Categorías
Entretenimiento

Amán, ciudad-mosaico, ciudad-refugio: una descripción de la capital de Jordania al estilo de ‘La mil y una noches’

La mirada del emperador paseaba perdida por los senderos de los jardines de magnolias en los que cada atardecer acostumbraba a recibir al joven viajero veneciano. Agotadas las descripciones de las incontables ciudades que colman el vasto imperio mongol, el emperador Kublai Kan mantenía la cabeza gacha. Su más preciado embajador y consejero, Marco Polo, regresaba, esta vez, con las alforjas huérfanas de palabras. Ya no habría más historias ni ciudades invisibles que imaginar y con las que palpar las coordenadas de los confines del imperio.

Kublai, bien sabía que aquel territorio inabarcable, hogar de 100 millones de almas multiformes, no era sino un zodiaco de fantasmas de la mente. La única manera de poseerlo era a través del relato. Solo así sería capaz de sentir sobre sus hombros el peso de la herencia conquistadora de su abuelo Gengis Kan. Solo así podía encarnar con dignidad el destino que la historia había reservado para él: ser el último gran kan. 

Una noche de invierno, el mercader italiano al fin rompió su silencio, sentado en las escalinatas del palacio a la derecha del rey de reyes:

—El allá es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.

—¿Qué quieres decir? replicó confuso e intrigado el emperador.  

A lo que Marco Polo, incorporándose y sacudiendo su vestimenta como preparándose para iniciar el ritual de la narración, respondió con la siguiente propuesta:

—Si las maravillas de todas las ciudades del imperio, repartidas sin interrupción desde la península de Corea hasta las aguas del Danubio, no han sido suficientes para saciar la sed de tu magnánime curiosidad, es necesario que rebasemos la última frontera y que miremos juntos más allá.

Así comenzó Marco Polo un relato sobre Amán, la capital de la actual Jordania, situada en la región inmediata a la frontera suroeste del imperio, en las tierras de la antigua Transjordania. Amán ha sido siempre una ciudad de bienvenida y acogida.

Quizás por eso la tribu semita de los amonitas, sus primeros habitantes, la llamaron Rabbath’ Ammôn, Capital de Ammon o de los amonitas. Ammón significa literalmente ciudad del pueblo. Después llegarían los persas y, a continuación, los griegos para rebautizarla como Filadelfia. Mantuvo este apelativo bajo el dominio bizantino y el romano, durante el que formó parte de la imborrable Decápolis. En ella vivieron también los nabateos, los arquitectos de la magnífica Petra, y en ella se estableció el califato árabe omeya y el abasí. Aquella fue la época de mayor esplendor.

Después vino el declive, los terremotos y el abandono. Antes de formar parte de un estado independiente, pasó por el control otomano y el británico. Hoy es la capital de los jordanos y se estima que el hogar de más de un millón y medio de refugiados palestinos que han llegado en dos grandes desplazamientos masivos: tras la Nakba (desastre, en árabe) de 1948 y la Naksa (derrota) de 1967. 

[pullquote]Si he de describirte Amán, sabio Kublai, te contaré que la ciudad se levanta sobre siete colinas que convierten el territorio en un enrevesado laberinto de escaleras que suben y bajan para sortear el desnivel[/pullquote]

Más allá de los límites de la ciudad, Jordania es también la tierra de al menos 1,3 millones de refugiados sirios, además de la de otras nacionalidades como los iraquíes, los yemeníes o los libios. Por cierto, Filadelfia significa amor fraternal —olvidaba mencionar Marco Polo en su discurso—.

Si he de describirte Amán, sabio Kublai, te contaré que la ciudad se levanta sobre siete colinas que convierten el territorio en un enrevesado laberinto de escaleras que suben y bajan para sortear el desnivel. Esta particularidad ofrece al viajero y a los miles de gatos que caminan por sus calles y tejados incontables miradores desde los que deleitarse con un inmenso mosaico de inspiración bizantina de colores blancos, ocres y nacarados.

Si uno observa, con detenimiento, las hileras superpuestas de las construcciones que cubren las jibal (montañas) y los wadis (valles), con sus piedras pálidas y sus profundas ventanas como el azabache, pareciera que se estuviese contemplando un infinito manto dorado, bordado al estilo de la túnica que viste Apolo en la famosa obra El beso de Klimt.

[pullquote]¿Cómo hacer para ofrecer a una ciudadanía en constante crecimiento servicios públicos de calidad que respondan a sus necesidades? Pondré como ejemplo el sistema de recogida de basuras, que está ligado a la bendición de disfrutar de parques verdes y plazas limpias que den pie a la conversación[/pullquote]

Un manto protector bajo el que la ciudad descansa y bajo el que la ciudad acoge, en una suerte de representación simbólica del amor fraterno que inspiraron sus antiguos habitantes helenos. 

Una de las grandes virtudes de Amán es, desde luego, su hospitalidad, pero como habrás intuido, querido emperador, también supone su mayor desafío. Como en muchas zonas del imperio, aquí también los recursos son limitados.

¿Cómo hacer para ofrecer a una ciudadanía en constante crecimiento servicios públicos de calidad que respondan a sus necesidades? Pondré como ejemplo el sistema de recogida de basuras que, entre muchas otras cosas que no tendría tiempo de enumerar en esta noche fría, está ligado a la bendición de disfrutar de parques verdes y plazas limpias que den pie a la conversación, sirvan de escenario y attrezzo para los juegos infantiles y terminen por consolidar la comunión de propios y extraños. 

Poco podría decirte, admirado Kublai, de cómo responder a esta pregunta. Aunque sé de buena tinta que se hacen avances, algunos testimonios aseguran que, en los campos áridos a las afueras de la ciudad y para desgracia de los beduinos que los transitan y los habitan, el plástico se ha convertido en una especie de grano para una novedosa siembra distópica. De esta cosecha, sobrevenida por la velocidad excesiva de los tiempos modernos, parece ser que el único fruto que se espera recoger de la tierra es el propio deshecho.

Esta es la forma en la que transcurre la vida en Amán, respetado kan de kanes. Puerta de entrada entre Oriente y Occidente. Manto protector de las sucesivas civilizaciones que han removido sus cimientos a lo largo de los siglos. Excepcional mirador desde el que asistir cada noche de invierno al diálogo, nunca concluso, entre las luces blancas de las estrellas que pueblan el cielo y las luces esmeralda que alumbran la tierra desde las mezquitas. La eterna condición de anfitriones de sus habitantes es la materia de la que está hecha su memoria y, a la vez, la espina que se clava en su talón de Aquiles.               

Así fue como Marco Polo fue capaz de agasajar una vez más la voraz curiosidad de Kublai Kan. La historia de Amán, en las lejanías del imperio, contenía como en todas sus narraciones anteriores algo de Venecia. Cierto es que el joven mercader nunca supo apartar su mirada europea de las maravillas que plasmó en el Il Milione (El libro de las maravillas) ni de las muchas ciudades que describió para el emperador durante los más de veinte años que frecuentó su corte.

Todos sus relatos fueron, en sí mismos, un viaje de ida y vuelta, entre lo mágico y lo real, entre el mundo tangible de lo conocido y la inmensidad de lo desconocido. Del mismo modo, las ciudades invisibles que visitó a lo largo de su periplo cuentan, por sí mismas, un relato circular de la vida en común y de la convivencia simbiótica entre la tradición y la modernidad.

Amán, ciudad-mosaico, ciudad-refugio, titularía Kublai Kan, prolífico poeta, inspirado por el relato de Marco Polo, uno de sus más bellos poemas del que, por desagracia, solo quedan cenizas.

Salir de la versión móvil