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Esplendor barroco hasta en el comedor

Desde fuera, nadie se imagina lo que espera dentro. Es una de tantas casas del Oporto de hace un siglo, década arriba década abajo, conservada, eso sí, de forma sorprendente en un barrio lleno ya de edificios mucho más modernos. Unas cuantas ventanas en la fachada, un portalón gigantesco —esa clase de portales del pasado— y una fachada pintada con un color discreto. Nada especialmente sorprendente. Todo cambia cuando llamas a la puerta —porque en este museo hay que llamar a la puerta— y se pasa al interior.

La Casa Museo Fernando de Castro (la que fue residencia del poeta, caricaturista y, sobre todo, coleccionista portugués) es, en realidad, una fantasía barroca en la que cada una de sus habitaciones y salas ha sido conquistada por el arte de esa época. Retablos, portalones, esculturas… Todo lo que se pueda imaginar del arte barroco fue integrado en salas, comedores y hasta dormitorios.

Solo una de las habitaciones mantuvo unas paredes lisas y limpias, al gusto de hace un siglo. Como explica el guía en una visita por sus estancias, posiblemente fuese la habitación de la hermana del creador del museo, que puso en su puerta el límite de cuánto Barroco estaba dispuesta a soportar en su día a día.

Porque, antes de ser un museo —quizás uno de los museos más desconocidos ahora de Oporto, la turística ciudad del norte de Portugal, aunque sus responsables están actuando para que deje de serlo—, esta fue una casa en la que vivía gente a tiempo completo conviviendo con el esplendor barroco importando del pasado.

El padre de Fernando de Castro era un industrial que construyó una casa en lo que entonces era una zona en expansión de la ciudad. Cuando De Castro era joven, allá en el arranque del siglo XX, empezó trabajando en la fábrica de su padre, pero cuando este murió y tuvo el control de la fortuna familiar, aseguró sus ingresos, abandonó el trabajo diario en la factoría y se dedicó a lo que de verdad le gustaba, el arte.

Como apunta Ana Anjos Mântua, coordinadora de la Casa-Museu Fernando de Castro, desde muy pronto Fernando de Castro tuvo una conexión «muy próxima a las Bellas Artes y frecuentaba talleres y tertulias de artistas». «No se presentaba como artista, pero era un hombre singular, de naturaleza polifacética y generoso», añade.

Su madre sobrevive unos cuantos años al padre y, cuando esta fallece en 1925, la casa familiar se convierte en el epicentro de su colección de arte. Quiere convertirla, apunta Ana Anjos Mântua, en una casa museo. Además de comprar los edificios que estaban al lado para crear una sala de exposiciones y un taller artístico, empieza a comprar obras barrocas que se convierten en la pieza clave de su propio hogar.

Según explica el guía durante la visita al museo, a Fernando de Castro le benefició que el Barroco estuviese pasado de moda en los años 20 y 30 para hacerse con una gran colección de piezas. Ana Anjos Mântua explica, sin embargo, que esos eran años de revivals, «en los que todos los periodos artísticos estaban de moda y eran reinterpretados».

Lo que sí ocurría era que el mercado estaba lleno de piezas artísticas de monasterios y conventos, abandonados tras la entrada en vigor entre 1910 y 1926 de la ley que separaba Estado e Iglesia. Por tanto, a Fernando de Castro no le costaba encontrar obras para su colección, porque el mercado de antigüedades estaba saturado de ellas.

Cualquiera que se adentre ahora en la casa verá que la colección no está presentada exactamente como una exposición. Es decir, no se recorren salas con peanas e imaginería, con cartelitos que apuntan qué es esto y qué es lo otro. Las piezas barrocas están integradas en cada una de las estancias: puedes vivir en medio de ellas.

Desde el salón de baile del primer piso a la habitación del propio Fernando de Castro (no el baño, eso sí; el baño moderno o las cocinas estaban en otro edificio), el arte barroco se integra en paredes, mobiliario y decoración. En el comedor, por ejemplo, hay antiguas rejas de iglesias e impresionantes puertas barrocas que el coleccionista fusionó de la manera más orgánica posible en la decoración. Fue añadiendo allí donde el original no llegaba piezas creadas de la forma más mimética posible.

No se trata tanto de recrear cómo hubiese sido ese espacio en la época en cuestión, sino casi de crear una propuesta actual —actual para él, claro, allá por los años 30 del siglo pasado— digna de una fantasía barroca.

«Fernando de Castro no se apropia necesariamente del estilo barroco», apunta la coordinadora del museo, «sino que crea en su propia casa escenarios peculiares, en los que dominan el dorado y los motivos religiosos, que llevan a algunos historiadores a hablar del “barroco de Fernando de Castro»».

El resultado es sorprendente, llamativo y hasta, en cierto modo, un poco abrumador, si piensas en pasarte allí semana tras semana de tu vida. «Su extravagancia y carácter compulsivo se reflejan en todas las estancias de la casa, donde crea ambientes de horror al vacío, puesto que la decoración se extiende por toda la superficie de las paredes», señala la responsable.

El creador de esta peculiar casa murió a mediados de los años 40. Su extravagante vivienda barroca pasó a manos de su única hermana. «Maria da Luz es la única heredera de Fernando de Castro, que no se casó ni tuvo hijos», explica Ana Anjos Mântua. Sobre ella hay unas pocas pinceladas biográficas —en la visita al museo explican que se casó a principios del siglo XX, pero se acabó divorciando (el divorcio sí era legal, aunque poco común, en Portugal durante ese período) y volviendo a la casa familiar—, aunque fueron sus decisiones las que conservaron la casa como museo.

En 1952, la colección y la casa pasaron a manos del Estado portugués (desde entonces es parte del Museo Nacional Soares dos Reis y de la red estatal lusa de museos). Maria da Luz debería haber entregado también toda la documentación relacionada con la casa en algún momento, pero no lo hizo, y ella se mudó a una vivienda enfrente de la que ahora es el museo.

Desde la casa museo apuntan que, según recordaba su primera responsable Maria Clementina Quaresma, la hermana de Fernando de Castro lo solía visitar de forma frecuente hasta su propia muerte. Y desde sus ventanas solo tenía que mover las cortinas para ver la fachada engañosamente discreta del fabuloso hogar que había creado su hermano.

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