La sinfonía ‘express’ de Mozart y otros autores que sufrieron arrebatos creativos

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En el verano de 1783 a Mozart le aguaron las vacaciones. El conde Thun invitó al maestro y a su esposa Constanze a descansar unos días en su casa. La invitación se convirtió en una suerte de gorronería inversa. El conde le propuso dar un concierto en la localidad, pero el genio no llevaba ninguna partitura encima.

Era 30 de octubre, la obra debía estrenarse el 4 de noviembre. En solo seis días, Mozart armó una sinfonía, la número 36. La obra hoy se sigue interpretando: menos de una semana de trabajo lleva rentabilizándose más de 200 años.

En otro plano de los géneros y el tiempo, Peter Buck, guitarrista de R.E.M. compuso uno de los himnos de la banda en diez minutos. Se había comprado una mandolina y una noche se entretuvo trasteándola, arrancando cadenas de notas. Tuvo la suerte de grabar la sesión. A la mañana siguiente, al escucharla, descubrió un rebaño de notas torpes y, en medio, la secuencia que se iba a convertir rápidamente en Losing my religion.

Hay momentos de creación puros, ensimismados, de neuronas deliciosamente alineadas. Algunos autores disfrutaban de una capacidad de germinación instantánea. Otros no tanto, lo cual no tiene por qué condicionar el valor de la obra.

Pero ¿es posible medir el tiempo que ocupa alumbrar una obra artística?

La parcela más mensurable es la de fabricación: la escritura en la página en el caso de la literatura, la composición en el lienzo en la pintura o la estructuración completa de los pasajes en la música. Pero esa es la floración del proceso, la parte más bella y efímera.

Lo que antecede al pétalo, la página, el pentagrama, no es cuantificable como lo es el alzamiento de un tallo, se parece más a la mineralización de la tierra y la filtración de lluvia que, poco a poco, crea un suelo amigable y fértil.

¿Cuántas armonías escuchó y creó Mozart antes de aquellos seis días de vértigo; cuántos rifs probó y falló Buck…? No hablamos de la formación musical en grueso, sino del tiempo que una necesidad emocional y expresiva concreta podía llevar merodeado por sus mentes sin explicitarse.

Una creación genuina no es tal hasta que el autor no siente que algo se completa. Ese algo puede imaginarse como un cuenco vacío que, de pronto, brota en el inconsciente y aguarda, moviéndose por diferentes redes neuronales, despertando ráfagas, alertando. Cada uno de esos cuencos tiene una forma distinta y pide una temperatura y un color. El artista puede explorar durante meses o años caminos diferentes, tan diferentes que ni siquiera pueden vincularse entre sí ni contarse como parte del proceso.

El arte es encontrar la forma, el relleno exacto que completa el cuenco. Cuando sucede, el artista siente una iluminación, un orgasmo intelectual, como si resolviera una ecuación interminable, y no es raro que caiga en la fantasía de que la ha resuelto por casualidad. Quizá el proceso de creación debería contabilizarse desde que ese cuenco nace, pero es imposible de calcular.

La historia de On the Road materializa parte de esta dualidad entre germinación y estallido. En 1951, Jack Kerouac necesitó solo tres semanas para completar la escritura del libro. Cuentan que utilizó un rollo de papel de 36 metros para no interrumpir el proceso de redacción. La novela requirió varias correcciones, pero la materia prima nació con un arrebato.

Tres semanas para parir una obra que está considerada como una de las mejores del siglo XX. Sin embargo, la historia no comienza con aquella llanura de papel corriendo furiosamente por el rodillo de la máquina. Hicieron falta tres años de viajes y de anotaciones en cuadernos (algunas procedían incluso de cuadernos anteriores a la odisea).

Al margen de la sangre fría, de la capacidad de concentración y de la disciplina (cuestiones determinantes en la fecundidad), un artista, en el instante de elaborar su pócima, está atravesado por demonios (como diría Vargas Llosa) y por sombras. Algunas favorecen la rapidez, otras atascan y ralentizan.

Retrato de Dostoievski

La sombra de la supervivencia azotó a Fiodor Dostoievski. El origen de El jugador es conocido: el ruso escribió una novela sobre ludopatía para pagar las deudas de su vicio con la ruleta. La situación crítica fue esta: si no quería que su editor se quedara con los derechos de lo que escribiera durante los siguientes nueve años, debía cumplir con el plazo.

A un mes de la fecha final, no tenía nada escrito, de modo que empleó su propia sombra, su propio terror, para crear la historia. Tardó un mes en ejecutar la narración, pero el argumento lo había hervido en carne propia durante bastante más tiempo.

Hay sombras que provocan lo contrario. Le ocurrió a Johannes Brahms, que tardó lo inimaginable en componer su sinfonía número uno. Era la sombra de la inseguridad y del perfeccionismo; la sombra de los genios casi sobrenaturales que acaba encharcando la voluntad de los quienes los suceden.

El músico Javier Claudio concretó en SER Málaga el peso de esa sombra. Brahms dijo: «Nunca compondré una sinfonía. No tienen ni idea de cómo nos sentimos las personas como nosotros cuando oímos a un gigante como él». Se refería a Beethoven. Después de la Novena, contó Claudio, se esperaba que fuera Brahms quien se atreviera a componer la siguiente sinfonía. Finalmente la creó: necesitó 22 años para llenar el cuenco, y resultó que el cuenco temblaba.

Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

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