Desde el momento que aterricé en Kerala, el bucólico estado tropical del sur de India, tuve que responder repetidamente la misma pregunta: ¿todavía no has ido al ashram de Amma? («No»). La cuestión igual procedía de locales devotos de Amma como de mochileros occidentales de todo pelaje, incluyendo a un mozo de Vitoria al que no era difícil imaginar pintando. «La única iglesia que ilumina es la que arde» en la puerta de su parroquia.
-¿Cuándo vas a volver a tener la ocasión de ver a Amma en su propio Ashram?, me espetó.
Touché. Ante tan contundente argumento no tuve más remedio que emprender camino hacia el ashram de Amma, sin prejuicios (pero el título del artículo en mente). Objetivo: ver con mis propios ojos la portentosa obra de Amma y llevarme el abrazo de rigor, («dashram» en el argot).
Para los que estén fuera de los círculos de la new age valga recordar que Amma es una figura «espiritual» venerada en todo el mundo, célebre por haber abrazado a una cifra ingente de personas (el número oscila entre 20 y 33 millones, según las fuentes), considerada por sus seguidores como una diosa en vida y que gracias a sus obras solidarias y filantrópicas ha alcanzado un enorme poder económico y político en India.
Alquilo una moto para llegar a Amrita Puri, el ashram de Amma. Tras tres horas de viaje entre palmeras y redes de pesca chinas no tardo en darme cuenta de que he llegado a mi destino: tres enormes moles de ladrillo rosa se levantan sobre la selva en un brazo de tierra entre el océano Índico y los célebres backwaters de Kerala. Efectivamente, el ashram evoca a un remedo de Marina D’Or Ciudad de Vacaciones, según la aguda comparación de una simpática pareja de mochileros que encontré en el camino.
En los días previos a mi encuentro con Amma especulé con la posibilidad de que la mujer fuera un títere dirigido por unos desalmados genios del marketing solidario, una cándida máquina de abrazar desposeída de voluntad propia.
Craso error: según comprobé nada más llegar, toda decisión que se toma en la organización pasa necesariamente por Amma, semidiosa, gestora y directora general del entramado. ¿Y cómo es posible, si pasa entre 10 y 12 horas diarias abrazando a miles de fieles, peregrinos o curiosos como yo?
Muy fácil: Amma aprovecha sus cálidos y prolongados abrazos para despachar con una pléyade de asistentes y consejeros, que le consultan todo tipo de cuestiones, desde la apertura del curso en la Universidad de Amma hasta la compra de arroz para el comedor del ashram.
[Doy fe de su hiperactiva agenda: durante el minuto largo que duró mi abrazo («No la toques, apoya tus manos en el sofá») Amma arreglaba no sé qué asunto en malayalam, la lengua de Kerala. Su desdén fue apenas una afrenta más para el autor, que fue destetado prematuramente por sus tres advenedizos hermanos, nacidos en solo cinco años.]
Los adeptos de Amma visten de estricto blanco, pasean por las dependencias en silencio, varios palmos sobre el suelo y rara vez devuelven una sonrisa al recién llegado. Por momentos me sentí como el último humano en La invasión de los ultracuerpos, a punto de ser delatado por el grito «¡Periodista!» de algún numerario-vaina. El ácido que había ingerido para sobrellevar la experiencia mística no ayudó a mitigar esa paranoia.
Código de conducta
Las normas de comportamiento en el ashram son minuciosas, aunque bastante laxas y van desde la indumentaria (recatada) hasta la prohibición de sexo, tabaco, alcohol y drogas (¡ay!) o incluso la marginación de emociones efusivas, de modo que los abrazos (entre peregrinos, se entiende) están paradójicamente prohibidos en el ashram de los abrazos. La puya (oración colectiva) comienza a las 4:30 de la mañana y durante todo el día se suceden un titipuchal de actividades espirituales: yoga, meditación, taichí, charlas místicas… A los «niños de Amma» se les invita a participar en «sevas» o trabajo desinteresado, un precio nimio, teniendo en cuenta que el coste de la estancia es de apenas 3 euros al día (250 rupias), comidas incluidas, económico incluso para los estándares indios.
¿De dónde sale entonces el dinero para mantener semejante imperio? De donaciones privadas, principalmente de seguidores occidentales –unos 20 millones de dólares al año- y del pago de ofrendas y misas privadas, así como de la venta de souvenirs, desde relojes kitch con la efigie de la santa hasta muñecas de Amma, «imbuidas del espíritu de la gurú».
Hasta aquí el relato cínico. Vayamos a los hechos: buena parte del dinero que recauda la organización se dedica a atender a los más necesitados del país. En 2004, la organización apenas tardó una semana en movilizar 28 millones de dólares para ayudar a los damnificados del tsunami, que golpeó también en las costas de Kerala, adelantándose al gobierno comunista, que tardó meses en atender a los damnificados.
Me voy del ashram de Amma preguntándome si se trata de una secta aunque, ¿acaso no todas las religiones son sectas en su fase crisálida? Lo que sí percibo es la enorme potencia de dos mil almas unidas en un proyecto común, una alternativa, más o menos ingenua, a la vida vulgar y alienante que muchos llevamos en el «mundo real». Amrita confiere un ambiente idóneo para un retiro plácido con coartada espiritual.
Tampoco comulgo con la idolatría de la lideresa, hasta que caigo en la cuenta de que los abrazos de Amma son un «McGuffin», una marca de la casa distintiva que brinda notoriedad al proyecto, un rasgo diferencial en la competitiva lucha por atraer capital solidario.
En otro orden de cosas:
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–La increíble historia que grabó 35 años de informativos en 144.000 cintas de VHS
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