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La histeria por la alimentación y las mentiras que nos comemos

Hoy, el estómago se ha convertido en un órgano esotérico. Quienes sufren este despropósito no lo saben: asumen falsedades y charlatanerías como si fueran ciencia, y con esa convicción las practican en su vida diaria. Sí lo saben, quizá, quienes las producen.

La información basura sobre alimentación eclipsa los datos contrastados. Hasta el punto de que no hace falta ninguna voluntad para absorber mitos como certezas. Las mentiras están tan presentes que, simplemente, se nos graban.

La infoxicación va de la mano del auge de la preocupación por la salud, la estética y la ética. «Cuando uno no tiene que preocuparse por tener comida, empieza a preocuparse por otras cosas de tipo sensorial (probar sabores nuevos…) o, sobre todo, por la influencia que tiene en la salud», reflexiona Miguel Herrero, científico del CSIC y autor del ensayo Los falsos mitos de la alimentación, en el que desgrana diferentes leyendas nutricionales.

Detrás de cada argumento apócrifo puede haber acumulación de ignorancia, conspiranoia, pasión por la sensación de amenaza (cosa muy mediática) y falta de rigor, o también premeditación de quienes intentan implantar un método y vender libros y conferencias, o colar un producto milagroso. «Hay un poco de histeria», reconoce Herrero. El libro cuenta las formas en que se materializa la histeria: gluten, lactosa, colesterol, pérdida del sabor… A continuación, se esbozan algunas de ellas.

El demonio de lo «tóxico»

En su libro, Herrero explica: «La alarma social en torno a la alimentación es siempre tan elevada que frecuentemente se utilizan aleatoriamente términos como “poco saludable” y “tóxico”».

El científico lanza una aclaración que podría incendiar las redes: «El aceite de palma no es tóxico». Cuesta creerlo: cualquiera que no haya investigado el tema y solo se haya formado una opinión pasiva estará convencido de que este aceite es casi un sucedáneo del ántrax.

«Otra cosa —aclara— es que tenga una composición poco saludable, que puede ser similar, entre comillas, a lo que pasa con el tocino: todos sabemos que no es muy saludable, pero eso no lo hace tóxico». Añade que el aceite de palma solo suele encontrarse en productos ultraprocesados de bollería industrial: «Ya de entrada sabes que ese tipo de alimentos no son muy recomendados».

Herrero explica que los controles sanitarios son tan minuciosos que la presencia en el mercado de algún producto tóxico solo podría deberse a problemas concretos de fabricación o a intentos de fraude.

Productos milagro (de marketing)

Bayas de goji, semillas chía, la espirulina, la quinoa… Nombres extraños, cada tanto, eclosionan y empiezan a alabarse de boca a boca, de post a post. Su auge y su caída siguen unas pautas semejantes.

La primera condición es que sean o parezcan desconocidos. A veces, al alimento se le cambia el nombre y es como darle un toque de varita. Nadie piensa en los beneficios de la berza común o de la col rizada, razona Herrero, a no ser que, de pronto, se le llame kale. «Tienen que captar la atención, ser novedad; que la gente piense “cómo es posible que no lo hayamos comido si tiene un montón de propiedades extraordinarias”».

En muchos casos, el proceso de marketing destaca propiedades que no se han comprobado en humanos, sino a nivel de laboratorio. «De las bayas de goji, por ejemplo, decían que son antioxidantes y pueden prevenir el cáncer, pero los estudios se han hecho con células, se vio que mataban las células del cáncer, y eso no quiere decir que lo haga cuando los humanos las comen».

El mayor milagro de estos productos «es que, en el mejor de los casos, son tan buenos como otros que tenemos en la dieta», asegura. Indica que la quinoa tiene propiedades muy positivas, pero siempre que se tome en una cantidad considerable. «Ocurría con las semillas de chía. Si tomas una cucharada con el yogurt, por mucho que tengan ácidos grasos omega-3, no pueden ejercer ningún beneficio», matiza.

alimentación

A la chía se le atribuyeron beneficios para curar el cáncer, perder peso, reducir el colesterol o aumentar el tamaño de los músculos. Ninguno demostrado. En cambio, sí tenían un alto contenido calórico y se detectaron efectos negativos si se consumían en exceso: inflamación abdominal, malestar gastrointestinal y problemas en la asimilación de nutrientes.

Las dietas mágicas siguen las mismas pautas de marketing. Crean una ilusión de efectividad al proponer unos rituales y unos consumos llamativos. Se plantean como un botón efectivísimo: poco esfuerzo para grandes ganancias… y nacen y triunfan y mueren. Sin embargo, el público que las adopta, pese haber comprobado la inutilidad de dietas anteriores, se engancha a cada nueva tendencia. Es un público con una alta tolerancia a la falsedad.

La seducción vacía de la comida ecológica

La aseveración de Herrero es firme. Aunque admite elementos positivos, indica que la producción ecológica «es una moda» y que no hay investigaciones científicas que avalen que estos alimentos sean más saludables que los obtenidos por métodos convencionales; tampoco se confirma que dañen menos el medio ambiente.

El éxito comunicativo de este sistema es que prescinde de productos de síntesis. «Hay una quimiofobia general, la gente rechaza completamente el término químico. Pero lo natural es químico de todas formas, es absurdo hacer distingos: hay pesticidas naturales que son muy tóxicos, como las piretrinas, que se permiten en la agricultura ecológica».

La tecnología y la ingeniería química, por el contrario, han logrado sustancias selectivas: atacan a las plagas pero no a otros animales que no provocan plagas.

La agricultura, en sí misma, ataca el medio ambiente. Se seleccionan las semillas más productivas y convenientes, es decir, se restringe la biodiversidad. Los ganaderos, por su parte, cruzan los mejores ejemplares: juegan con la genética… Además, ninguna normativa impide que las semillas cultivadas en procesos ecológicos provengan de grandes multinacionales: «Están sometidos a idénticos intereses comerciales».

El científico del CESIC concluye con una frase atribuida al médico Francisco Grande Covián: «No hay nada más natural que la bacteria del cólera y nada más artificial que el cloro, pero gracias a clorar el agua que bebemos no morimos de cólera».

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