Grey de los que acaban de comprar una casa: manosean las páginas de principio a fin; hacen piquitos en las esquinas; y lo tienen siempre a mano. Un catálogo para las masas, pero ofrecido como si fuera exquisito.
Prefiero la literatura popular, pero sin pretensiones: los catálogos de los supermercados y las grandes superficies. Con frecuencia, estos catálogos me dejan con «ay»: dudo si coger el coche para comprar la mantequilla más barata fuera de Sevilla o comprar la mantequilla en el súper más cercano, con mi carrito. Lo que me ahorro por un lado, por otro, no. Son cálculos complejos que necesitan programas de cálculo sofisticados.
De entre todos los catálogos, me fascina el de jardinería. Pienso: Qué cachondo el tío que ha dicho: esta gente que vive en un bloque de viviendas necesita una pérgola 3×4, una parrilla de ladrillos de 2,30 de alto por 68 de ancho, y una cortadora de césped a gasolina (que seguro que deja rasita la alfombra). Estas ideas me seducen: igual si tiro el sofá y la mesa del salón-comedor… (Tengo una octavilla de mudanzas rápidas).
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