En uno de los cómics originales de la colección Extra de El Capitán Trueno, publicado en 1965, un guerrero oriental lleva una espada con la que pretende atacar al héroe. Dos viñetas después, la espada desaparece misteriosamente. A partir del número 303 de la misma colección, dejan de aparecer máscaras en los dibujos, un elemento bastante habitual hasta entonces.
Las supresiones de este tipo no eran cosa del recientemente fallecido Víctor Mora, autor de las aventuras del mítico personaje convertido en un símbolo de los tebeos españoles de posguerra. Debido a sus ideas socialistas, el régimen de Franco llegó incluso a meter en prisión al barcelonés, pero no fue el único en sufrir las consecuencias de la represión: las historias que creó durante aquellos años se vendían en los quioscos mutiladas por los censores editoriales.
El periodista y profesor de la Universidad Ramón Llull Josep Vicent Sanchis, autor del libro Tebeos mutilados, explica las consecuencias de esta cercena literaria en su reciente investigación Los asesinos del Capitán Trueno: la censura de las publicaciones infantiles y juveniles durante el franquismo.
«Hasta 1952, la censura de las publicaciones de carácter infantil y juvenil se regía por los mismos criterios que las destinadas a adultos», indica Sanchis en el trabajo. No debían insultar al catolicismo ni al régimen, pero las escenas de combate estaban permitidas. «Una violencia que los censores toleraban porque respondía a la misma esencia de un régimen que se había legitimado arrasando la discrepancia», aclara el valenciano.
A principios de aquel año las autoridades establecieron unas normas específicas para regular los contenidos de la industria editorial para niños y se constituyó una Junta Asesora de la Prensa Infantil. Si aquellas normas se hubieran cumplido a rajatabla, «el humor de la escuela Bruguera habría tenido que cambiar a la fuerza y los cuadernos de aventuras […] no se habrían podido publicar tal como habían estado concebidos desde 1940», señala Sanchis.
Las cosas cambiaron en 1962 cuando, coincidiendo con la llegada de Manuel Fraga al Ministerio de Información y Turismo, se crea una Comisión de Información y Publicaciones Infantiles y Juveniles para sustituir a la anterior junta. Su líder, el dominico Jesús María Vázquez, aplicó a partir de entonces la normativa estrictamente. Para Sanchis, el mandatario y su equipo «liquidaron los tebeos tal y como se habían conocido hasta aquel momento».
La violencia y el humor característicos de las historietas desaparecieron de sus páginas a golpe de censura, no sólo por parte de los responsables del régimen sino también de los propios editores, dibujantes y guionistas. Intentaban prevenir con cambios estratégicos las modificaciones posteriores que resultaban en tramas insulsas y argumentos sin sentido.
«En casi todas las ocasiones se decantaron por corregir de la manera más torpe los elementos que habían irritado a los censores en las mismas planas», escribe Sanchis. Las viñetas quedaban repletas de sinsentidos: flechas que nunca llegaban a su objetivo, personajes que sufrían sin mostrar herida alguna, espadas que desaparecían entre escenas y dibujos eliminados por completo que rompían la historia.
La misma dirección de la editorial Bruguera, que encargó a Mora el personaje, envió un comunicado para advertirle a los empleados sobre las precauciones que debían tomar para evitar la mano dura de los censores. Entre otras cosas, aconsejaba prescindir de la violencia, no repetir los castigos dirigidos a niños traviesos, no desacreditar a profesores u otras autoridades y evitar expresiones como rayos, porras, maldición, reventado y mi menda.
Desde arriba pedían también «desarrollar un humor fundamentalmente infantil» y olvidarse del humor para niños y adultos que caracterizaba a las historietas. «Exigimos el cuidado más escrupuloso para evitar perjuicios», recalcaban los responsables.
Los fondos de la Editorial Bruguera conservan todavía vestigios de las prohibiciones ministeriales en forma de fichas de censura. Las notas contienen los cambios exigidos para diferentes números de la colección Extra de El Capitán Trueno editados en 1965 –la colección, con 427 cuadernos en total, se publicó entre 1960 y 1968−.
«Las historias ya se habían endulzado para convertirlas en pueriles e inofensivas», indica Sanchis. Pero las medidas preventivas de guionistas, dibujantes y editores no evitaron la alarma de los censores ante los detalles más nimios. En el número 287 de la colección, los censores instan a eliminar una diminuta flecha. En el 289, desaparece la espada del guerrero oriental.
En ediciones posteriores criticaron la aparición de máscaras «desagradables», y en el caso del número 304, los responsables del régimen no veían bien la portada donde aparecía un cohete despegando, sin texto. Encontraban el título de una de las viñetas («Dardos mortíferos») «poco tranquilizador», y pedían la retirada de las flechas del dibujo. En Bruguera sustituyeron la polémica cabecera por «¡En el acantilado!» y eliminaron los proyectiles, aunque dejaron sus estelas para no rehacer completamente la ilustración. «La imagen final no tenía ninguna lógica, un extremo que no preocupaba nada a los censores», juzga Sanchis.
La censura afectó también a todos los intentos de reedición de la Editorial Bruguera hasta el final de la dictadura. Aunque la Ley de Prensa e Imprenta de 1996 eliminó la censura del resto de publicaciones, conservó la dirigida a las infantiles y juveniles, a lo que se sumaba un Estatuto de Publicaciones Infantiles. Pese a la celebrada libertad de expresión recogida en la Constitución, la revisión previa de los contenidos infantiles continuó siendo obligatoria hasta 1982.
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Las imágenes de este artículo son fragmentos de los cómics de El Capitán Trueno editados por la Editorial Bruguera.
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