Categorías
Ideas

La dictadura del buen gusto en las redes sociales: formas sutiles de darse caché

Protocolo no protocolario

Como recuerda el investigador social Christian Oltra en su libro Por qué eres menos popular que tus amigos y otras cuestiones de nuestra vida social, el neurocientífico Michael Gazzaniga cifró en un 90% el porcentaje de pensamientos diarios que se enfocan en el entorno social.

Cuesta aislar y analizar las exigencias de buen gusto con que remozamos nuestros posts, estados, fotos, tuits. Es difícil determinar si la hiperconexión y la sobreexposición nos hacen más libres o si, por el contrario, aumentan la neurosis del coqueteo social.

El territorio de este flirteo se ha expandido, pero ya no es uno y grande; es plurinacional. Las redes y sus filtros burbuja empaquetan un surtidito especial de voces, imágenes y enlaces para cada usuario: lees a quienes opinan como tú, a quienes adoran lo que tú.

Somos más irónicos y descarados. Mofarse de uno mismo da caché. Pero ¿esto es una señal de liberación o una vertebración más confusa de nuestras súplicas de aceptación? ¿Ha nacido un nuevo protocolo con apariencia de no-protocolo?

Kafka es mi autor favorito, a ver si empiezo a leerlo

El escritor Eduardo Mendoza se lio a topetazos con un mito. Se supo por la grabación de una conferencia publicada por Avión de papel: «Kafka era un mal escritor y él lo sabía», soltó. Dijo que creaba arranques brillantes y luego no sabía qué hacer con ellos: «No tenía sentido de la narración».

Años después, el autor se explicó en una entrevista de Jordi Bernal en Jot Down: el tono de sus afirmaciones fue una treta para despertar al público, pero hablaba en serio. Algunos de los escritores más influyentes habían sido, desde un punto de vista literario, segundones. «Todo el mundo [en la sala] sabía que un señor se despierta convertido en una cucaracha», y a pesar de que muy pocos «habían leído a Kafka realmente», lo adoraban.

La devoción inmeditada, cómoda, sustentada en convenciones previas, no busca tanto aplaudir al creador o a la obra como decirse guapo a uno mismo. Es una exhibición de criterio con garantías de no equivocarse.

La anécdota sintetiza cómo opera el buen gusto: regulando las reacciones naturales ante artes, sucesos, sabores, expresiones o comportamientos en función de cómo afectarán a nuestra imagen.

La noción de buen gusto está en desuso por su tufo algo elitista y terminante; su impulso, sin embargo, pervive. Y las redes sociales han expandido su imperio.

Deseo de contagio

Compartimos música, queremos que se nos interprete bien, que no se deduzca aleatoriamente por qué posteamos un tema y no otro. Pesa tanto la amenaza del rechazo (del caer en el cajón de la mediocridad) que intentamos controlar todos los flecos del mensaje. Deberían difundir las estadísticas de la cantidad de posts publicados que se han eliminado al cabo de un par de horas sin recibir interacciones.

Mal gusto es dejar rastro de la indiferencia que somos capaces de provocar.

Subimos canciones, añadimos textos, pequeñas reseñas del lirismo que nos conectan con cada pieza de arte. Con trozos de nuestra biografía y nuestras reflexiones, tomamos prestada el aura de los músicos: robamos a Cohen, a Camarón, a Chopin, a Cobain, a Mercury.

Es la norma. Un vídeo sin texto parece un accidente en la M-30, es un signo inquietante e incomprensible, como el escáner cerebral de alguna enfermedad neurodegenerativa.

El sabor de lo político

Cada artículo compartido se paladea en una zona distinta de la lengua. El sabor de los contenidos políticos no se organiza en la boca con coherencia al igual que la comida: una noticia negativa no tiene por qué percibirse a través del segmento de la lengua vinculado a los sabores amargos.

En el artículo Contra el buen gusto, publicado por Jordi Labanda en El País, el ilustrador planteaba una hipótesis: «La humanidad no respiró tranquila hasta una Edad de Bronce en la que, al fin, las cosas pudieron ser bruñidas, pulidísimas y superreflejantes. Se inició así una espiral de siglos, que duró hasta antes de ayer, en la búsqueda de la belleza a través del dogma y la Academia».

La esencia del buen gusto, quizá, está en el brillo. El brillo es un obstáculo de luz que acapara la vista y, con suerte, deslumbra y atonta las pupilas durante unos segundos y las inhabilita para mirar cualquier otra cosa.

En redes, buscamos a diario momentos de destello, y en la actualidad y la política ese fogonazo lo provoca, sobre todo, la indignación. Por eso muchas noticias o reflexiones con las que disentimos se degustan con la punta de la lengua, que es la región de lo dulce. Sublevarnos y armar una crítica vendible sobre un hecho abre la puerta del aplauso.

Foto: Benjamin Dada on Unsplash

‘Relamíos’ de las ‘letrah’

Una tilde mal puesta es como una gota de sangre, se huele, da hambre. Puede arruinarte los debates y los días. Hay discusiones en redes, discusiones de ira bíblica. Puedes vencer en argumentos, pero siempre habrá quien quiera desacreditarte buscándote los acentos rotos, los laísmos y las cosquillas.

Hay, no obstante, un margen para la incorrección. Se puede burlar la ortografía, aunque nunca por tropiezo. Dejar los participios mal acabaos, desordenar las tildes, eliminar letras. Se puede, pero hay que dejar en cueros la estrategia, que se perciba la licencia.

[Paradojas de interné: cometer faltas intencionadas es puro pavoneo, una forma de transmitir que dominas la ortografía, que te vistes con ella a diario y la combinas como te da la gana].

El Grial del buen gusto en las redes sociales

Los usuarios organizan su música en listas de canciones públicas y privadas. Hace tiempo que se acuñó el término guilty pleasure, que es un vaso comunicante entre lo que te avergüenza y lo que te da prestigio. La única forma de legitimar que te vibran las piernas con Don Omar o el Aserejé es empleando la etiqueta del placer culpable.

Este remiendo anglosajón define un sistema de reciclaje, un vehículo para afirmar que tus emociones se equivocan. Es como decir que eso que es capaz de gustarte incluso a pesar de ti mismo; eso en concreto, lo feo, no te define.

Entonces, ¿para qué pregonarlo? Hay una ganancia secundaria, y es, justamente, la panacea del buen gusto de la época: abrirse una brechita en la imagen pública, simular accesibilidad y confesarse ante los demás. Esta estrategia debe manejarse con cuidado para no caer en un exhibicionismo ramplón. Hay que insinuar lo íntimo como si fuera un escape de gas eventual.

El guilty pleasure convierte un placer tan simple como otros en una seña virtuosa que simula, a la vez, humildad, falta de complejos, vitalidad, una cuota saludable de ingenuidad y una madurez suficiente como para no tomarse en serio a uno mismo.

La expresión pasó de moda como hashtag, era demasiado evidente y el invento se arruinó a sí mismo; pero se sigue articulando con otro lenguaje, por ejemplo, a través de los selfis que justificamos atribuyéndolos a un motivo especial para que parezcan excepcionales, o mediante las fotos o vídeos que nos hacemos ejercitando alguna habilidad y rotulamos con reflexiones sobre la pasión, la entrega, el que no importe nada más. Lo hacemos así para escamotear lo que más nos importa en realidad: no estar solos, que nos oigan, que sepan que existimos y merecemos la pena.

 

También te puede interesar:

¿Es una mierda la música de mierda?

El capricho y su poder creativo y creador

Por Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

2 respuestas a «La dictadura del buen gusto en las redes sociales: formas sutiles de darse caché»

Pues imagínate lo que me deprimió a mí al escribirlo 😀

Los comentarios están cerrados.

Salir de la versión móvil