Al sur de Alemania y Baviera, justo en la zona de los Alpes donde los germanos ven la frontera suiza y austriaca, está el pueblo de Wildpoldsried. Sus 2.500 habitantes se dedican principalmente, como muchos de sus vecinos nacionales y extranjeros, a la ganadería, los cultivos y a procesos fabriles relacionados con estas actividades. Nada fuera de lo corriente en una zona tradicionalmente agrícola.
Pero en las fotos satélite de la zona, comienza a destacar entre sus campos algunas particularidades. En una colina al este, entre los árboles, hay siete molinos de viento. Los tejados de la iglesia, del ayuntamiento, del polideportivo y demás edificios gubernamentales, además de muchos privados, están cubiertos por placas solares. Repartidas por el pueblo, hay cinco plantas de biogás que se alimentan principalmente de los excrementos de las vacas lecheras. Varios particulares tienen pequeños generadores hidroeléctricos y geotérmicos.
En total, este pueblo produce, variando según el año, sobre el 500% de la energía que necesita, volcando el abundante resto a la red eléctrica y obteniendo unos beneficios de alrededor de cinco millones de euros anuales.
«Si cuentas todo nuestro mix de energía», afirma orgulloso al teléfono el segundo alcalde, Günter Mögele, hoy independiente, pero antes vinculado con los municipalistas Freie Wähler, «todo el pueblo está involucrado de alguna manera». A sus 56 años, es de la hornada de políticos que entró en el Ayuntamiento en el 96, junto con Arno Zengerle, de la CSU y cabeza de Wildpoldsried desde entonces.
«En ese momento se renovó la política local con gente más joven y decidimos irnos juntos un fin de semana a planear el futuro», recuerda. Recluidos en un hotel rural cercano, reflexionaron sobre lo que querían tener y qué podían permitirse. El lunes, de nuevo en casa, tenían un plan de diez puntos entre los que estaba realizar un cambio energético. Tras hacer una encuesta entre la población, descubrieron que una de las aspiraciones de sus vecinos era tener «energía barata y sostenible». No sabían ni «cómo iba a funcionar» ni tenían «conocimientos técnicos», pero desde ese momento se centraron en producir toda la energía que pudieran por ellos mismos.
Su programa comenzó, «paso a paso», en 1998. Dos años después, el Gobierno federal, entonces en manos del socialista Schröder, aprobó la primera ley de apoyo a las energías renovables que, como en el caso español, establecía primas para los productores de este tipo de electricidad. Esta sustituía la regulación de 1991, pero manteniendo una característica muy importante y todavía vigente: los distribuidores eléctricos tienen la obligación de adquirir, de manera prioritaria, la energía producida por fuentes renovables. En Alemania el 51% de la capacidad instalada está en manos de pequeños inversores y agricultores, mientras que en España, por ejemplo, el 75% de los 20.000 millones de euros dedicados a la fotovoltaica salió de la banca.
La cámara baja alemana redujo de manera significativa estos subsidios en su reforma de junio de 2014 con la intención de rebajar unos costes energéticos al alza en un país donde los precios finales al consumidor son mayores que los de España. El último empujón a la factura llegó tras el desastre de la central nuclear de Fukushima en 2011. Alemania, con una gran tradición antiatómica, había relajado su celo en los últimos años y bajo el mandato de Merkel se aprobó una moratoria a las centrales nucleares. El Chernobil del siglo XXI reavivó el antiguo ardor contra lo atómico y la canciller, un animal político capaz de sacar tajada de cualquier circunstancia, cerró ocho de sus centrales y anunció la suspensión de los planes de prolongación del resto. Irónicamente, gran parte de la producción energética perdida se suplió con plantas contaminantes de carbón y gas o energía nuclear francesa.
Esto, al parecer de bastantes analistas, es un auténtico sinsentido, ya que aumenta los niveles de CO2 por encima de las cotas admitidas en los tratados internacionales, además de reactivar la industria de extracción de lignito en regiones como Lausitz, al sureste. Allí la empresa energética sueca Vattenfall ha batallado mucho y con éxito, en contraposición a los ecologistas, para la apertura de nuevas minas a cielo abierto.
Mientras, en Wildpoldsried, cada ciudadano arroja al aire un 80% menos de CO2 que la media nacional. «Ahora es muy barato producir energía fotovoltaica, pero cuando empezamos era muy cara y hubiera sido imposible sin los subsidios», continúa Mögele, «además tuvimos la suerte de contar con unos granjeros muy activos, unos pioneros, gente preparada para asumir el riesgo de invertir su dinero y probar las primeras plantas de biogás». El político cuenta que al principio fue difícil convencer a algunos de sus vecinos —«siempre que empiezas un nuevo proyecto, la gente sospecha y no se fía»—, pero poco a poco el boca a boca —«en lugares pequeños los vecinos hablan entre ellos»— hizo el trabajo y ahora sus gobernados les preguntan cuándo piensan construir los nuevos molinos. «En los dos últimos [molinos] hemos dado retornos del capital del 10%», asegura, «el sistema está funcionando». Hasta ahora, la inversión total en su producción energética ha sido de treinta millones de euros.
Lo cierto es que la situación de Wildpoldsried es privilegiada. Tiene muy buen acceso a la red europea, desde donde puede vender su energía a Austria y Suiza, así como a las fábricas de Baviera, uno de los motores industriales del país. Los parques eólicos que Alemania tiene instalados en el mar del Norte y en el Báltico, unos 24.000 molinos, no tienen esa suerte, por lo que el pasado febrero se anunció el tendido de una autopista eléctrica de 800 kilómetros de distancia, compuesta por unos 5.000 kilómetros de cables para mejorar el transporte, además de actualizar la red existente. Llamado SuedLink, un neologismo para expresar ‘conexión al sur’, su presupuesto es de 14.000 millones de euros. Estas y las anteriores políticas se enmarcan dentro de lo que se denomina Energiewende, una reconversión energética con gran consenso nacional que pretende que, para el 2030, el 50% de la energía sea de origen renovable, con lo que su industria ganaría una gran ventaja competitiva.
Además de dinero, este cambio energético ha dejado en la villa numerosos premios como el del pueblo más verde de Europa o mejor proyecto alemán de energía solar e, incluso, el acercamiento de Siemens. La multinacional ha convertido el pueblo en su campo de pruebas de un software inteligente de gestión de la red eléctrica. Llamado SO-Easy, tiene funciones tan interesantes como ayudar a equilibrar la oferta y la demanda o aconsejar a los vecinos cuándo recargar sus coches eléctricos cuando hay un pico de producción. Los datos recogidos en esta pequeña villa pretenden se pueda acometer el proyecto a grandes ciudades.
«Creo que todo el mundo debería seguir nuestro ejemplo, cada cual con sus pequeñas diferencias de modelo según sea bueno el viento, el agua o el sol», concluye Mögele. «Cada región debe analizar sus condiciones y decidir cuál es el mejor modo de producir energía». Y advierte con voz seria:
—Si no, el cambio climático nos va a matar a todos.
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Ilustración: Shutterstock
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