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We are the robots

La versión joven y robótica de la selección española de fútbol está en Alcalá de Henares. Allí, en un aula repleta de cacharrería del colegio Miguel Hernández, Eduardo e Iván Gallego y Nerea de la Riva llevan más de una década investigando acerca de mecánica, inteligencia artificial y metodología de la divulgación de, entre otros, estos conceptos.

Complubot es una asociación sin ánimo de lucro que comenzó en formato unipersonal tanto en esfuerzo como en financiación. Eduardo Gallego, entusiasta de la tecnología y amante irredento de la robótica educativa, comenzó en 2003 un proyecto como actividad extraescolar. “Buscaba alternativas de contenido real a un sistema educativo que no funciona. Quería que los chicos desarrollaran la imaginación, la capacidad de innovación y el trabajo de equipo”, explica Gallego.

Una década después cuenta con la ayuda de dos de los siete alumnos que comenzaron a recibir aquellas clases. Su hijo, Iván Gallego, de 18 años, y Nerea de la Riva, de 20, le ayudan a impartir las clases, a armar las máquinas, a investigar acerca de las posibilidades y aplicaciones que encierra la robótica. Además, son la cara humana visible de un equipo de competición que ya ha ganado cuatro Robocups, los campeonatos del mundo de fútbol para robots. “Esa es la parte más mediática aunque no la más importante de nuestro trabajo”, resaltan.

La vocación de este ‘dream team’ robótico está volcada en la educación, en enseñar a los pequeños a pensar, a razonar, a dudar, a manejar sus manos, a percibir como cotidiano el proceso de fabricación de las cosas. Complubot es una fábrica de ‘makers’ de 6 a 18 años. “La robótica es solo la zanahoria. Aquí les enseñamos, sobre todo, a buscarse la vida, a resolver problemas. Trabajamos muchos aspectos a nivel de metodología de la educación. Lo menos importante es hacer robots”, declara el alcalaino.



Explica todo mientras busca alguno de los robots que anda escondido entre los cientos de objetos que pueblan el laboratorio, agrupados en un, relativamente, caótico orden. “El desorden es creativo. Te empuja a planteamientos que no habías previsto y supone un esfuerzo extra”.
En Complubot reconocen que hay algo de inocente engaño a los niños. “Vienen queriendo hacer un robot que destruya al de sus compañeros”, dicen. Al fin y al cabo, hemos crecido viendo a Mazinger Z y herederos. Sin embargo, lo primero que hacen es una carpeta que personalizan con tapones de botellas de plástico. “Para nosotros es muy importante que haya un desarrollo progresivo de la habilidad manual y que aprendan a trabajar con distintos materiales, a reciclarlos, reutilizarlos y darles diferentes utilidades”, declara Iván Gallego.

Complubot lleva a cabo una labor que se define casi como evangelizadora. Les gusta aclarar que no cualquier máquina es un robot. “En mi pueblo, a un robot de cocina se le llama batidora”. La clave, explica Eduardo Gallego, está en la capacidad de decisión.

Cuando Isaac Asimov enumeró en Runaround (1942) las tres leyes de la robótica por primera vez, soñaba con un escenario ideal en el que los androides sirvieran a los humanos de manera segura y eficiente.

Inspirándose en ellas, Eduardo ideó su propia ley previa de la robótica. “Un robot es una máquina más inteligencia artificial. Reciben estímulos a través de sensores y actúan de manera independiente en función de esos estímulos”. Es la diferencia entre una orden y la voluntad, lo más parecido al libre albedrío que puede ejercer un ente no vivo.

Insisten en que todo lo que nos rodea es tecnología y que parte de su trabajo pasa por definirla correctamente. Les gusta mostrarlo, por ejemplo, con harina, sal, aceite y zumo de limón. Con esos ingredientes fabrican una masa capaz de conducir la electricidad para enseñar a sus pequeños makers a usar diodos leds y a colocarlos correctamente teniendo en cuenta la polaridad.

El joven Iván Gallego insiste en que los tecnólogos no son los que llevan un smartphone de última generación o tienen en casa una televisión conectada. “Tenemos que crear generadores y no usuarios de tecnología”.

Para ello, en Complubot utilizan maderas, plásticos, fibra de carbón que generan en el mismo laboratorio, adhesivos, cable, papel… A partir de ahí, puede surgir cualquier cosa y, de hecho, cualquier cosa es bienvenida.

“Nunca les damos unas instrucciones para que hagan algo. Como profesores nuestra postura preferida es mantener las manos en los bolsillos para que los chicos aprendan de lo que hacen, no de lo que les contamos”, explican.
“Es España estamos generando niños planos. La educación tiene un nivel curricular alto, pero muy bajo en cuanto a metodologías. Aquí el 90% es método”, declara Eduardo Gallego

Crean grupos en los que mezclan a niños de todas las edades. “Parecen los hermanos Dalton”, añade Eduardo. Quieren fomentar así el trabajo en equipo y relaciones humanas en las que, asegura, no hay tutela sino colaboración. Además, no siempre van por delante los mayores. “Nos llega niños que jugaban solamente consigo mismos. Tenemos que inculcarles el valor de la cooperación”.

La actitud es, habitualmente, esa. Se apoyan en el método científico en sus procesos divulgativos. Lo enseñan jugando, tocando, rompiendo cosas. No basta con que algo funcione, sino que hay que saber por qué. “Les decimos que hagan, por ejemplo, un coche. ¿Cómo? Tú mismo. Luego tendrás que explicar el porqué elegiste esos materiales y tendrás que defender tu postura”, cuenta el alcalaino.

Tienen que observar, clasificar, elaborar sus hipótesis y corregir fallos porque Eduardo, Nerea e Iván reivindican el valor educativo del fracaso y llevan muy mal la intolerancia al error que hay en España. “Cuando haces algo bien a la primera, no aprendes nada. Se aprende de los fallos”.

Para los tres es fundamental implicar a los alumnos en procesos activos e inspiradores de aprendizaje. Ellos lo saben por experiencia. Mantienen el reto diario de conservar la motivación de alumnos que quería crear un robot asesino y que se dan cuenta de que la cosa va más allá; que la vida trata de tener recursos para ejecutar la tarea que uno desea o que a uno le encomiendan sin necesidad de tener a mano un guiaburros. Lo consiguen, ya que a día de hoy, la tasa de abandono es cero.

En estos más de diez años de trayecto, Eduardo ha observado cómo la capacidad de sorpresa de los niños se va reduciendo de manera constante. “Antes eran más curiosos y ahora se aburren más pronto”. Tienen a 38 alumnos este año y una amplia lista de espera.

Los dolores de cabeza vienen, como suele ser habitual, por el lado económico. La asociación se financia mediante ejercicios de malabarismo que, inevitablemente, desembocan en que parte del dinero sale de sus propios bolsillos. “Somos un desastre como empresarios”, lamenta jocosamente el responsable de Complubot.

Solo el equipo de competición, que es la tarjeta de visita de todo el proyecto, cuesta alrededor de 25.000 euros al año. Iván cuenta que han llamado a muchas puertas pero que a nadie le interesa invertir si el retorno de su recuperación no llega de manera rápida. Así que lo que hacen es picotear de aquí y de allá para sobrevivir.

 

Acaban de comenzar una serie de cursos intensivos de formación para formadores en robótica educativa. Arduino y Lego les apoyan con material. Cuentan también con un patrocinador principal que les paga con equipamiento a cambio de la confección de bibliografía educativa. “Haces un trabajo para ganar dinero con el fin de poder seguir trabajando en algo en lo que no obtenemos recursos económicos. Curioso, ¿eh?”, dice el alcalaino.
En Complubot son también apóstoles del conocimiento abierto y todo lo que implica la cultura ‘open’. “Llevo fatal los temas de copyright”, dice Eduardo. Alucinan con que puedan reproducir libremente un diseño que, poco antes, ha subido un tipo de Australia a internet.

En el año 2008 comenzaron a trabajar con Arduino. Como ellos llevaban desde sus comienzos en 2003 trabajando con elementos abiertos. David Cuartielles y Massimo Banzi, peces gordos del proyecto de placas de bajo coste, les propusieron algo tremendamente motivador. Fueron a verlos en 2010 a Bergamo (Italia), donde estaban compitiendo. “Nos encanta lo que hacéis. ¿Por qué no fabricamos un robot educativo Arduino?”. Como explica Nerea, a partir de ahí el reto estaba en “convertir un Fórmula 1 en un utilitario cuyo objetivo no es ganar sino servir como herramienta de aprendizaje”. Quieren acercar de esta manera la robótica educativa a todo el mundo. El futuro se lo agradecerá, por supuesto.

Por David García

David García es periodista y dedica su tiempo a escribir cosas, contar cosas y pensar en cosas para todos los proyectos de Brands and Roses (empresa de contenidos que edita Yorokobu y mil proyectos más).

Es redactor jefe en la revista de interiorismo C-Top que Brands and Roses hace para Cosentino, escribe en Yorokobu, Ling, trabajó en un videoclub en los 90, que es una cosa que curte mucho, y suele echar de menos el mar en las tardes de invierno.

También contó cosas en Antes de que Sea Tarde (Cadena SER); enseñó a las familias la única fe verdadera que existe (la del rock) en su cosa llamada Top of the Class y otro tipo de cosas que, podríamos decir, le convierten en cosista.

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