Animal Crossing es una saga de videojuegos de Nintendo que nos transporta a una aldea poblada por animalitos adorables. Son juegos coloridos, alegres, tranquilos y para todos los públicos. No tienen guion, objetivos o reglas explícitas: son simuladores de rutina. Un oasis rural donde podemos relajarnos, pasear, pescar, comprar muebles bonitos, coger fruta de los árboles y llamar a nuestros vecinos por su nombre. Por esa razón, resulta todavía más impactante que nos metan en una hipoteca en cuanto llegamos a la aldea.
Todos los videojuegos son políticos. En realidad, todo es política. Cualquier libro, cualquier película, cualquier canción y hasta una croqueta. Incluso cuando no hay un posicionamiento explícito, hay política. No mojarse también es una ideología. Así que tiene sentido preguntarse qué nos quiere decir Nintendo cuando un mapache con un chaleco de punto le hace un préstamo a un muchachito sin ingresos.
En el libro La aldea feliz. Un viaje a través de Animal Crossing (Héroes de Papel. 2017), Pablo Algaba analiza cada detalle de la saga y le dedica un capítulo a hacer una lectura política de la franquicia. Al examinar el funcionamiento de la economía del juego, Algaba explica en su libro que «no podemos sacar una posición oficial» de Nintendo sobre estos temas, aunque sí «podemos hacernos una idea más o menos clara de dónde dibuja Animal Crossing la línea de lo que considera “normalidad”».
En ese sentido, las deudas y la vivienda en propiedad se presentan «con una naturalidad que no deja lugar a alternativa. Se muestra en la misma categoría de fenómenos que las estrellas que aparecen por las noches y el sol que sale por las mañanas».
El mapache emprendedor Tom Nook es el personaje que impone la hipoteca nada más empezar la partida, pero luego no nos obliga a pagarla. Sin embargo, todos los jugadores sentimos el impulso de saldar la deuda lo antes posible. Algaba, con muchas partidas a sus espaldas, responde a algunas preguntas y explica que «la palabra hipoteca resuena de forma muy poderosa en nuestras cabezas. De manera instintiva la relacionamos con las ideas de obligación y disciplina, aunque quien la pronuncie sea un mapache dentro de un videojuego». Y añade: «No sé si Nintendo utiliza esto de manera consciente, pero se beneficia del vértigo que nos da rebelarnos contra sistemas que sentimos más grandes que nosotros mismos».
En todo caso, Nintendo sabe que trabaja con ideas polémicas. De hecho, las condiciones de las hipotecas de los Almacenes Nook han cambiado ligeramente a lo largo de su historia. En el primer Animal Crossing, publicado en 2001, podíamos hacer trabajos para nuestro acreedor, pero no conseguíamos ingresos a cambio, sino que se reducía nuestra deuda con él. Algaba explica que Nintendo suavizó esta mecánica «terroríficamente cercana al esclavismo» en entregas posteriores del juego porque «en una sociedad post-Lehman Brothers, una exhibición tan cruda de políticas abusivas de deuda no sería bien recibida». También por eso tiene sentido que no contemple la posibilidad del desahucio bancario.
No pagar la hipoteca es una de las pocas opciones de rebeldía que deja el juego. Aun así, si decidimos convertirnos en morosos, el juego indica que estamos jugando mal de varias formas: nuestros vecinos criticarán nuestra casa por ser demasiado pequeña (si no pagamos la primera hipoteca, no podemos pedir más dinero prestado para ampliar la casa) o nos quedaremos sin espacio para guardar los objetos que compramos. «Supongo que la realidad funciona de manera similar», concluye Algaba; «hasta hace no mucho, no había reunión social en la que alguien no te recordara que alquilar es tirar el dinero, que estabas jugando mal al Juego de la Vida Adulta».
Pablo Algaba señala que el juego también ofrece alternativas «más luminosas» para relacionarte con la aldea. «Una de mis favoritas es la cadena de favores. Es muy posible conseguir muebles, ropa o comida simplemente ayudando a tus vecinos, llevándoles medicinas cuando están enfermos o escribiéndoles una carta para animarlos. Al completar estas acciones, no recibes una recompensa inmediata pero, a la larga, los vecinos comienzan a hacerte pequeños regalos, iniciando unas dinámicas sociales de intercambio muy sanas y bonitas», explica.
Aun así, en La aldea feliz queda claro que comprar y vender es lo que mueve la economía de Animal Crossing y que espera que los jugadores se sumerjan en el impulso consumista. Todo ese dinero en circulación deja vencedores y vencidos, clases sociales más o menos definidas: «Diría que el grueso de los personajes, incluyendo al jugador, formaría parte de la clase obrera en paro o con trabajos precarios», dice Algaba. «La fantasía que parece satisfacer el juego es la de un trabajador a tiempo parcial de la ciudad que encuentra en el campo una Arcadia feliz en la que todavía existe el trabajo asalariado y la deuda por vivienda. Hasta cuando imaginamos burbujitas de confort, no somos capaces de desprendernos de ciertas losas».
En el otro extremo, Tom Nook encarna a los empresarios, a la clase adinerada. Su negocio es el único que cambia a lo largo del juego. Cuanto más nos endeudamos con él, más crece su emporio. El jugador y sus vecinos solo se benefician de ese crecimiento de una forma: aumenta la oferta de productos disponibles para comprar. De hecho, Animal Crossing: New Leaf (2013), la entrega más reciente de la saga, introduce la posibilidad de impulsar proyectos municipales y mejorar la aldea. Tom Nook es el único ciudadano que no participa en las derramas vecinales. Para Algaba hay varias formas de interpretar esto: «¿Se trata de un comentario de Nintendo sobre la insensibilidad de las élites burguesas? ¿O es una defensa de que a las empresas no se les debe exigir una responsabilidad social?».
El juego reproduce y adapta, casi sin querer, muchas otras desigualdades e injusticias de la vida real: Juana, la jabalí anciana, vende unos rábanos cuyo precio fluctúa constantemente para que especulemos con ellos; el Capitán cobra calderilla por llevarnos a una isla donde encontramos objetos raros que luego venderemos por un pastizal; para que los vecinos consideren que vamos a la moda, tenemos que dejarnos los cuartos en ropa y muebles caros; la representación de los roles de género es arquetípica… Todo esto, edulcorado y suavizado por unos vecinos encantadores y una vida reposada. «Nos resulta más sencillo imaginarnos nuestro palacio mental, nuestra utopía, como un capitalismo guay que como un paradigma completamente nuevo. Un capitalismo “kawaii”», sentencia el libro.
Algaba se lamenta porque en la entrevista hemos pintado «de manera demasiado sombría» el juego que le ha obsesionado tanto como para escribir un libro y que le ha dado alegrías infinitas durante años. ¿Qué tiene Animal Crossing para transportarnos a una aldea feliz? Lo más importante para Pablo Algaba son sus personajes. Son inteligencias artificiales más o menos rudimentarias, pero con comportamientos muy humanos y con una capacidad extraordinaria para hacerse querer. «Existe un estímulo poderoso que opera, invisible, en un estrato superior a todo lo demás.
La sensación de habernos sumergido, durante un lapso de tiempo, en el apacible ritmo de la vida rural supone un atractivo suficiente como para querer repetir todos los días», escribe Algaba, «lo que en verdad nos anima a seguir jugando minuto a minuto es una serie de gratificaciones mucho más intangibles, como una sensación de pertenencia a una comunidad o el placer de vivir una relajada vida en el campo».
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